– Exacto.
– ¿Te parece buena idea?
Willie se detuvo a pensar por un segundo.
– No -contestó-. Probablemente no lo es.
– ¿El Detective también va?
– sí.
– ¿En coche?
– Sí.
– ¿No podría coger un avión? ¿No sería más rápido?
– ¿Con armas? No es el dueño de Air America.
Willie se planteó quitarse el mono, pero cambió de idea. Se sentía más a gusto con él puesto, y no podía desechar así como así cualquier cosa que le aligerase el ánimo en ese momento. Se puso, pues, una vieja cazadora encima.
– Tú quédate aquí -indicó a Amo-. Por si llaman.
– En cualquier caso no tenía intención de ir -respondió Arno-. No es lo mío, ya te lo he dicho.
– Es que pensaba que te ofrecerías, como en las películas del Oeste.
– ¿Estás de broma? ¿Has visto alguna vez una película del Oeste escandinava?
Willie intentó recordar si Charles Bronson era escandinavo. De hecho, creía que Bronson podía ser lituano. Lituano o algo parecido, eso sí lo sabía.
– Supongo que no -contestó finalmente.
Arno lo siguió hasta la parte de atrás del taller, al patio, donde Willie tenía el viejo Shelby. Daba la impresión de que el coche era incapaz de recorrer cinco kilómetros sin perder piezas y aceite, pero Arno sabía que no había automóvil mejor mantenido a este lado de Nueva Jersey.
– Bien.
Willie miró a Arno y asintió con la cabeza. Arno le devolvió el gesto. De pronto se sintió como la mujercita de la relación. Estuvo tentado de abrazar a Willie o de arreglarle el cuello de la camisa. Al final se conformó con estrecharle la mano a su jefe y aconsejarle cautela.
– Cuida de mi taller -dijo Willie-. Y escúchame bien, si se va todo al garete, cierra y márchate. Ponte en contacto con mi abogado. El viejo Friedman sabe lo que hay que hacer. Te he puesto en mi testamento. Si muero, no tienes por qué preocuparte.
Arno sonrió.
– De haberlo sabido, te habría matado yo mismo hace tiempo.
– Ya, por eso no te lo había dicho. Eso, o habrías estado dándome la lata a todas horas para reclamarme tu parte.
– Conduce con prudencia, jefe.
– No te preocupes. No pagues ninguna factura en mi ausencia.
Willie se subió al coche y echó marcha atrás para salir del patio. Se despidió con la mano y se fue. Arno volvió a entrar, y vio que Willie ni siquiera había tocado el café. Eso lo entristeció.
El viaje al norte era largo, tan largo que Willie jamás había afrontado uno igual sin el debido descanso. Un par de veces se planteó detenerse para tomar un café o un refresco, algo con cafeína y azúcar que lo mantuviese alerta, pero tenía una vejiga diez años mayor que él y no quería malgastar aún más tiempo teniendo que parar en la carretera para orinar veinte minutos después de haber bebido. Escuchó la WCBS hasta que la emisora empezó a perderse; luego sacó una cinta de Tony Bennett de la guantera y la puso. Notaba un nudo en el estómago. Al principio se preguntó si era miedo, pero enseguida se dio cuenta de que era expectación. Hacía tiempo que llevaba una vida muy tranquila, viviendo día a día, dedicándose a lo que le gustaba pero sin matarse, sin ponerse nunca a prueba. Willie pensó que esos tiempos habían quedado atrás, que formaban parte de su juventud, pero se había equivocado. Se palpó la Browning en el bolsillo de la cazadora. Se le antojó demasiado pequeña y ligera para ser útil, pero a la vez parecía que irradiase calor, y creyó notarlo en la pierna. Intentó imaginarse usándola y descubrió que le era imposible. Aquélla era un arma para matar de cerca, y Willie nunca había tenido que mirar a un hombre a la cara mientras le disparaba. En cuanto a su propia muerte, no creía temerla: la manera de morir, quizá, pero no el hecho en sí. Al fin y al cabo, había llegado a una edad en la que morir empezaba a convertirse en una realidad objetiva en lugar de un concepto abstracto.
No, lo que más le preocupaba era la posibilidad de fallar a Ángel y Louis, o al Detective. No quería que eso ocurriese. Quería hacer las cosas bien. Rogó valor para estar a la altura de las circunstancias si llegaba el momento.
Willie calculó que tardaría entre seis y seis floras y media en llegar desde Queens hasta donde había quedado con el Detective. Al menos había autopista la mayor parte del camino, lo que le permitió mantener una velocidad uniforme de ciento veinte kilómetros por hora casi todo el trayecto, y sólo cuando se desvió por la 87, el paisaje y la carretera empezaron a cambiar de verdad y se vio obligado a reducir la marcha. En realidad no veía nada alrededor, pero no hacía falta ser adivino para percibir el cambio en el entorno al pasar de la interestatal a las carreteras secundarias. La autopista mantenía a raya la naturaleza: eran seis carriles de tráfico a gran velocidad, y Willie no sentía más que cierto grado de compasión por los animales atropellados con los que se cruzó a lo largo del camino. Pero cuando abandonó la interestatal para continuar por carreteras menores, se alteraron su ánimo y su perspectiva. Allí la naturaleza estaba mucho más cerca. Los árboles se cernían sobre él, y la única luz que lo guiaba era la de sus propios faros y los reflectores de advertencia insertados de vez en cuando en el asfalto. Llovió durante un rato, y las gotas parecían estrellas nacientes en los haces de las luces largas del coche. Algo pasó volando por su visual, tan grande y tan cerca que por un instante tuvo la certeza de que iba a chocar contra el parabrisas. Al principio pensó que era un murciélago, hasta que cayó en la cuenta de que los murciélagos no alcanzaban ese tamaño, no, fuera de las películas de serie B, y que era de hecho un búho tras una presa. Verlo le produjo una extraña euforia: sólo había visto búhos en televisión o en el zoo. Ni siquiera entonces había imaginado lo grandes y pesados que semejaban en pleno vuelo. Se alegró de no haber topado con él a esa velocidad: el ave le habría arrancado la cabeza.
Willie era un hombre de ciudad, y de Nueva York en particular. No es que para él los campos verdes fuesen simplemente zonas residenciales en espera de ser ocupadas. No carecía por completo de sensibilidad. No, lo que pasaba era que Nueva York no se parecía a los demás estados: su ciudad más extensa lo definía de tal manera que aquello no ocurría en ninguna otra parte del país. Al mencionar Nueva York a la mayoría de la gente, ya fueran norteamericanos o extranjeros, no pensaban en los Adirondacks ni en el río Saint Lawrence, ni en bosques y árboles y cascadas. Pensaban en una ciudad, en rascacielos y taxis amarillos y hormigón y cristal. Eso era Nueva York también para Willie. No lo identificaba con su otra cara rural.
De pronto cayó en la cuenta de que Ángel y Louis debían de haber recorrido ese mismo camino. Les seguía los pasos, iba tras su pista. Esta idea pareció renovar su sentido de misión. Echó un vistazo al cuentakilómetros y calculó que en una hora poco más o menos llegaría al sitio donde debía reunirse con el Detective. Volvió a notar un nudo en el estómago. Sintió el peso del arma en el bolsillo.
Siguió conduciendo.
19
Igual que Ángel y Louis unas horas antes, Willie dejó atrás pueblos pequeños y bosques para adentrarse en un conglomerado de moteles y casinos cerca de la frontera canadiense. Sólo había llegado tan al norte del estado una vez, y en esa ocasión fue más al oeste, a Niágara. Había ido allí de luna de miel con su ex mujer. En enero. Debía de estar loco, pero es que estaba enamorado, claro, y a ninguno de los dos le entusiasmaba el verano. Él ya había sudado y pasado calor de sobra en Vietnam, y ella sencillamente quería ver las cataratas. Le dijo que serían incluso más espectaculares en invierno, rodeadas de hielo y nieve. A él le impresionaron bastante, aunque el frío que lo caló hasta los huesos debería haberle servido como advertencia de lo que vendría después en su vida de casado. Visto lo visto, tendría que haberla metido en un barril allí mismo y tirado por el precipicio.