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– Lo mismo digo -mintió Gabriel, y Milton sonrió, pues vio compensada cualquier posible ofensa ante tal insinceridad por la satisfacción de. captarla. Milton, pensó Gabriel, era la clase de hombre que sólo se sentía a gusto cuando el mundo lo decepcionaba y respondía, por tanto, a sus expectativas-. No esperaba que vinieras en persona.

– No tenemos muchas ocasiones de vernos últimamente. Nuestros caminos ya no se cruzan como antes.

– Soy un viejo -dijo Gabriel, y recordó el contexto en el que había utilizado esas mismas palabras pocos días antes. Se preguntó si realmente, como había dicho, su edad y su anterior posición bastarían para protegerlo de la depredación de Ventura. La duda lo inquietaba. Lo que le había sucedido a Ventura era en parte responsabilidad suya, aunque no debió de sorprenderse al recibir el castigo; la animadversión entre Ventura y Louis, en cambio, era de carácter más personal. No, si Ventura había vuelto, no tendría a Gabriel en la mira.

– No tan viejo -dijo Milton. Ahora era él quien mentía.

– Tengo edad suficiente para ver la luz al final del túnel -replicó Gabriel-. En todo caso, éste es un mundo nuevo con reglas nuevas. Me cuesta reconocer mi lugar en él.

– Las reglas siguen siendo las mismas -afirmó Milton-. Sólo que hay menos.

– Eso parece nostalgia.

– Tal vez lo sea. Echo de menos el trato con iguales, con quienes piensan como yo. Ya no comprendo a nuestros enemigos. Sus objetivos son demasiado vagos. Ni siquiera ellos mismos los conocen. No tienen ideología. Sólo tienen su fe.

– A la gente le gusta luchar por su religión -dijo Gabriel-. Es un asunto tan intrascendente que pueden concederle una profunda importancia.

Milton no dijo nada. Gabriel sospechó que Milton era creyente. No judío. Quizá católico, aunque carecía de la imaginación necesaria para ser un buen católico. No, Milton debía de ser protestante, de una adscripción indefinida, miembro de una iglesia especialmente lúgubre cuyos feligreses se encontraban a gusto sentados en bancos duros y escuchando largos sermones. La imagen de Milton en una iglesia llevó a Gabriel a imaginar cómo debía de ser la señora Milton, si existía. Milton no llevaba alianza, pero eso no significaba nada. Los hombres como él revelaban la menor información posible. A partir de algo tan sencillo como una alianza nupcial, otros podían concebir toda una existencia. Gabriel se representó a la esposa de Milton como una mujer tensa, tan severa e inflexible como su religión, una de esas que escupían la palabra «amor».

– Conque te has puesto en contacto con nuestra oveja descarriada -dijo Milton cambiando de tema.

– Parece que le va bien.

– Salvo por el hecho de que alguien intenta matarlo.

– Salvo por eso.

– La policía no encontró nada en el primer juego de huellas -dijo Milton-. Nosotros tampoco. Una vela: muy ingenioso. La pistola incautada en el taller también estaba limpia, según los informes de la policía. No se había usado antes.

– Eso me extraña.

– ¿Por qué?

– Eran aficionados. Los aficionados tienden a cometer pequeños errores antes de cometer los grandes.

– A veces. Puede que estos caballeros se lanzaran de cabeza y pasaran derechos de cero a menos uno.

Gabriel cabeceó. No concordaba. Apartó el dato al fondo de su mente y lo dejó hervir como una cazuela en un fogón.

– En cambio, tuvimos más suerte con una huella del segundo juego. Es curioso que los dueños de esas huellas todavía no hayan salido a la superficie.

– El vertedero -informó Gabriel-. Es difícil salir a la superficie cuando estás a diez metros bajo tierra.

– Ciertamente. Las huellas eran de un hombre llamado Mark van Der Saar. Un apellido poco común. Holandés. No hay muchos Van Der Saar en esta parte del mundo. Ese Van Der Saar en concreto cumplió tres años de condena en la penitenciaría de Gouverneur, en el norte del estado, por delitos a mano armada.

– ¿Era de allí?

– De Massena. No muy lejos.

– ¿Y sus jefes?

– Estamos investigándolo. Uno de sus cómplices conocidos es o, mejor dicho, era, dado el estado de defunción recientemente adquirido por el señor Van Der Saar, un tal Kyle Benton. Benton cumplió cuatro años en la penitenciaría de Ogdensburg, también, qué casualidad, por delitos a mano armada. Ogdensburg se encuentra asimismo en el norte del estado, por si no lo sabías.

– Gracias por la lección de geografía. Sigue, por favor.

– Benton trabaja para Arthur Leehagen.

Se advirtió una vacilación en el ritmo de los pasos de Gabriel, pero duró sólo un instante.

– Un nombre del pasado -dijo-. ¿No tienes nada más?

– De momento, no. Pensé que te impresionaría: es más de lo que sabías antes de vernos.

Siguieron caminando en silencio mientras Gabriel reflexionaba acerca de lo que acababa de oír. Movió las piezas del rompecabezas en su mente. Louis. Arthur Leehagen. Billy Boy. Había pasado mucho tiempo. Sintió un ligero placer al encajar las piezas y establecer la conexión.

– ¿Conoces a dos agentes del FBI que se llaman Bruce y Lewis? -preguntó una vez satisfecho de sus conclusiones. Milton consultó el reloj, clara señal de que la reunión estaba a punto de finalizar.

– ¿Tendría que conocerlos?

– Han estado indagando en los asuntos de nuestro común amigo.

– En ese caso, no sé hasta qué punto yo usaría la palabra «amigo».

– Ha sido lo bastante buen amigo para mantener la boca cerrada durante muchos años. Creo que eso es más amigable de lo que sueles encontrarte.

Milton no lo contradijo, y Gabriel supo que se había anotado un tanto.

– ¿Qué les interesa en concreto?

– Según parece, están hurgando en sus inversiones inmobiliarias.

Milton sacó una mano del bolsillo, llevaba guantes y la movió en un gesto de desdén.

– Es toda esa mierda de después del 11-S -aclaró. Gabriel se sorprendió al oírlo usar semejante vocabulario. Milton rara vez exteriorizaba sentimientos tan profundos-. Tienen órdenes de seguir rastros de papeclass="underline" inversiones inusuales, acuerdos financieros sospechosos, compañías de transporte e inmobiliarias que no cuadran. Son nuestra cruz.

– Él no es un terrorista.

– La mayoría no lo son, pero a veces de paso se desentierra información útil y se hace un seguimiento. Les habrá llegado a esos agentes y ahora sienten curiosidad.

– Es más que curiosidad. Da la impresión de que saben algo de su pasado.

– Eso no es precisamente un secreto de Estado.

– Bueno, una parte sí lo es -rectificó Gabriel.

Los dos se detuvieron, con los ojos entornados por la luz del sol y mezclándose sus alientos en el aire seco.

– Se ha ganado cierta fama -dijo Milton-. Ha estado frecuentando malas compañías, si es que eso es humanamente posible dada su propia naturaleza.

– Supongo que te refieres al investigador privado.

– Parker. Y creo que es un ex investigador. Le han retirado la licencia.

– Quizás ha encontrado ocupaciones más pacíficas.

– Lo dudo. Por lo poco que sé de él, no puede vivir sin problemas.

– Y sin embargo, si no conociera bien a Louis, diría que casi le tiene afecto.

– Afecto suficiente para matar por él. Si ha atraído la atención, ha sido obra exclusivamente suya. Lo único que me extraña es que el FBI haya tardado tanto en llamar a su puerta.

– No lo niego -dijo Gabriel-, pero sobre él son tantas las cosas que se saben como las que se desconocen, y estoy seguro de que tú prefieres que eso siga así.

– Espero que no me estés amenazando.

Gabriel apoyó la mano en el brazo del hombre de menos edad y le dio unas palmadas en la manga del abrigo.