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Vio el Mustang del Detective aparcado frente a La Guarida del Oso, una gran cafetería para camioneros a unos quince kilómetros de Massena, y experimentó una sensación de orgullo ante el vehículo. Él le había encontrado el coche al Detective y obligó al concesionario a rebajar el precio hasta que pareció que el pobre iba a echarse a llorar. Willie se llevó luego el Mustang al taller y lo desmontó por completo, examinó cada pieza móvil y sustituyó las que estaban gastadas o amenazaban con pasar a mejor vida en uno o dos años. Al verlo allí, mucho más al norte, se sintió como quizá se sintiera un director de colegio al tropezarse con un antiguo alumno al que le habían ido especialmente bien las cosas. Casi esperó que el coche emitiese un suave toque de bocina en señal de reconocimiento cuando se acercó. Después de aparcar dio dos vueltas alrededor del Mustang, sometiendo a un breve examen tanto el interior como el exterior. Al acabar, dejó escapar un suspiro de satisfacción. Había un par de marcas minúsculas en la pintura, y el neumático anterior derecho tenía la banda de rodamiento un poco gastada, pero por lo demás se veía en buen estado. Así y todo, esperaba poder echarle un buen vistazo bajo el capó pronto. No dudaba que en Maine hubiera mecánicos mínimamente aceptables, pero no podían amar a sus criaturas como él. Dio unas palmadas afectuosas al capó y entró en la cafetería pasando por delante de unos raídos osos disecados en una vitrina junto a la puerta, y a los que les faltaba el pelo en algunas zonas. Lo deprimieron y apretó el paso para perderlos de vista.

Eran poco más de las seis de la madrugada y empezaba a clarear. Hacía un rato que había parado de llover, pero el cielo seguía gris y amenazador, y Willie supo que continuaría el mal tiempo. La Guarida del Oso, un establecimiento grande, ya estaba medio lleno de gente desayunando en los reservados. También fumaban. Una vez más recordó Willie que allí no se aplicaban las normas de la ciudad de Nueva York. En la ciudad, si uno intentaba encender un cigarrillo durante el desayuno, tenía a un policía arrodillado sobre la espalda antes de llegar a la sección de humor del periódico, eso en el supuesto de que los otros clientes de la cafetería no lo hubiesen matado antes de una paliza.

El Detective ocupaba un reservado de vinilo rojo al fondo del comedor. A su lado, en el alféizar de la ventana, había una bala de heno falsa hecha de virutas de madera, coronada con un espantapájaros en miniatura y calabazas de plástico. Vestía vaqueros de color azul oscuro, una camiseta negra y una cazadora negra de estilo militar. Pese a la cálida temperatura de la cafetería, no se había quitado la cazadora. Willie adivinaba la razón. Debajo, en algún sitio, llevaba una pistola. El Detective debería haber entregado todas sus armas después de retirársele el permiso y la licencia, pero Willie dedujo que eso sólo era aplicable a las armas de las que tenía constancia la policía. Como Louis, el Detective no era de los que andaban por ahí pregonando todas sus pertenencias.

Ante él había una taza de café y los restos de unos huevos escalfados con beicon. Willie tomó asiento enfrente y apareció una camarera. Pidió café y tostadas. No tenía mucha hambre. Tampoco estaba cansado, o no tanto como se había temido. Eso lo sorprendió. Aunque en general tendía a dormir poco. Normalmente le bastaba con cuatro o cinco horas por noche.

– He visto que no has podido resistirte a echarle una ojeada al Mustang -comentó el Detective. Sonreía.

– Uno los suelta en el mundo y tiene la esperanza de que el mundo los trate como se merecen -dijo Willie-. Sucede como con los hijos.

Vio vacilar la sonrisa del Detective y se arrepintió de haber mencionado a los hijos. Si uno perdía a un hijo, sobre todo como lo había perdido aquel hombre, arrastraba siempre la herida en carne viva.

– ¿Va bien? -preguntó Willie, pasando a un terreno más seguro.

– Va perfectamente.

– Siempre ayuda que no ande recibiendo tiros.

Willie nunca había perdonado del todo al Detective por permitir que su anterior Mustang, localizado también por él, acabase destrozado a balazos en un pueblo perdido de Maine. El coche había quedado irrecuperable, aunque a ese respecto Willie había tenido que confiar en el testimonio de Ángel. Se había ofrecido a transportar el coche de regreso a Queens a su costa para ver qué podía hacerse, pero Ángel, poniéndole una mano en el hombro en un gesto de consuelo, le aseguró en voz baja que quizás eso no fuera una buena idea. Imaginó que sólo de ver lo que quedaba del coche, Willie se llevaría un disgusto de muerte. Habría sido como estar ante un ataúd cerrado en el funeral de un pariente muy querido.

– Por poco que puedo, evito los disparos, eso te lo aseguro -dijo el Detective.

¿Y lo consigues?, estuvo tentado de preguntar Willie. El Detective parecía ejercer una irresistible fuerza de atracción sobre balas, navajas, puños y prácticamente todo aquello capaz de lastimar un cuerpo. A Willie lo ponía nervioso el mero hecho de estar sentado tan cerca de él.

Llegaron el café y las tostadas, y lo distrajeron por un momento de su preocupación por la seguridad personal. El café sabía bien, y sintió que el cerebro respondía a la subida de azúcar y cafeína.

– ¿Podemos hablar aquí? -preguntó Willie.

– Yo no lo haría. Podemos hablar en el coche. Doy por supuesto que no han telefoneado, ¿no?

– No. -De pronto el móvil de Willie emitió un pitido. Lo sacó del mono con un asomo de esperanza, pero vio que era un mensaje de bienvenida a Canadá.

– No estamos en Canadá, ¿verdad que no? -preguntó.

– No a menos que nos hayan invadido discretamente.

– Putos canadienses -comentó Willie, convirtiendo su decepción en ira y apuntándola hacia el norte-. Sería muy propio de ellos.

Volvió a mordisquear su tostada. Eran muchas las preguntas que quería hacer, entre otras si estaban allí solos. El Detective era bueno en lo suyo. Ángel y Louis se lo habían dicho no pocas veces, y no existía razón alguna para dudar de su palabra, pero Willie no tenía muy claro que dos hombres solos fueran capaces de resolver la situación a la que se enfrentaban, fuera cual fuese. Por mucho que apreciase a Ángel y a Louis, Willie no sentía el menor deseo de lanzarse a su pira así porque sí. De repente tomó plena conciencia de la gravedad de la situación, dejó la tostada a medio comer y se le cortó el poco apetito que tenía. Se disculpó y fue al lavabo. Allí se remojó la cara y el cuello con agua fría y se secó con un puñado de toallas de papel. Luego volvió a salir.

La cuenta estaba pagada, y el Detective lo esperaba en la puerta. Si sabía cómo se sentía Willie, no lo demostró.

– ¿Quieres coger algo de tu coche? -preguntó el Detective.

– No. Llevo encima todo lo que necesito.

Instintivamente, Willie se dio un par de palmadas en la Browning, y al instante se sintió ridículo. Parecía un pistolero: un pistolero fanfarrón, de esos que recibían un tiro al final de la tercera bobina. El Detective lo miró con expresión burlona.

– ¿Estás bien, Willie?

– No es ésa la imagen que quería dar -respondió Willie en tono de disculpa-. Ya me entiendes, a lo Harry el Sucio o algo así. Pero es que no estoy acostumbrado a estas cosas.

– Por si te sirve de consuelo, yo hago esto a menudo, más de lo que querría, y tampoco estoy acostumbrado.

Subieron los dos al Mustang, y el Detective arrancó. Recorrieron un par de kilómetros hasta llegar a un aparcamiento vacío, donde el Detective entró y apagó el motor. Sacó unos papeles. Eran imágenes vía. satélite, impresas en alta resolución desde un ordenador. Una mostraba una residencia de gran tamaño. En la segunda se veía un pueblo. Las otras eran de carreteras, ríos, campos.

– ¿De dónde has sacado esto? ¿De la CIA? -preguntó Willie.

– De Google -contestó Parker-. Podría planear la invasión de China desde el ordenador de casa. Arthur Leehagen tiene una finca al sur de aquí; eso que ves ahí, junto al lago, es la casa principal. Parece que hay dos carreteras de entrada y salida, ambas en dirección oeste poco más o menos. Cruzan un río, lo que significa que las tierras de Leehagen están rodeadas de agua casi completamente, salvo por dos estrechas franjas al norte y el sur, donde el río se acerca al lago antes de desviarse. La carretera del sur gira hacia el noroeste, y la carretera del norte hacia el sudoeste, de manera que casi se cruzan cerca de la casa de Leehagen. Las atraviesan otras dos carreteras, que van de norte a sur, la primera cerca del río, la segunda a un par de kilómetros hacia el interior.