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– He dicho que sabemos quiénes son ustedes.

– ¿Y eso qué quiere decir?

El Sacerdote señaló al hombre desaliñado de baja estatura.

– Usted es Ángel. -Desplazó un poco el dedo a la izquierda-. Y usted se llama Louis. Su fama los precede, como suele decirse, si no me equivoco, en estas circunstancias.

– ¿Deberíamos sentirnos halagados?

– Yo diría que sí.

Ángel pareció complacido. Louis tomó la palabra por primera vez.

– Tiene que retirar el encargo -dijo.

– ¿Y eso por qué? -preguntó el Sacerdote.

– El detective es coto vedado.

– ¿Bajo la autoridad de quién?

– La mía. La nuestra. La de otras personas.

– ¿Qué otras personas?

– Si dijese que no lo sé, y que a usted no le conviene saberlo, ¿me creería?

– Es posible -repuso el Sacerdote-. Pero ese hombre me ha ocasionado muchos problemas. Es necesario transmitir un mensaje.

– Nosotros también estuvimos allí. ¿Va a encargar que nos liquiden?

El Sacerdote lo señaló con el dedo.

– Ahora es usted quien está metiéndose en coto vedado. Todos somos profesionales. Ya sabemos cómo van estas cosas.

– ¿Ah, sí? Me parece que no trabajamos en el mismo ramo.

– Tiene demasiado buen concepto de sí mismo.

– Tengo buen concepto de una persona.

Si el Sacerdote se había ofendido, lo disimuló. Así y todo, le sorprendió la predisposición de aquellos dos hombres a mantener una actitud hostil yendo desarmados. Lo consideró un comportamiento arrogante y grosero.

– No hay nada de qué hablar. No he encargado a nadie la muerte del detective.

– ¿Eso qué quiere decir?

– Yo mismo me corto el césped. Les saco brillo a mis zapatos. No envío a desconocidos a hacer aquello de lo que puedo ocuparme yo.

– Eso nos pone en bandos opuestos.

– Será porque ustedes quieren. -El Sacerdote se inclinó-. ¿Es eso lo que pretenden?

– Pretendemos vivir tranquilos.

El Sacerdote se echó a reír.

– Me temo que se aburrirían. Yo desde luego me aburriría. -Desplazó las fotos sobre la mesa con los dedos, reordenándolas.

– ¿Esos son amigos suyos? -preguntó Louis.

– Policías.

– Si va tras el detective, se creará más problemas con ellos, y también con nosotros. Pueden ser muy insistentes. No necesita darles más motivos para que se le echen encima.

– ¿Quieren, pues, que deje tranquilo al detective? -preguntó el Sacerdote-. Se preocupan ustedes por mí, por mi negocio, se preocupan por la policía.

– Así es -convino Louis-. Nos preocupamos como ciudadanos conscientes que somos.

– ¿Y yo qué gano?

– Desaparecemos.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo.

El Sacerdote hundió los hombros en un gesto teatral.

– Vale, pues. Cómo no. Ya que ustedes me lo piden, dejo en paz al detective.

Louis no se movió. A su lado, Ángel se puso tenso.

– Así sin más -dijo Louis.

– Así sin más. No quiero problemas con hombres de su…, esto…, de su calibre. Tal vez en el futuro puedan hacerme un favor a cambio.

– Lo dudo mucho, pero nos halaga que lo piense.

– ¿Y ahora quiere tomar algo?

– No -contestó Louis-. No quiero tomar nada.

– Siendo así, la conversación ha terminado.

El Sacerdote se recostó en el asiento y cruzó las manos sobre su apenas prominente barriga. Al hacerlo, levantó un poco el meñique de la mano izquierda. Detrás de Ángel y Louis, Vassily se llevó la mano a la espalda en busca de la pistola metida bajo el cinturón. Los dos hombres de la barra se pusieron en pie y sacaron también sus armas.

– Ya te dije que no aceptaría -comentó Ángel a Louis-. Aunque contestara que sí, él no lo aceptaría.

Louis le lanzó una mirada de desdén. Alcanzó el vaso de Ángel, hizo ademán de tomar un sorbo y se lo pensó mejor.

– ¿Sabe qué es usted? -preguntó-. Es un capo de tres al cuarto.

Y mientras hablaba, actuó. Se movió con tal fluidez, tal elegancia, que Vassily, si hubiese vivido el tiempo suficiente, casi lo habría admirado. A la vez que se levantaba, deslizó la mano bajo la mesa y retiró la pistola escondida allí un rato antes por el hombre que había acompañado al equipo de limpieza. En el mismo movimiento, hundió el vaso con la otra mano en la cara de Vassily. A esas alturas Vassily ya había sacado su arma, sin embargo para él era demasiado tarde. Las dos primeras balas lo alcanzaron en el pecho, pero Louis, sujetándolo, no lo dejó caer a fin de escudarse tras su cuerpo y abrió fuego contra los hombres de la barra. Uno logró descerrajar un tiro, pero se precipitó y la bala hizo impacto inocuamente en la moldura de madera por encima de la cabeza de Louis. Pocos segundos después sólo quedaban en la sala cuatro personas vivas: el Sacerdote, el camarero, y los dos hombres que pronto los matarían a ambos.

El Sacerdote no se había movido. La segunda pistola oculta bajo la mesa estaba ahora en la mano de Ángel, que mantenía encañonado al Sacerdote. Ángel había permanecido inmóvil mientras se producía el tiroteo a sus espaldas. Confiaba en su compañero. Confiaba en él tanto como lo amaba, es decir, absolutamente.

– Todo esto por un detective privado -dijo el Sacerdote.

– Es un amigo -aclaró Ángel-. Y no es sólo por él.

– ¿Y entonces por qué es? -El Sacerdote habló con serenidad-. Sea lo que sea, podemos llegar a un acuerdo. Han dejado ustedes las cosas muy claras. Su amigo está a salvo.

– ¿Espera que nos lo creamos? Si quiere que le sea franco, no parece usted de los que perdonan.

– Pero sí soy de los que quieren vivir.

Ángel se detuvo a pensarlo.

– Está bien tener ambiciones -comentó-. Aunque ésa me parece un poco limitada.

– Abarca mucho.

– Supongo. -Y en cuanto a lo que ha sucedido aquí… Bueno, si tienen clemencia conmigo, otros la tendrán con ustedes.

– Mucho me temo que no va a poder ser -respondió Ángel-. Vi lo que les hacían a esos niños que ustedes iban alquilando por ahí. Es más, sé lo que les hacían. No creo que merezca usted clemencia.

– Eran negocios -adujo el Sacerdote-. No era nada personal.

– Es curioso -respondió Ángel-. Oigo esa expresión muy a menudo. -Alzando la pistola recorrió lentamente con la mira el vientre del sacerdote, el corazón, el cuello, hasta detenerse en la cara-. Pues esto no son negocios. Esto sí es personal.

Disparó al Sacerdote una vez en la cabeza y se puso en pie. Louis miraba por encima del cañón de su pistola al camarero, que estaba tendido en el suelo con las manos separadas.

– Arriba -ordenó Louis.

Cuando el camarero se disponía a ponerse en pie, Louis le disparó y observó de forma impasible cómo se doblaba y, por fin, quedaba inerte en la moqueta mugrienta. Ángel se volvió hacia su compañero.

– ¿Por qué?

– Nada de testigos. Hoy no.

Louis se encaminó hacia la puerta sin pérdida de tiempo. Ángel lo siguió, abrió, lanzó una rápida mirada a la calle e hizo una señal a Louis con la cabeza. Juntos corrieron en dirección al Oldsmobile aparcado en la otra acera.

– ¿Y? -preguntó Ángel mientras ocupaba su asiento y Louis se sentaba al volante.

– ¿Crees que ese hombre no sabía lo que se traían ahí entre manos? ¿Cómo se ganaba la vida su jefe?

– Supongo que sí.

– Entonces debería haber buscado trabajo en otro sitio.

El coche se apartó del bordillo. Por encima del club se abrieron unas puertas y asomaron dos hombres armados. Se disponían a abrir fuego cuando el Oldsmobile giró bruscamente a la izquierda y se perdió de vista.

– ¿Tendrá esto alguna repercusión para nosotros?

– Ese fulano picó demasiado alto. Atrajo la atención. Tenía los días contados. Sólo hemos acelerado lo inevitable.

– ¿Estás seguro?

– Saldremos de ésta. Hemos hecho un favor a cierta gente, y no sólo a Parker. Se ha resuelto un problema, y ellos tienen que mantener las manos limpias.