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– No muy bien -contestó irónicamente-. Esto llegó hace una semana. O me informaron mal al decirme que Kandic era el mejor, o es mala señal para cualquiera que se plantee seguir sus pasos.

– Y ahora quiere que Leehagen pague por lo que le pasó a su hija.

– Quiero que esto acabe, y acabará sólo cuando uno de los dos haya muerto. Naturalmente, como he dicho, preferiría que Leehagen falleciese antes que yo.

Louis se puso en pie. Al verlo, los dos hombres junto a la puerta se llevaron las manos a sus armas, pero Simeon los detuvo con un gesto.

– Bien -dijo Louis-, todo esto ha sido muy interesante. No sé de dónde ha sacado la información, pero debería hablar con su fuente, porque le ha proporcionado un material un tanto pobre. Yo no conozco a ningún Luther Berger, y no he manejado un arma en la vida.

Soy un hombre de negocios, sólo eso. Por otra parte, yo, en su lugar, me cuidaría de repetir algunas de esas cosas en voz alta. Podría traerle problemas con la policía.

Louis se encaminó hacia la puerta seguido de Ángel. Nadie intentó detenerlos y nadie dijo nada hasta que entraron en el recibidor y se detuvieron a esperar el ascensor.

– Gracias por su tiempo, caballeros -se despidió Hoyle-. Estoy seguro de que no tardaré en tener noticias suyas.

Las puertas del ascensor se abrieron, Louis y Ángel entraron y bajaron en silencio para desaparecer luego en las calles.

Tras marcharse del edificio de Hoyle, Louis condujo en silencio. Alrededor, la ciudad se movía al compás de su propio latido oculto, un ritmo que cambiaba de hora en hora, ligado a los movimientos de los individuos que la habitaban de manera que a veces Louis no sabía si la ciudad dictaba la forma de vida de la gente o si era ésta quien influía en la vida de la ciudad.

– Los guantes me han parecido un toque interesante -comentó Ángel -. Si hubiese estado un poco más moreno, habría podido pasar por Al Jolson.

No hubo respuesta. Un semáforo cambió frente a ellos, pero Louis pisó el acelerador y. pasó en rojo. Louis era muy consciente de que no le convenía arriesgarse a atraer la atención de la policía, pero ahora, al parecer, no quería detenerse por ninguna razón. Ángel también advirtió que conducía atento a los retrovisores, pendiente de los coches que venían detrás, o circulaban a izquierda o derecha.

Ángel miró por la ventanilla y vio pasar a toda velocidad los escaparates de las tiendas.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó. El tono, aunque suave y neutro, indicó a su compañero que convenía dar alguna respuesta.

– Haré unas llamadas. Averiguaré cuánto de lo que ha dicho Hoyle es verdad.

– ¿No confías en él?

– No confío en nadie con tanto dinero.

– La cabeza del tarro era bastante convincente. ¿Es cierto que nunca has oído hablar de ese hombre al que contrató?

– No, nunca.

– No podía ser tan bueno en lo suyo si tú no lo conocías de nada.

– El hecho de que ahora su cabeza se encuentre en un tarro tiende a corroborarlo -dijo Louis.

– ¿Y?

– Por poco que haya de verdad en lo que dice Hoyle, vamos a tener que enfrentarnos a ese Leehagen -contestó Louis-. Tendremos que actuar deprisa. Por fuerza sabe que intentaremos descubrir quién pretende eliminarnos. Tendrá que salimos al paso antes de que lo averigüemos. Así que, como te he dicho, haré unas cuantas llamadas, y después ya decidiremos.

Ángel suspiró.

– Y a mí que empezaba a gustarme la vida tranquila.

– Sí, pero necesitas el ruido para valorar el silencio.

Ángel lo miró.

– ¿Y tú quién eres? ¿Buda?

– Debo de haberlo leído en algún sitio.

– Sí, en una galleta de la fortuna.

– Tienes el alma como una pasa, ¿lo sabes?

– Tú conduce. Esta alma mía como una pasa necesita paz.

Ángel volvió a mirar por la ventanilla, pero sus ojos no asimilaban nada de lo que veía.

9

Ángel estaba sentado solo ante su banco de trabajo. Esparcidos ante él se hallaban los componentes de diversos sistemas de entrada sin llave: auriculares de portero automático con botones, paneles numéricos con cableado, cerrojos inalámbricos con mando a distancia, e incluso un lector de tarjetas por proximidad y un lector de huellas dactilares. Este último representaba por sí solo unos dos mil dólares en material electrónico destripado. A Ángel le gustaba mantenerse al día sobre los avances en su esfera de actividad. La mayor parte del equipo que examinaba podía usarse tanto con fines comerciales como domésticos, pero por experiencia sabía que los contratistas y los particulares no habían incorporado aún la nueva tecnología. Análogamente, la mayoría de los cerrajeros preferían evitar las cerraduras sin llave. Muchos recelaban de los nuevos sistemas, al considerar que eran más susceptibles de corrupción o avería. La realidad era que los sistemas electrónicos tenían menos partes móviles y, una vez instalados, dificultaban mucho más el acceso que los sistemas mecánicos tradicionales. Ángel podía abrir una cerradura de tambor de cinco pines con un destornillador y una ganzúa. Un lector biométrico ya era otro cantar.

Normalmente quedaba fascinado por el equipo que desmontaba, como un anatomista ante la oportunidad de examinar los órganos internos de un espécimen único, pero esta vez tenía la cabeza en otra parte. El intento de incursión en el edificio donde vivían lo había alterado, y la reunión de esa tarde en el ático de Hoyle no había contribuido a tranquilizarlo. Después de las agresiones, Louis y él habían comentado la posibilidad de desaparecer durante un tiempo, pero enseguida la habían descartado. Para empezar, estaba la señora Bondarchuk, que se negaba a trasladarse aduciendo que sería un trastorno para sus pomeranos. Señaló asimismo que su abuelo se había negado a huir de los comunistas en Rusia, quedándose a luchar del lado de los blancos, y que su padre había combatido contra los nazis en Stalingrado. Ninguno de los dos había huido, y tampoco ella lo haría. La circunstancia de que tanto su abuelo como su padre hubiesen muerto al plantar cara al enemigo no tuvo la menor incidencia en su argumentación.

Louis, por su parte, no creía que sus enemigos volvieran a atacarlos en el apartamento. Entre ese incidente y el enfrentamiento en el taller habían perdido a tres hombres. Como mínimo, estarían lamiéndose las heridas. Con ello habían ganado un poco de tiempo, y era mejor utilizarlo en casa, no en un piso franco improvisado o un hotel vulnerable. Ángel había coincidido con él, pero algo en la manera de hablar de Louis lo había inquietado.

«Quiere que vengan», pensó. «Quiere que esto continúe. Le gusta.»

Ángel no le había dicho a nadie que a veces Louis lo asustaba. Ni siquiera se lo había dicho a Louis, aunque se preguntaba si él no lo habría adivinado por su cuenta. No era que temiese que Louis se volviera contra él. Si bien su compañero podía describirse benévolamente como un hombre «mordaz» en determinadas ocasiones, la violencia de la que era capaz nunca la había dirigido contra Ángel. No, lo que asustaba a Ángel era la necesidad de violencia de Louis. Anidaba dentro de él una sed que sólo se saciaba con violencia, y Ángel no acababa de comprender el origen de esa sed. Conocía el pasado de Louis bastante bien, pero no lo sabía todo: partes de ese pasado permanecían ocultas, incluso para él. Por otro lado, también era cierto que Ángel no se lo había contado todo a Louis sobre sí mismo. Al fin y al cabo, ninguna relación podía desarrollarse o sobrevivir bajo el peso de una sinceridad absoluta.

Pero los detalles del pasado de Louis no bastaban para explicar la clase de hombre en que se había convertido, no para Ángel. Enfrentado a una amenaza contra su propia seguridad y la de las mujeres con quienes vivía, el joven Louis había actuado de manera inmediata para eliminar esa amenaza. A sangre fría, había planeado matar al tal Deber, sospechoso del asesinato de su madre, que después había regresado a la casa donde ella vivió con su propia madre, sus hermanas y su hijo adolescente, para sustituirla por otra. Louis había olido en él la sangre de su madre, y Deber, por su parte, con los sentidos alerta para captar toda amenaza potencial, había visto borbotear el deseo de venganza bajo la superficie plácida del muchacho. En su pequeño mundo no había cabida para ambos, y Deber no dudaba de que el chico, llegado el momento, actuaría como un joven exaltado. Sería algo directo: una navaja o una pistola barata adquirida con ese fin. Deber lo vería venir. El chico querría mirarle a los ojos mientras moría, porque ésa era la clase de venganza que buscaría un niño. A distancia no encontraría gratificación, creía Deber.