Ahora Ángel y Louis tenían problemas, y si bien Arno sabía que habían actuado en respuesta a lo ocurrido con anterioridad, que no les había quedado otra elección y que su propia supervivencia, y quizás incluso también la supervivencia de Arno y Willie, dependía de sus actos, no era tan ingenuo como para creer que, en circunstancias normales, unos hombres armados caían del cielo con la intención de matar a alguien así porque sí. Eso era una venganza por algo que Louis había hecho. Arno no quería que Ángel y Louis murieran, pero podía entender que otro sí tuviera razones para quererlo.
Willie se puso en pie y empezó a revolver los papeles del escritorio. Al final, después de caer al suelo una caja de tuercas y varias facturas pendientes, encontró lo que buscaba: su manoseada agenda negra. Pasó las hojas hasta llegar a las letras «N-P».
– ¿A quién vas a llamar? -preguntó Arno, y luego, en un inoportuno intento de bromear, añadió-: ¿A los Cazafantasmas?
En los labios de Willie Brew se dibujó una extraña sonrisa, que puso a Arno aún más nervioso de lo que ya estaba.
– Algo parecido -contestó Willie.
Arno lo vio tomar un bolígrafo y anotar un número: primero un 1, seguido de 2-0-7, y entonces Arno supo a quién iba a pedir ayuda. Se sirvió otro Maker's Mark y añadió un poco más a la taza de Willie.
– Ésta para dar suerte -dijo.
Al fin y al cabo, pensó, si intervenía el Detective, alguien iba a necesitarla. Y esperaba que no fueran Willie y él.
Willie recorrió la manzana hasta el bar de Nate para hacer la llamada. Le preocupaba que los federales tuviesen pinchada la línea del taller. Al principio incluso temió que hubiesen puesto un micrófono en el despacho, pero Willie, a pesar de la mugre y el caos general de su lugar de trabajo, conocía hasta el último centímetro, y habría advertido de inmediato el menor cambio en su entorno. El teléfono ya era otra cosa. Sabía, por los programas de la cadena HBO, que ya no necesitaban colocar diminutos dispositivos en el auricular. La Guerra Fría había quedado atrás. Seguro que les bastaba con apuntarle a uno a la tripa con un aparatejo para averiguar lo que había comido. Willie era especialmente cauto con los teléfonos móviles desde que Louis le informó de lo fácil que era localizarlos e interceptar su comunicación. Le explicó que un móvil actúa como un pequeño faro electrónico, incluso apagado, de modo que era posible detectar la posición del dueño en cualquier momento. La única manera de hacerse invisible era quitándole la batería. Eso era lo que más inquietaba a Willie, la idea de que unos vigilantes escondidos en un búnker podían rastrear todos sus pasos. Willie no estaba dispuesto a irse hasta Montana y vivir en un complejo con hombres que se excitaban viendo El triunfo de la voluntad, pero tampoco le veía sentido a ponerle las cosas más fáciles a las autoridades de lo que ya las tenían. No es que Willie fuera un espía; sólo que no le entusiasmaba la idea de que otros escucharan a escondidas todo lo que decía, por intrascendente que fuese, o que controlaran sus movimientos, y su relación con Louis lo había llevado a tomar conciencia de que podía convertirse, aunque fuera de manera tangencial, en blanco de cualquier investigación centrada en su socio, así que convenía andarse con cuidado.
Cuando entró en el bar, Nate lo saludó con la mano, pero Willie se limitó a responderle con una mueca.
– ¿Qué te pongo? -preguntó Nate.
– Necesito usar tu teléfono -contestó Willie.
Al fondo del bar, donde estaba el teléfono público, cerca de los lavabos de hombres, había un grupo de mujeres jóvenes y vocingleras, y Nate supo, por la voz y la expresión de Willie, que aquélla no era una llamada que pudiesen oír otros.
– Ve a la parte de atrás -dijo Nate-. Llama desde mi despacho. Cierra la puerta.
Willie le dio las gracias y pasó por debajo de la barra. Se sentó tras el escritorio de Nate, un escritorio que, por su pulcritud y sentido del orden, no se parecía en nada al suyo. El teléfono de Nate era un modelo antiguo con disco giratorio, y aunque estaba adaptado a los tiempos modernos, requería una cuidadosa aplicación del dedo índice para marcar. Por una vez que Willie andaba con prisas, resultó que Nate tenía un teléfono que podía haber construido Edison.
En primer lugar, Willie llamó al servicio contestador y dejó un mensaje para Ángel y Louis, repitiendo textualmente lo que el tal Milton le había pedido que dijera, con la vaga esperanza de que uno de los dos recogiera el mensaje antes de que todo aquello llegara más lejos. Después llamó a Maine. Como el Detective no estaba en casa, Willie decidió probar en el bar de Portland donde ahora trabajaba. Tardó un rato en recordar el nombre. Algo Perdido. El Algo Perdido. El Gran Oso Perdido, sí, eso era. Le facilitaron el número en el 411, y una mujer atendió el teléfono. Oyó música de fondo pero no la identificó. Al cabo de un par de minutos, el Detective se puso al aparato.
– Soy Willie Brew -dijo Willie.
– ¿Qué tal, Willie?
– Así así. ¿No has leído los periódicos?
– No, he estado fuera unos días, en Aroostook. He vuelto esta mañana. ¿Por qué?
Willie le resumió lo ocurrido. El Detective no hizo ninguna pregunta hasta que Willie terminó. Se limitó a escuchar. Ése era un rasgo de él que a Willie le gustaba. Quizás aquel hombre le pusiera nervioso por diversas razones, unas reconocibles y otras no, pero a veces poseía una calma que le recordaba a Louis.
– ¿Sabes adónde han ido?
– Al norte del estado. Cerca de Massena. El hombre que nos avisó mencionó a un tal Arthur Leehagen.
– ¿Tenéis algún procedimiento previsto por si pasa algo?
– Hay un servicio contestador. Yo dejo un mensaje, y ellos lo recogen. En principio, cuando están de viaje, lo comprueban cada doce horas. Y eso he hecho, pero no sé cuándo han oído sus mensajes por última vez y, en fin, ya me entiendes, no me ha parecido un asunto como para quedarme de brazos cruzados esperando a que todo se arregle.
El Detective ni siquiera se molestó en preguntarle por los teléfonos móviles.
– ¿Cuál era el nombre que has mencionado antes?
– Leehagen. Arthur Leehagen.
– De acuerdo. ¿Estás en el taller?
– No, estoy en el bar de Nate. Me preocupa que me hayan pinchado el teléfono.
– ¿Por qué iban a pincharte el teléfono?
Willie le explicó la visita de los federales.
– Vaya. Dame el número del bar.
Willie se lo dio y colgó el auricular. Llamaron suavemente a la puerta.
– ¿Sí?
Apareció Nate con una generosa copa de coñac.
– He pensado que tal vez necesitarías esto -dijo-. Invita la casa.
Willie le dio las gracias, pero rechazó la copa con un gesto.
– Gracias pero no -dijo-. Me temo que me espera una larga noche.
– ¿Ha muerto alguien? -preguntó Nate.
– Todavía no -contestó Willie-. Y procuraré que las cosas sigan así.
Cuando volvió al taller casi al cabo de una hora, Arno continuaba sentado en el despacho, pero había guardado la botella de Maker's Mark y en su lugar se percibía el olor a café recién hecho de la máquina Mr Coffee.
– ¿Quieres uno? -preguntó Arno.
– Cómo no.
Willie se acercó a un estante y sacó un atlas de carreteras de la AAA. Lo abrió por la página del estado de Nueva York y empezó a recorrer la ruta con el dedo. Arno llenó un tazón de café, añadió un poco de leche y lo dejó al lado de la mano derecha de su jefe.
– ¿Y bien? -preguntó Arno.
– Un viaje por carretera.
– ¿Vas a ir hasta allí?