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El último asesinato fue en un campo abierto a unos treinta kilómetros al sur del río St. Lawrence, en la región septentrional de los Adirondacks. Era una tierra a la que el fuego y la sequía, la labranza y el ferrocarril, el viento huracanado y la minería habían dado forma. Durante un tiempo el hierro aportó más ganancias que la madera, y el ferrocarril abrió una franja en el bosque, y más de una vez las chispas de las chimeneas de las locomotoras provocaron incendios que requirieron la intervención de hasta cinco mil hombres para sofocarlos.

Una de esas vías de ferrocarril, ahora abandonada, trazaba una curva a través de un bosque de abetos, arces, abedules y hayas pequeñas antes de salir a un claro, reliquia del gran huracán de 1950, que derribó gran cantidad de árboles, nunca replantados. Sólo un abeto sobrevivió al vendaval, y ahora había un hombre de rodillas a su sombra sobre la tierra húmeda. A su lado se alzaba una lápida. El hombre arrodillado había leído el nombre tallado en la piedra cuando lo llevaron allí. Se lo habían mostrado bajo el haz de una linterna antes de la paliza. A lo lejos había una casa con luz en una ventana del piso superior. Le pareció ver una silueta sentada detrás del cristal, observando mientras lo hacían trizas metódicamente con los puños.

Lo habían ido a buscar a su cabaña cerca del lago Placid. Con él se encontraba una chica. Les pidió que a ella no le hicieran daño. Atada y amordazada, la dejaron llorando en el baño. No matarla había sido un pequeño acto de misericordia, pero a él no le darían el mismo trato.

Ya no veía bien. Un ojo se le había cerrado por completo, y nunca volvería a abrirlo, no en este mundo. Tenía los labios partidos y había perdido dientes. Le habían roto costillas, no sabía cuántas. Había sido un castigo metódico pero no sádico. Buscaban información, y él, al cabo de un rato, se la había dado. En ese momento se interrumpió la paliza. Desde entonces permanecía arrodillado en la tierra blanda, y las rodillas se le hundían poco a poco en el suelo, presagiando su inminente entierro.

Desde la casa se acercó una camioneta. Siguió un camino trillado hasta la tumba y allí se detuvo. Tras abrirse las puertas traseras, oyó un ruido mecánico mientras descendían una rampa.

El hombre arrodillado volvió la cabeza. Por la rampa bajó lentamente la figura encorvada de un anciano en una silla de ruedas. Iba envuelto en mantas, como un niño marchito, y un gorro de lana rojo le protegía la cabeza del frío nocturno. Ocultaba su rostro casi por completo una mascarilla de oxígeno colocada sobre la boca y la nariz y conectada a una bombona prendida al respaldo de la silla. Sólo se le veían los ojos, castaños y lechosos. Empujaba la silla un hombre de poco más de cuarenta años, que se detuvo a un par de metros de donde esperaba el hombre arrodillado.

El viejo se quitó la mascarilla con dedos trémulos.

– ¿Sabes quién soy? -preguntó.

El hombre arrodillado movió la cabeza en un gesto de asentimiento, pero el otro prosiguió como si no hubiese recibido respuesta. Señaló la lápida con un dedo.

– Mi primogénito, mi hijo -explicó-. Tú mandaste matarlo. ¿Por qué?

– ¿Y qué importa? -articuló el hombre arrodillado con dificultad.

– A mí sí me importa.

– Vete al infierno. -Volvieron a sangrarle los labios por el esfuerzo-. Ya les he dicho todo lo que sé.

El viejo se llevó la mascarilla al rostro y tomó aire con un estertor antes de hablar otra vez.

– He tardado mucho en encontrarte -dijo-. Os habéis escondido bien, tú y los demás responsables. Cobardes, todos vosotros. Creíais que me perdería en el dolor, pero no fue así. Nunca lo olvidé, nunca dejé de buscar. Juré que vuestra sangre se derramaría sobre su tumba.

El hombre arrodillado desvió la mirada y escupió en el suelo delante de la lápida.

– Acaba ya -dijo-. Tu dolor me trae sin cuidado.

El viejo alzó una mano consumida. Una sombra se proyectó sobre el hombre arrodillado y le descerrajaron dos tiros en la espalda. Cayó de bruces sobre la tumba y su sangre empezó a filtrarse en la tierra. El viejo movió la cabeza, satisfecho de sí mismo.

– Ya ha empezado.

2

Willie Brew estaba en el lavabo de caballeros del bar de Nate, el Tap Joint, mirándose en el maltrecho espejo que había encima del lavamanos igual de maltrecho. Decidió que no aparentaba sesenta años. Bajo una luz adecuada, podía pasar por cincuenta y cinco. Bueno, cincuenta y seis. Por desgracia, aún no había encontrado esa luz en particular. Desde luego, no era la del lavabo de caballeros del bar de Nate, tan intensa que a uno, al mear, le daba la sensación de estar bajo interrogatorio.

Willie era calvo. A los treinta años ya había perdido casi todo el pelo. Después había experimentado con varias maneras de camuflar la calvicie: mechones cruzados sobre la calva, sombreros, e incluso una peluca. Se decidió por una peluca cara, una de esas hechas con fibras de aspecto natural. Pensó que había elegido mal el color o algo así, porque hasta los niños se reían de él, y los amigos que se dejaban caer por el taller mecánico cuando no tenían nada mejor que hacer, que era casi siempre, habían elaborado un muestrario con los diversos tonos de rojo que adquiría su cabeza bajo las distintas luces y sombras del garaje. Willie ya tenía bastantes problemas sin necesidad de convertirse en el hazmerreír de un puñado de inútiles, casi siempre en el paro, como por ejemplo cierto bicho raro de Coney Island: «Venid a ver al Tío de la Peluca: Una Maravilla de los Tiempos Modernos. Con todos los Colores del Arco Iris…». A los seis meses tiró la peluca a la basura. Ahora se conformaba con que la cabeza no le brillase demasiado en público.

Se pellizcó la piel debajo de los pómulos. Tenía profundas grietas en las comisuras de los labios y los párpados, que podrían haber pasado por arrugas de la risa si Willie Brew fuera un hombre que riese mucho, pero no lo era. Willie contó por encima dichas marcas y se maravilló de lo gracioso que debía de encontrar la gente el mundo para acabar con tal cantidad de arrugas. Había que estar loco para que el mundo te hiciera tanta gracia. Tenía capilares rotos en la nariz, vestigio de su atribulada edad mediana, y unos cuantos dientes sueltos. En algún punto a lo largo de la vida había echado también un poco de papada.

Quizá, después de todo, sí que aparentaba sesenta años.

Conservaba la vista, aunque eso sólo le servía para notar con mayor claridad los efectos del proceso de envejecimiento en él. Se preguntó si quienes estaban mal de los ojos se veían alguna vez tal como eran de verdad. Una vista deficiente equivalía a esos suaves filtros usados para fotografiar a las estrellas de cine. Uno podía tener un tercer ojo en medio de la frente y, siempre y cuando este ojo no viera mejor que los otros dos, engañarse con la idea de que se parecía a Cary Grant.

Dio un paso atrás y se examinó la tripa, sujetándosela con las manos como una madre encinta que exhibe su barriga, imagen que lo indujo a apartar las manos rápido y limpiárselas de manera instintiva en los pantalones, como si lo hubieran sorprendido en medio de un acto obsceno. Siempre había tenido tripa. Era de ésos, y no había vuelta de hoja. Daba la impresión de que su dieta empezó a componerse exclusivamente de pizza y cerveza nada más salir del útero. Y no era así. Willie en realidad comía bastante bien para ser soltero. El problema era que llevaba, como decía Arno, su ayudante, la «típica forma de vida indolente», lo que Willie interpretaba en el sentido de que él no salía a correr por ahí vestido de Spandex como un imbécil. Willie intentó representarse vestido de Spandex y decidió que había bebido más de la cuenta si andaba imaginando esa clase de cosas, a solas, en el lavabo de hombres, la noche de su cumpleaños.