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»Pero si yo no tengo ninguna cinta de Connie Francis.»

Vaya, muy listo.

Tenía ya un pie en el suelo cuando se activó el conmutador de mercurio por inclinación y el coche y Ventura se vieron envueltos en llamas.

– Sobrevivió -le comunicó Gabriel a Louis-. Deberías haber buscado otro método.

– Ese me pareció el método apropiado. ¿Seguro que no está muerto?

– No encontraron restos en el coche, pero había fragmentos de piel y ropa adheridos al suelo del garaje.

– ¿Cuánta piel?

– Mucha, por lo visto. Debió de sufrir un dolor considerable. Le seguimos la pista hasta la consulta de un médico en Rokin. El médico estaba muerto cuando lo encontramos, naturalmente.

– Si Ventura vive, volverá por nosotros algún día.

– Quizás. Aunque también es posible que lo único que quede de él sea un cascarón chamuscado con el hombre que conocimos atrapado dentro.

– Podría encontrarlo otra vez.

– No, no lo creo. Tiene dinero y contactos. Esta vez se esconderá mejor. Me temo que tendremos que esperar a que venga por nosotros, si es que viene. Paciencia, Louis, paciencia…

22

Ventura estaba sentado en el comedor de la casa de Arthur Leehagen, de espaldas a la mesa, con un maletín de Hardigg Storm vacío a los pies. Vestía una gabardina y sostenía entre las manos una gorra blanda impermeable. Se hallaba frente a una ventana, pero hasta poco antes no veía nada a través del cristal y mantenía la mirada fija en su propio reflejo. No se sentía cansado. Había llegado muy lejos ya, y el momento que deseaba desde hacía tanto tiempo estaba a punto de llegar.

Recordó aquellas primeras horas, cuando creyó que se le había abrasado la piel de todo el cuerpo, el sufrimiento mientras se adentraba a trompicones en la noche, la cabeza embotada por el dolor. Le había exigido un gran esfuerzo de voluntad compartimentar el padecimiento, despejar un diminuto rincón de su conciencia a fin de que la razón se impusiera al instinto. Había conseguido llegar a un teléfono, y con eso había bastado. Tenía dinero, y con dinero suficiente podía comprarse cualquier cosa: un escondite, transporte, tratamiento para las heridas, una cara nueva, una identidad nueva.

Una oportunidad para vivir.

Pero cuánto dolor. Nunca había desaparecido, no del todo. Decían que con el paso del tiempo uno olvidaba la intensidad del sufrimiento anterior, pero ése no era el caso de Ventura. El recuerdo del dolor padecido había quedado grabado a fuego tanto dentro como fuera de él, en el espíritu y en el cuerpo, y si bien la realidad física de ese dolor se había desvanecido, su recuerdo permanecía muy nítido. Su vestigio bastaba para evocar todo lo que había sido en su momento, y él había utilizado esa capacidad de revivirlo para llegar hasta allí.

Oyó pasos a sus espaldas. Michael Leehagen habló, pero Ventura no se volvió para reconocer su presencia.

– Hemos tomado contacto -anunció.

– ¿Dónde?

– La carretera interior de circunvalación, cerca del cruce sur.

– ¿Los hombres de tu padre han actuado conforme a las órdenes?

Michael guardó silencio por un instante antes de contestar. Ventura sabía que a Michael le dolería que le recordasen la autoridad de su padre. Lo dejó caer por pura diversión. Era un recordatorio de que Michael se había extralimitado en el uso de su autoridad al ordenar el atentado contra la vida de Gabriel. Ventura no lo había olvidado. Habría un ajuste de cuentas una vez concluido el trabajo. Benton, el hombre que había apretado el gatillo, sería el chivo en el altar de la expiación de Ventura. Le correspondía a Ventura, y sólo a Ventura, decidir sobre la vida y la muerte de Gabriel. Ventura comprendía que Gabriel no podía dejar impune su traición, no le guardaba animadversión por la larga cacería posterior. Era a Louis a quien Ventura quería. Louis lo había quemado. Louis había convertido el asunto en algo personal.

– Los han obligado a retroceder. No han tirado a matar.

Ventura dejó escapar un resoplido por la nariz, como la risa de un toro.

– Aunque hubieran tirado a matar, probablemente no habrían dado en el blanco, salvo por error.

– Son buenos en lo suyo.

– No, no lo son. Son matones de pueblo. Son campesinos y comedores de ardillas.

Michael no puso en tela de juicio la exactitud de la afirmación.

– Hay algo más. Hemos perdido contacto con dos de los nuestros, Willis y Harding, en la carretera circular exterior. Un desconocido ha contestado desde su radio.

– Pues os aconsejo que solucionéis el problema.

– En eso estamos. Pero he pensado que debías saberlo.

Ventura se puso en pie y se volvió por primera vez, pero siguió sin hacer el menor caso al hombre que permanecía junto a la puerta. A sus espaldas, en la mesa, apoyado en su bípode Harris, tenía un rifle de largo alcance Chandler XM-3, provisto de raíl Picatinny de titanio y freno de retroceso, junto con un visor óptico diurno Nightforce NXS. El maletín Hardigg contenía también un visor nocturno universal, que Ventura no había acoplado con la esperanza de que hubiese claridad suficiente para seguir el rastro a su presa. Miró por la ventana el progresivo amanecer, un tanto camuflado por la lluvia que había empezado a caer. Por fin se iniciaba el día.

Al lado del Chandler había un segundo rifle, un Surgeon XL. Ventura había dudado entre los dos, aunque decir «dudado» era una exageración de la relativa ecuanimidad con la que ahora eligió. Aunque quizá fuera poco habitual en un hombre de su profesión, Ventura no era muy aficionado a las armas. Había conocido a más de uno en quien las herramientas del oficio ejercían una atracción casi sexual, pero él no sentía la menor afinidad con esa gente. Por el contrario, consideraba esa relación sensual con las armas una debilidad, síntoma de un trastorno más profundo. Ventura sabía por experiencia que eran la clase de hombres que ponían nombres graciosos a sus órganos sexuales y que buscaban en el acto de matar un desahogo parecido al que encontraban en el coito. Semejantes concepciones eran, para Ventura, el súmmum de la estupidez.

El XL era un 338 Lapua Magnum, con una mira Schmidt & Bender 5-25x56 montada en el raíl y un freno de boca de múltiples cámaras para contener el retroceso. La culata era de fibra de vidrio y, en total, el arma no llegaba a pesar siquiera diez kilos. Levantó el rifle, pasó el brazo izquierdo por la correa y dejó que el hombro izquierdo soportara el peso. Siempre había preferido el lado derecho, pero desde aquel día en Amsterdam había aprendido a adaptarse a eso como a muchas otras cosas.