En ese momento empezó el tiroteo.
El Detective se había apostado al oeste de la carretera, Tony Fulci y Jackie al este. Se acercó un Bronco, y los tres apuntaron sus armas. Al ver a Paulie alejarse en el enorme cuatro por cuatro, el conductor del Bronco aceleró. En el asiento del acompañante iba un hombre con una escopeta cruzada ante el cuerpo. De pie en la caja de la furgoneta, un tercer hombre, apoyado en el techo de la cabina con un rifle en las manos, ponía la mira en la luna trasera del vehículo de Paulie.
No hubo aviso. Dos orificios aparecieron casi simultáneamente en el parabrisas del Bronco. El conductor se desplomó sobre el volante y, al golpear el cristal con la cabeza, lo manchó de sangre. De inmediato la furgoneta comenzó a virar hacia la derecha. El acompañante se ladeó para intentar evitar el giro, mientras fuera, en la caja, el hombre del rifle se sujetaba desesperadamente a la barra de seguridad. Varios disparos más traspasaron el parabrisas, y la furgoneta salió de la carretera y se precipitó por el terraplén del lado este. Fue a estrellarse contra un pino, sin sufrir grandes daños gracias a las barras de protección del parachoques delantero; el hombre del rifle salió despedido de la caja y cayó de forma pesada en la hierba. Allí se quedó tendido, inmóvil.
El Detective fue el primero en abandonar el amparo de los árboles. Tony y Jackie cruzaron la carretera para reunirse con él. El Detective mantuvo la pistola apuntada hacia los dos hombres de la cabina, pero era obvio que ambos ya estaban muertos. El conductor había sido alcanzado en el cuello y el pecho. El acompañante podría haber sobrevivido a los disparos iniciales, pero al chocar la furgoneta contra el árbol no llevaba puesto el cinturón de seguridad. Era un hombre corpulento, y a esa velocidad, con la fuerza del impacto de la cabeza contra el parabrisas ya dañado, se había roto el cristal, de modo que ahora la mitad superior de su cuerpo yacía sobre el capó de la furgoneta mientras la pierna derecha permanecía enredada con el cinturón que quizá lo habría salvado.
El Detective se aproximó a Tony y Jackie, que estaban junto al hombre caído en tierra. Jackie recogió el rifle y lo lanzó entre los árboles. El herido gemía en voz baja y se sujetaba el muslo derecho. Tenía la pierna retorcida por la rodilla y el pie en un ángulo antinatural respecto a la articulación. El Detective hizo una mueca al verlo. Se arrodilló en la hierba y se inclinó para hablar al oído del hombre.
– Eh -dijo-. ¿Me oyes?
El hombre asintió. Enseñaba los dientes en un gesto de dolor.
– La pierna… -dijo.
– Se te ha roto. No podemos hacer nada, aquí no.
– Me duele.
– No me extraña.
Para entonces, Paulie había dado la vuelta al cuatro por cuatro y se detenía en la carretera por encima de ellos. El Detective le indicó que se quedara allí vigilando, y Paulie se dio por enterado con una seña.
– ¿Lleváis algo para el dolor en el cuatro por cuatro? -preguntó el Detective a Tony.
– Hay un Jack Daniel's -contestó Tony. Pensó por un momento-. Y unas cuantas pastillas y demás. Los médicos nos dan tantas cosas que no sé ni para qué sirven. Iré a mirar en la guantera.
Se alejó con paso pesado. El Detective volvió a centrar la atención en el herido.
– ¿Cómo te llamas?
– Fry. -El hombre consiguió pronunciar la palabra entre jadeos-. Eddie Fry.
– Vale, Eddie. Quiero que me escuches bien. Vas a explicarme qué está pasando aquí exactamente y después te daré algo para el dolor. Si no me dices lo que quiero saber, uno de estos grandullones te pisará la pierna. ¿Queda claro?
Fry asintió con la cabeza.
– Buscamos a unos amigos nuestros. Dos hombres, uno negro y otro blanco. ¿Dónde están?
Eddie Fry mecía el tronco, como si así pudiera bombear parte del dolor de la pierna para eliminarlo.
– En el bosque -dijo-. Lo último que hemos sabido era que estaban al oeste de la carretera interna de circunvalación. Nosotros no los hemos visto. Nuestra misión consistía en ofrecer apoyo por si conseguían atravesar el cordón.
– Han venido con más gente. Dos de ellos están muertos allí en el puente. ¿Qué ha sido de los demás?
Saltaba a la vista que Fry era reacio a contestar. El Detective se volvió hacia Jackie.
– Jackie, písale un poco el pie.
– ¡No! -Eddie Fry levantó las manos en actitud de súplica-. ¡No, eso no! Están muertos. No los hemos matado nosotros, pero están muertos. Yo sólo trabajo para el señor Leehagen. Antes cuidaba el ganado. No soy un asesino.
– Sin embargo, intentabas matar a nuestros amigos.
Fry negó con la cabeza.
– Nos ordenaron que no los dejáramos marchar, pero no debíamos hacerles daño. Por favor, la pierna…
– Ya nos ocuparemos de eso a su debido tiempo. ¿Por qué no debíais matarlos?
Fry empezó a perder el sentido. El Detective lo abofeteó con fuerza en la mejilla.
– Contesta.
– Otra persona. -Fry tenía el rostro contraído por el dolor y sudaba de tal modo que ni siquiera la lluvia podía impedir que lo cegara la sal-. Debía matarlos otro. Ése era el acuerdo.
– ¿Quién?
– Ventura. Va a matarlos Ventura.
– ¿Quiénes Ventura?
– ¡No lo sé! Te juro por Dios que no lo sé. Ni siquiera lo conozco. Está por aquí, en algún sitio. Va a darles caza. Por favor, por favor, la pierna…
Willie Brew se había reunido con ellos. Muy pálido, permanecía a un lado, escuchando. Toni Fulci regresó con dos bolsas de plástico transparente llenas a rebosar de fármacos. Las dejó en el suelo y empezó a revolver los envases y frascos, examinando los nombres genéricos y desechando los que no consideraba útiles para el caso.
– Bupirona: ansiolítico -dijo-. Nunca nos han servido de nada. Clozapina: antipsicótico. Ni siquiera recuerdo haberlo tomado. Trazodona: antidepresivo. Ziprasidona: otro antipsicótico. Loxapina: antipsicótico. Tío, parece como si hubiera una lógica…
– Oye, que no tenemos todo el día -apremió el Detective.
– No quiero darle algo y que luego no vaya bien -adujo Tony.
Willie tuvo la impresión de que se enorgullecía de sus conocimientos farmacológicos.
– Tony, por lo que se ha visto, nada de eso va bien.
– Ya, en nuestro caso no. Pero en el suyo a lo mejor sí. Mira: florazepán. Es un sedante, y aquí también hay un poco de eszopiclona. Hazle un cóctel con esto. -Sacó un botellín de Jack Daniel's del bolsillo de la cazadora y se lo entregó al Detective junto con cuatro pastillas.
– Eso parece mucho -observó Jackie-. No queremos matarlo.
Willie miró a los muertos en la cabina manchada de sangre y luego otra vez a Jackie.
– ¿Qué? -dijo Jackie.
– Nada -contestó Willie.
– No es lo mismo -aclaró Jackie.
– ¿El qué?
– Pegarle un tiro a alguien que envenenarlo.
– Supongo que no -dijo Willie.
Empezaba a arrepentirse de haber ido. Más sangre, más cadáveres, un herido tumbado en la hierba en pleno sufrimiento. Había oído a Eddie Fry: no era un asesino, era sólo un labriego obligado a prestar un servicio. Quizá Fry sabía lo que los otros pretendían, y en ese sentido tenía cierta responsabilidad, pero estaba fuera de su elemento con hombres como el Detective. Fry y sus amigos eran corderos de camino al matadero. Willie no se esperaba que las cosas se desarrollaran así. No sabía bien qué se había esperado, y se dio cuenta, una vez más, de lo ingenuo que había sido. Allí él estaba tan fuera de lugar como el propio Fry. Willie no se había comprometido a matar a nadie, pero estaban muriendo hombres.