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– ¿Te vas ya?

– Sí.

– ¿Cómo los encontrarás?

– Por el olfato.

El hijo de Leehagen se preguntó si aquel hombre extraño y cubierto de cicatrices bromeaba, y decidió que no. Sin decir nada más, observó a Ventura salir de la casa y atravesar el jardín en busca de su presa.

Cuarta parte

Para algunos de ellos, no podría ser el lugar

que es sin sangre.

Aquí cazan, como siempre han hecho,

pero con garras y dientes desarrollados a la perfección,

tan letales que les cuesta creerlo.

James Dickey (1923-1997),

«El cielo de los animales»

23

Se retiraron de la carretera igual que se habían acercado a ella: con un avance uniforme, cubriéndose tras los árboles, moviéndose uno mientras el otro vigilaba, los dos siempre alertas, aguzando la vista y el oído. Esperaban que las figuras encapuchadas se abalanzaran sobre ellos desde la carretera, calculando la distancia a la que quedarían al alcance de las Steyr, pero no apareció nadie.

Daba la impresión de que la lluvia no amainaría a corto plazo, y ya estaban calados hasta los huesos. Ángel tiritaba y le dolía la espalda. En general, el dolor de sus viejas heridas iba y venía, pero la exposición al frío o la humedad, o correr y las largas caminatas, lo exacerbaban. Ahora notaba tirantez allí donde le habían extraído tejido para los injertos, como si tuviera la piel demasiado tensa en la espalda.

Louis, por su parte, seguía dando vueltas al enfrentamiento en la carretera. Estaba claro que los hombres de Leehagen pretendían contenerlos, y matarlos sólo como último recurso. Sin embargo, no veía ninguna posibilidad de que les permitiesen salir vivos de allí. Los habían atraído al norte con un objetivo, y el objetivo era borrarlos de la faz de la tierra. Habían matado a los Endall, y Louis daba por supuesto que también a los otros equipos. Todos eran buenos en lo suyo, pero no se esperaban que alguien conociese por adelantado cada uno de sus pasos. Leehagen se les había anticipado en todo momento, había previsto su llegada, y la presencia de Loretta Hoyle en la casa inducía a pensar que su padre había participado en la traición.

Pero la tarea de acabar con ellos dos no se había asignado a los hombres de la carretera, ni a ninguno de su clase. Parecía reservada a otro; faltaba por ver quién sería, pero Louis tenía sus sospechas.

Al sudoeste estaban las vaquerizas, el granero con su coche y la casa de Leehagen. ¿Era allí donde se suponía que deberían haber muerto, pillados por sorpresa al entrar en la finca, creyendo que quienes dormían dentro desconocían su presencia? En tal caso, su verdugo habría estado esperándolos allí, y al final tendría que salir a por ellos si ellos no iban a por él. Louis casi había abandonado toda intención de llegar a Leehagen. Estaría protegido, y ya no contaban con el factor sorpresa, y menos pensando que en realidad no había existido ni siquiera al comienzo. Pero ahora había empezado a replanteárselo. Ahora atacar a Leehagen sería al menos una acción inesperada. Los estaban conteniendo esencialmente en la sección este, por donde pasaba la carretera principal, con la idea de que intentarían abrirse paso hasta ella y desde allí buscarían una vía de escape. Louis no sabía hasta qué punto eran realistas sus probabilidades por ese lado. Había una gran distancia que cubrir a pie, e incluso si encontraban un coche y trataban de romper el cordón, se las verían con una persecución motorizada por parte de hombres bien armados y con tramos de carretera elevada, fáciles de bloquear. En cuanto al transporte, su mejor opción era apoderarse del vehículo de alguno de los equipos y contar con que el sistema de comunicaciones no fuese tan rígido como para que cualquier ruptura en el protocolo o la rutina se advirtiesen de inmediato.

Pero si iban al oeste, hacia Leehagen, quedarían atrapados entre dos líneas: los hombres al este y la protección que Leehagen mantuviese cerca de la casa. Y más allá, el lago impedía la retirada, a menos que robaran un bote, cosa que les sería útil sólo en el supuesto de que lograran abrirse camino entre las rocas que Leehagen había plantado en el lecho del río, y en el supuesto también de que pudieran repeler a los hombres de Leehagen, porque lo que sí estaba claro era que serían incapaces de matarlos a todos.

La granja en medio del bosque, que Louis recordaba de las imágenes por vía satélite, ofrecía otra opción. Podían pedir ayuda por teléfono y parapetarse dentro con la esperanza de mantener a raya a sus perseguidores hasta el momento del rescate. Le debían favores: podía contar con la llegada de un helicóptero en menos de una hora. Sería un aterrizaje complicado, pero los hombres a quienes Louis llamaría estaban habituados a eso.

Llegaron a la granja. Era una casa de dos plantas pintada de rojo, aunque con el tiempo había perdido color y ahora era de un marrón desvaído, de manera que parecía de hierro oxidado, como un fragmento de barco desgajado de la estructura principal y abandonado allí, cerca del agua, para que se pudriera. Se accedía a ella por un camino de tierra cuya existencia Louis había dado por supuesto pese a quedar oculto entre los árboles en las fotografías vía satélite. En el jardín, convertido en huerto, no había césped. A su derecha, las gallinas cloqueaban invisiblemente en su gallinero, rodeado de una alambrada para impedir el paso a los depredadores. A su izquierda se alzaba una vieja leñera, con la puerta abierta y los troncos ya amontonados y tapados dentro en previsión del invierno. Detrás, salía humo blanco a ráfagas de una caldera verde de leña.

Dentro de la casa se veía luz y la chimenea también humeaba. Junto a la puerta trasera había aparcada una furgoneta vieja con una jaula de madera en la caja. Apestaba a excremento animal.

– ¿Cuál es el plan? -preguntó Ángel, pero la pregunta se contestó por sí sola. Se abrió la puerta trasera y apareció una mujer en el porche cubierto. Aparentaba algo más de cuarenta años, pero vestía como si fuera mucho mayor y tenía demasiadas canas para su edad. En su rostro se traslucía una vida dura, decepciones, esperanzas y sueños que se le habían escurrido como polvo entre las manos.

Al mirar a los dos hombres, vio sus armas y habló.

– ¿Qué quieren? -preguntó.

– Refugio, señora -contestó Louis-. Usar el teléfono. Ayuda.

– ¿Tienen por costumbre pedir ayuda con armas en la mano?

– No, señora.

– Podría decirse que somos víctimas de las circunstancias -intervino Ángel.

– Pues yo no puedo ayudarlos. Váyanse, más les vale que sigan su camino.

Louis no pudo por menos de admirar su valor. Pocas mujeres se habrían atrevido a mandar a paseo a dos hombres armados.

– Disculpe, señora -dijo-. Me temo que no entiende la situación.

– La entendemos perfectamente -dijo una voz detrás de él. Louis no se movió. Sabía lo que vendría a continuación. Al cabo de un momento sintió en la espalda el contacto del doble cañón-. ¿Sabes qué es esto, hijo?

– Sí.

– Bien. Pues suelta el arma. Tu amigo puede hacer lo mismo.

Louis obedeció, dejó caer la Steyr pero acercó la mano derecha a la Glock que llevaba al cinto. Aparecieron unos dedos pequeños que se llevaron la Steyr, y acto seguido hicieron lo mismo con el arma de Ángel.

– Como muevas la mano un centímetro más, hijo, te aseguro que no vivirás para sentir la próxima gota de lluvia en la cara.

Louis detuvo la mano en el acto. Lo cachearon bruscamente y le quitaron la Glock. La misma voz preguntó a Ángel dónde tenía la pistola, y él contestó enseguida y sin mentir. Mirando de reojo a su izquierda, Louis vio a un joven alto registrar a Ángel y retirar la pistola de su cintura. Habían quedado desarmados.