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Louis miró el cielo.

– Tal vez pare de llover.

– La esperanza es lo último que se pierde, supongo.

– Necesitamos armas.

– Tendremos que matar a alguien para conseguirlas.

– Podríamos volver y quitárselas al viejo.

Por unos segundos contemplaron la posibilidad. Sabían cómo acabaría la cosa. Pese a las fanfarronadas y las armas del viejo, su familia y él no eran rivales para ellos. Pero había una niña en la casa, y Louis había visto en los ojos de Thomas que plantaría cara si regresaban. Habría heridos, quizás incluso muertos. No, allí no volverían.

– Esperan que huyamos, que intentemos atravesar el cordón -dijo Louis-. No prevén que hagamos lo que hemos venido a hacer.

– ¿Hablas de ir a casa de Leehagen?

– Sí.

– A falta de otra cosa mejor, eso se acerca a un plan. -Ángel se escurrió el agua de la cazadora-. ¿Qué vamos a hacer? ¿Ahogarlo?

– A falta de otra cosa mejor…

Siguieron caminando.

– ¿De verdad me echas la culpa de todo esto? -preguntó Louis después de unos minutos en silencio.

Ángel reflexionó.

– El culpable soy yo.

Louis se quedó callado por un momento.

– ¿Eso es verdad?

– No -contestó Ángel, y volvió a estornudar-. Te culpo a ti.

24

Willie Brew y el Detective cruzaron el puente y avanzaron otros cien metros por la carretera hasta llegar a un cruce. Bueno, podía llamarse cruce, pero, por lo que a Willie se refería, eran dos carreteras que llevaban exactamente a ninguna parte, una de este a oeste, la otra hacia el sur. Ninguna de las dos resultaba muy sugerente, aunque para Willie una franja de asfalto sin un supermercado, un par de restaurantes de comida rápida y quizás uno o dos bares apenas llegaba a la categoría de carretera.

– ¿Quiénes son esos tipos, exactamente? -preguntó Willie.

La duda venía inquietándole desde que llegaron al puente. Llevaba sólo una hora en aquel rincón dejado de la mano de Dios y ya había visto dos cadáveres y, según el Detective, los muertos debían de pertenecer a su bando, lo que inducía a Willie a pensar que las probabilidades a su favor habían empezado a menguar. Ahora resultaba que el resto de los miembros de la supuesta misión de rescate habían desaparecido, y por lo visto su ausencia había defraudado más que sorprendido al Detective. Nada de aquello servía para tranquilizar a Willie, y empezó a pensar que quizás Arno había actuado con sensatez quedándose donde estaba, y que quizás él debería haberse quedado también.

En ese momento asomó por el oeste el cuatro por cuatro más grande que Willie había visto en la vida. Era de color negro azabache, con los neumáticos de tal tamaño que si uno se subía encima y saltaba al suelo desde lo alto se arriesgaba a fracturarse un tobillo a causa del impacto. Al acercarse el vehículo, Willie advirtió también que no tenía parabrisas y que los dos faros estaban rotos. El asiento de la cabina era lo bastante amplio para acomodar a cuatro adultos holgadamente, pero en ese momento parecían ocuparlo tres hombres, y muy apretados, más que nada porque la anchura de dos de ellos era tal que podían acabar calificándolos de construcciones ilegales si se quedaban quietos en el mismo sitio durante mucho tiempo. El hombre comprimido entre ellos, que no era lo que se dice un alfeñique, tenía una expresión de calma beatífica, como si esa situación no sólo le resultase familiar, sino de hecho muy grata, a pesar de la lluvia.

– Joder -exclamó Willie sin querer. De pronto, la Browning se le antojó pequeña en la mano, sin potencia suficiente para frenar a ninguno de esos hombres. Sería como disparar malvaviscos a tres elefantes en plena carga.

– Tranquilo -dijo el Detective-. Son de los nuestros.

No parecía alegrarse mucho de ello.

El cuatro por cuatro se detuvo a dos metros escasos del Mustang. Hasta ese momento iba a tal velocidad que Willie dudó que fuese a parar. Vistos de cerca, los dos grandullones parecían locos de atar y por unos segundos dio la impresión de que arrollarían el Mustang, aplastándolo bajo las ruedas de su vehículo mientras éste avanzaba hacia quienquiera que hubiese incurrido en su cólera. Willie calculó que las probabilidades de supervivencia de tal individuo oscilaban entre mínimas y nulas.

El Detective se apeó; Willie también. Los dos grandullones salieron del cuatro por cuatro cada uno por su lado, apoyando el pie en un estribo detrás de las ruedas antes de saltar al suelo. Willie no habría podido asegurarlo, pero tuvo la sensación de que la tierra tembló con el impacto.

– Te presento a Tony y Paulie Fulci -dijo el Detective en voz baja-. El del medio es Jackie Garner. Es el cuerdo, aunque en este caso se trata de algo muy relativo.

Willie no conocía a Jackie Garner, pero sí había oído hablar de los Fulci. Ángel había aludido a ellos en el tono que suele reservarse a las fuerzas de la naturaleza, a los huracanes o los terremotos, por ejemplo, dando a entender que con los Fulci, como con esos fenómenos meteorológicos y sísmicos, también convenía mantenerse lo más lejos posible. En esos momentos no podía decirse que Willie estuviese muy lejos de los Fulci, y por tanto había entrado sin querer en una zona de desastre móvil.

– ¿Qué le ha pasado al cuatro por cuatro? -preguntó el Detective.

– Unos tipos, eso le ha pasado -contestó Paulie y señaló a Jackie con el pulgar-. Y él no ha sido de gran ayuda.

– Ya hemos hablado de eso -saltó Jackie-. Ha sido un malentendido.

– Sí, ya… -dijo Paulie. Era evidente que el asunto todavía levantaba ampollas.

– ¿Dónde están los tipos en cuestión? -quiso saber el Detective.

Se produjo un incómodo movimiento de pies.

– Uno no anda muy fino -contestó Tony.

– ¿Y cómo anda?

– Está fuera del mundo. Podría ser que no vuelva a despertarse. Le he pegado tirando a fuerte.

– ¿Y los otros?

– El otro -corrigió Jackie-. Eran sólo dos.

– Tampoco anda muy fino -dijo Tony, cada vez más abochornado-. De hecho, ya no volverá a andar nunca más. Ha sido un accidente, digamos -concluyó con poca convicción.

El Detective sabía mantenerse impasible, eso había que reconocerlo, pensó Willie.

– ¿Habéis averiguado algo provechoso cuando aún andaban? -preguntó.

Tony negó con la cabeza y fijó la mirada en el suelo.

– Pero sabemos cómo se comunican -terció Jackie Garner-. Llevan radios en las furgonetas. -Se detuvo a pensar por un momento-. Aunque respecto a eso también tengo una mala noticia -prosiguió.

– ¿Ah, sí? -preguntó el Detective con visible hastío.

– He contestado a una llamada.

– No me lo puedo creer.

– He pensado que a lo mejor me enteraba de algo.

– ¿Y te has enterado de algo?

– Me he enterado de que no valgo para las imitaciones.

– Muy gracioso, Jackie.

– Perdona, tío, ha sido sin pensar.

– Así que ahora saben que estamos aquí.

– Supongo.

El Detective se apartó de los tres hombres. Willie permaneció callado. Tenía la impresión de estar otra vez en Vietnam. Ésa era una pifia más desarrollándose ante sus propios ojos. Empezaba a sentir el cansancio y estaba calado hasta los huesos. También dio por supuesto que las cosas irían a peor antes de ir a mejor.

En ese momento oyeron un ruido que rompió el incómodo silencio. Se acercaba un vehículo. El Detective reaccionó al instante.

– Willie, esconde el Mustang -ordenó-. Llévalo hacia el puente. Paulie, sube al cuatro por cuatro. Ve en dirección este, pero despacio, que te vean. Jackie, Tony, entre los árboles, conmigo. Disparad a menos que parezca que van a misa.

Nadie discutió ni puso en duda sus órdenes. Todos obedecieron al pie de la letra. Willie entró en el Mustang, cambió de sentido y volvió por donde habían llegado, sin detenerse hasta perder de vista el cruce. Entonces apagó el motor y esperó. Le costaba respirar, pese a no haber hecho ningún esfuerzo físico. Se preguntó si era un infarto. Flexionó el brazo izquierdo para asegurarse de que no se le entumecía. Le constaba que ése era uno de los síntomas. Movió el brazo sin mayor problema. Ajustó el retrovisor y mantuvo la mirada fija en la carretera detrás de él. Había dejado la Browning en el asiento del acompañante. Tenía una mano en la llave de contacto y la otra en la palanca. Si por esa curva aparecía alguien que no reconocía, se largaba de allí. Saldría como un rayo. Eso por descontado.