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Ventura conducía hacia el norte, una silueta anónima en una carretera anónima, sólo otro par de faros taladrando la oscuridad con su blancura. Pronto abandonaría la carretera y buscaría un lugar donde descansar esa noche. Descansar, no dormir. No dormía bien desde hacía muchos años y vivía con un dolor permanente. Deseaba el plácido abandono del sueño casi más que nada en el mundo, pero había aprendido a sobrevivir con unas pocas horas de sueño, conciliado por el extremo cansancio que al final vencía a su sufrimiento residual. Debido al tratamiento de las heridas y al esfuerzo de mantenerse por delante de sus perseguidores, no sólo estaba mermado físicamente, sino que también se resentía ya su economía. Se había visto obligado a salir a la luz, pero había elegido con cuidado su fuente de financiación. En Leehagen había encontrado a alguien capaz de satisfacer tanto sus necesidades económicas como sus necesidades personales.

La botella que contenía la sangre de Billy Boy se hallaba en la caja acolchada en el fondo del pequeño maletín de Ventura. Leehagen hubiera preferido que lo mataran en su territorio, pero Ventura se había negado. Era demasiado peligroso. Con todo, cuando la navaja salió de su mano y, antes de morir, la cara de Billy Boy reflejó claramente que era consciente de lo que sucedía, Ventura supo que conservaba intactas sus dotes. Lo cual le dio seguridad para lo que estaba por venir.

Esa noche, tumbado en la cama de una habitación de motel modesta y limpia, tarareando para sí, pensó en Louis con el ardor de un amante que viaja para reunirse con su amada.

8

La sede de Hoyle Enterprises estaba a unas pocas manzanas de la ONU, y las calles de los alrededores eran, por tanto, una Babel de matrículas diplomáticas, lo cual provocaba que se estableciesen relaciones incómodas entre enconados enemigos internacionales obligados a compartir un valioso espacio de aparcamiento. El edificio de Hoyle no destacaba: era más viejo y pequeño que la mayoría de los rascacielos cercanos y se alzaba en el extremo este de un área pública que abarcaba también parte de las manzanas contiguas al norte, sur y oeste, creando una frontera natural entre Hoyle y los edificios que lo rodeaban.

En las veinticuatro horas transcurridas desde la reunión con Gabriel, Louis y Ángel habían localizado los planos del edificio de Hoyle, y Ángel, auxiliado por Willie Brew, que estaba muy aburrido, y Arno, un tanto menos aburrido, lo habían vigilado durante todo un día. Era una precaución, un esfuerzo por formarse una idea aproximada de los ritmos del edificio, cómo se organizaban los repartos, los cambios de turno y los descansos para comer de los guardias de seguridad. No era tiempo suficiente para determinar con toda precisión los riesgos que implicaba entrar, pero era mejor que nada.

En realidad, para Willie era peor que no hacer nada. Podría no haber hecho nada en la relativa comodidad de su apartamento, en lugar de hacer algo que no le divertía lejos de cualquier comodidad. Arno había dedicado a la lectura la mayor parte de su turno de vigilancia, lo que a ojos de Willie era contrario al objetivo de permanecer atento al edificio, pero, por otro lado, Willie supuso que Arno se limitaba a matar el tiempo. Louis era reacio a dejarlos volver al taller por el momento, y eso significaba que Willie podía quedarse sentado en su apartamento viendo programas de televisión que no le interesaban, o quedarse sentado en un coche viendo un edificio que tampoco le interesaba. Algo bueno se había desprendido de sus esfuerzos: Willie había decidido que, con o sin el consentimiento de Louis, Arno y él pronto volverían al trabajo. Incluso después de sólo un par de días de holganza, Willie se sentía como si algo se muriera dentro de él.

El ático de Hoyle ocupaba las tres plantas superiores del edificio. El resto estaba destinado a las oficinas. Si bien Hoyle tenía empresas en la minería, el sector inmobiliario, los seguros y la investigación farmacéutica, entre otras áreas de interés, el corazón de sus negocios latía detrás de la modesta fachada de la sede de Manhattan. Aquélla era la empresa matriz, y era allí donde residía en último extremo todo el poder. Una reducida pero uniforme cantidad de gente entraba y salía del vestíbulo a lo largo del día, aumentando el flujo entre las doce y las dos y casi convirtiéndose en tráfico de un solo sentido a partir de las cinco de la tarde. Ángel no había observado nada digno de preocupación durante su periodo de vigilancia, como tampoco Willie y Arno. No vio hombres con granadas propulsadas escondidos detrás de las columnas, ni artillería pesada entre las macetas.

Por otra parte, como había dicho Gabriel, Hoyle había abordado a Louis a través de los canales adecuados, un concepto propio de otra época en esta era moderna, y cuya fuerza dependía del buen nombre de Gabriel y de los favores que le debían. Si se quebrantaba el protocolo de algún modo, Hoyle conocía sin duda las posibles repercusiones. Por lo que a Gabriel se refería, pues, Louis no tenía motivos para extremar la cautela más que de costumbre, y por consiguiente Louis y Ángel sí extremaron al máximo la cautela al entrar en el edificio poco después de las ocho de esa tarde.

El guardia de seguridad, sentado detrás del mostrador, se limitó a dejarles pasar con un gesto. Sólo uno de los ascensores tenía las puertas abiertas en el vestíbulo, sin botones dentro ni fuera. El interior estaba recubierto de espejos. No se veía ninguna cámara. Eso implicaba, dedujo Ángel, que lo más probable fuera que hubiese al menos tres: una detrás de cada espejo, y tal vez una cuarta cámara estenopeica detrás del pequeño panel que mostraba los números de las plantas. Como seguramente el ascensor tenía micrófonos ocultos, ninguno de los dos habló. Tan sólo observaron sus reflejos en el reluciente metal de las puertas, uno aparentemente satisfecho, el otro con ojo crítico. A Ángel no le gustaban los espejos. Como Louis había señalado en una ocasión, él tampoco gustaba a los espejos, y añadió el comentario de que «incluso puede que tu reflejo deje mancha».

Cuando en el panel se leyó «Ático», el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron sin hacer ruido. Dos hombres los esperaban en el recibidor, por lo demás vacío, también revestido de espejos y decorado con un jarrón lleno de flores recién cortadas sobre un pequeño pedestal de mármol. Los dos hombres vestían traje negro y corbatas fúnebres a juego, y los dos estaban provistos de varitas detectoras de metales. Examinaron con ellas a Ángel y Louis, deteniéndose en los cinturones, monedas y relojes, y luego les franquearon el paso. Se abrió una puerta de dos hojas, labrada, de origen oriental y sin duda antigua, y al otro lado apareció un tercer hombre. Vestía de manera más informaclass="underline" pantalón negro y chaqueta de lana negra encima de una camisa blanca con el cuello desabrochado. No llevaba el pelo ni muy largo ni muy corto, echado hacia atrás por encima de las orejas, como si le preocupara lo justo para mantenerlo aseado, y nada más. Tenía los ojos castaños, y Ángel detectó en sus facciones una mezcla de diversión, frustración y envidia profesional. Poseía la complexión de un nadador: ancho de hombros pero esbelto y musculoso en conjunto. La chaqueta le quedaba lo bastante holgada para esconder un arma, y la llevaba desabotonada.

Ángel notó que Louis se relajaba un poco, pero era la reacción contraria a la que cabía pensar. Cuando Louis se relajaba, era indicio de que había cerca una amenaza y se preparaba para actuar, como cuando un arquero suelta el aire al mismo tiempo que la flecha, canalizando así toda la tensión a través del proyectil emplumado. Los dos hombres se escrutaron en silencio por un momento y después el otro individuo habló.

– Me llamo Simeon -dijo-. Soy el ayudante personal del señor Hoyle. Gracias por venir. El señor Hoyle enseguida se reunirá con ustedes.