Pero el momento culminante de sus vidas tuvo lugar cuando los detuvieron por asesinato en Connecticut. La víctima fue un corredor de apuestas llamado Benny «el Jadeante», que había empezado a practicar la contabilidad creativa sin la aprobación de sus jefes. Dichos jefes eran parientes lejanos de algunos de los individuos implicados en la reyerta por la retirada de basuras que había puesto fin a la vida del padre de los Fulci. Benny el Jadeante debía su apodo a una condena por hacer llamadas telefónicas obscenas y lascivas a diversas mujeres que no se habían sentido ni mucho menos halagadas por sus atenciones. Como Benny había hecho todas las llamadas desde la comodidad de su propia cama, la policía no había tenido grandes dificultades para localizarlo. En el transcurso de su detención, Benny tropezó de mala manera en la escalera de su edificio, debido a que una de las mujeres a quienes había llamado era la esposa de un sargento de la comisaría del barrio. Esta caída dejó a Benny con una leve cojera, y por eso a veces lo llamaban también Benny «el Rengo». A Benny no le hacía mucha gracia ninguno de sus apodos, y había protestado airadamente por el uso de cualquiera de ellos, pero la certera penetración de una bala en su cabeza había resuelto el problema para todos los interesados.
Por desgracia, un buen ciudadano había presenciado el crimen y ofrecido una descripción de los responsables, que casualmente concordaba con la de los hermanos Fulci. Fueron llevados a comisaría, reconocidos en una rueda de identificación y procesados por asesinato. Se encontraron pruebas circunstanciales que confirmaban su presencia en el lugar de los hechos, lo cual casi sorprendió tanto a los Fulci como su identificación inicial en la rueda, dado que ellos no habían matado a nadie, y desde luego no a Benny el Jadeante, alias Benny el Rengo.
El juez, teniendo en cuenta los informes psiquiátricos, los condenó a cadena perpetua, y los mandaron a instituciones distintas: a Paulie a la Penitenciaría Corrigan de Nivel Cuatro, en Uncasville; a Tony a la Penitenciaría Norte de Nivel Cinco, en Somers. Esta última estaba concebida básicamente para el control de los reclusos que habían demostrado ser incapaces de adaptarse al aislamiento y planteaban una amenaza para la comunidad, el personal y los otros reclusos.
Se ordenó la encarcelación inmediata de Tony en ese lugar -ya no pasas más por la casilla de SALIDA ni vuelves a cobrar doscientos dólares- porque su cabeza empezó a liberarse de los grilletes de la medicación en pleno juicio, dando lugar a un altercado en el que un policía del calabozo acabó con una fractura de mandíbula.
Y allí se habrían quedado los hermanos -perplejos, dolidos e inocentes- si los hombres que habían ordenado la muerte de Benny el Jadeante/Rengo no hubieran sentido una punzada de mala conciencia al ver a dos italoamericanos condenados injustamente por asesinato, en especial aquellos dos italoamericanos cuyo padre había muerto en interés del bien criminal, dejando a una viuda considerada por todos un modelo de maternidad étnica. Se hicieron llamadas, y se dio a entender a un abogado de causas perdidas que las sentencias en cuestión no eran sólidas. La acusación contra los Fulci se debilitó más aún cuando en New Haven se detuvo a dos caballeros igual de corpulentos, en posesión del arma que había matado a Benny, después de atentar contra la vida del dueño de un club nocturno. Por lo visto, la pistola tenía un valor sentimental para uno de los dos y se había resistido a desprenderse de ella.
De resultas, los Fulci fueron indultados y puestos en libertad después de treinta y siete meses en la cárcel, además de obtener una sustanciosa indemnización del estado de Connecticut por las molestias. Destinaron esa cantidad a asegurarse de que su madre viviera con comodidad y con elegancia por el resto de sus días. Louisa, a su vez, daba a los hermanos una asignación semanal para gastarla a su antojo. Ellos optaron por destinarla básicamente a la compra de cerveza y chuletas, y un monster truck, un Dodge cuatro por cuatro que habían adaptado hasta el último detalle. Era su bien más preciado en el mundo, después de su madre, y de ellos mismos, el uno para el otro.
Ése era el vehículo que Willis y Harding acababan de destrozar con sus escopetas.
– Joder -exclamó Jackie Garner, ya que era él quien estaba sentado junto a la carretera esperando pacientemente a que los Fulci terminaran de hacer sus cosas en el bosque-, ahora sí que la habéis liado.
Fue en éstas que Harding se dio media vuelta y vio salir del bosque a dos hombres muy corpulentos y muy airados. Uno se cerraba apresuradamente la bragueta. El otro miraba el cuatro por cuatro con expresión de disgusto. Sus rostros, que tendían a la rojez incluso en momentos de calma relativa, habían adquirido el color de un par de ciruelas mutantes. A ojos de Harding, parecían trols con ropa de poliéster, frigoríficos gemelos vestidos con enormes pantalones y cazadoras. Tan anchos eran que ni siquiera podían caminar con normalidad: arrastraban los pies y se tambaleaban como robots. Verlos avanzar torpemente en dirección a ellos desconcertó tanto a Harding y Willis que tardaron un momento en reaccionar, y Harding estaba aún levantando la escopeta cuando el puño de Tony Fulci lo alcanzó en la cara, fracturándole varios huesos simultáneamente y lanzándolo de espaldas contra Willis, que acababa de alzar su propia arma y se disponía a disparar. La descarga atravesó a Harding y lo mató en el acto, al mismo tiempo que Jackie Garner se levantaba y asestaba un golpe en la nuca a Willis con la empuñadura de una pistola. Paulie remató la faena dando algún que otro puñetazo más a Willis, hasta que éste se halló a un paso de abandonar esta vida y seguir a su compañero en busca de la recompensa final, momento en que Paulie desistió porque le dolía la mano.
Tony se volvió hacia Jackie Garner.
– Se suponía que tenías que vigilar el puto cuatro por cuatro, Jackie -dijo.
– Y lo estaba vigilando. Me han pedido que lo moviera, pero las llaves las teníais vosotros. ¿Cómo iba a saber que se liarían a tiros con él?
– Aun así, tenías que haberles dicho algo.
– Lo he intentado.
– ¿Ah, sí? Pues no has dicho lo que debías. -Tony alargó el brazo hacia el bolsillo de Jackie y sacó de un tirón el envoltorio de la choco-latina-. ¿Y cómo has tenido tiempo de acabarte una tableta de Three Musketeers y no has tenido tiempo de vigilar el cuatro por cuatro? ¿No puedes hacer las dos cosas a la vez? O sea, joder, Jackie…, ya me entiendes, era sólo…, joder.
Jackie adoptó una actitud y un tono conciliatorios.
– Lo siento, Tony -dijo-. Creo que no eran personas razonables. No hay manera de hablar con personas poco razonables.
– Pues entonces no tendrías que haber hablado con ellos. Tendrías que haberlos matado.
– No ando matando a gente por un cuatro por cuatro.
– No era un cuatro por cuatro cualquiera. Era nuestro cuatro por cuatro.
Su hermano acariciaba tiernamente el capó del cuatro por cuatro y cabeceaba. Tras una última mirada de desesperación a Jackie, Tony se acercó a él.
– ¿Ha quedado muy mal?
– La tapicería está hecha trizas, Tony. También la chapa tiene algún que otro agujero. Los faros están rotos. Es un desastre. -Estaba al borde del llanto.
Tony dio a su hermano unas palmadas en el hombro.
– Ya lo arreglaremos. No te preocupes. Lo dejaremos como nuevo.
– ¿Sí? -Paulie levantó la vista esperanzado.
– Mejor que nuevo. ¿Verdad, Jackie?
Jackie, presintiendo que la tormenta empezaba a amainar, suscribió la opinión.
– Si alguien puede hacerlo, sois vosotros.
Después de retirar cuidadosamente los cristales, Paulie se subió a la cabina y arrancó el motor. Lo dejó encendido durante un minuto hasta asegurarse de que no había sufrido daños. Tony se quedó junto a Jackie. Willis aún respiraba, pero a duras penas. Tony lo miró. Jackie tuvo la impresión de que quería terminar el trabajo.