El Detective entregó los comprimidos a Fry y luego le aguantó la botella para que se los pudiera tragar acompañados de Jack Daniel's. Dio la botella al herido y se acercó a la cabina de la furgoneta accidentada. Abrió la puerta del acompañante y retiró las armas. Luego encontró una de las radios. Parecía intacta, pero cuando la levantó, la tapa trasera se desprendió y quedaron a la vista las entrañas destrozadas. Irritado, la lanzó al bosque y después miró hacia el oeste.
– Están allí, en algún sitio -dijo-. La cuestión es cómo encontrarlos.
25
El hombre apoyado en el techo del Ford Ranger estaba empapado. Se llamaba Curtis Roundy, y si alguien agitaba un palo delante de él, podías apostar cinco contra veinte a que Curtis siempre encontraría la manera de agarrarlo por la punta manchada de mierda, o al menos esa impresión tenía él. Por mucho que se esforzara en evitar situaciones en las que debía sacrificar su comodidad y satisfacción personales por el concepto que otro tenía del bien mayor, Curtis acababa inevitablemente con un tenedor en la mano cuando caía sopa del cielo, o experimentando un suave goteo de orina en la espalda mientras le aseguraban que en realidad era lluvia. Al menos eso sí era sólo lluvia, y el poncho lo resguardaba un poco, pensó con los prismáticos ante los ojos y los pies chapoteando dentro de las botas.
Así y todo, no era un gran consuelo. Se habría sentido mucho más a gusto sentado en la cabina en lugar de estar a la intemperie expuesto a los elementos, pero Benton y Quinn no eran la clase de hombres que se atenían a razones o se preocupaban mucho por el bienestar ajeno. No contribuía a mejorar las cosas el hecho de que Curtis fuera quince años menor que ellos y pesara mucho menos que cualquiera de los dos, con lo que no le quedaba más remedio que dejarse mangonear en tales situaciones. Entre todos los hombres con quienes podía haber formado equipo, no había ninguno peor que Benton y Quinn. Eran miserables, mezquinos e imprevisibles en el mejor de los casos, pero Benton, después de sus experiencias en la ciudad y de la reacción del hijo de Leehagen a su regreso, se había convertido en un auténtico animal. Tomaba una pastilla detrás de otra para el dolor del hombro y la mano, y había tenido un desagradable enfrentamiento con el tal Ventura, de resultas del cual lo habían exiliado al monte, viéndose excluido de lo que estaba por venir. Curtis había oído parte de la conversación y visto la mirada que Ventura lanzó a Benton cuando éste salió de la casa hecho una furia. El asunto entre ellos no había quedado zanjado ni remotamente, y si bien Curtis se reservó su opinión, no auguraba a Benton un feliz desenlace en futuros encuentros. Desde entonces Benton hervía en cólera, y Curtis casi oía el borboteo de la lenta ebullición.
Edgar Roundy, el padre de Curtis, había trabajado en la mina de talco del señor Leehagen, y aunque murió infestado de tumores, ni una sola vez echó la culpa de lo ocurrido a su jefe. El señor Leehagen le puso un plato en la mesa, un coche delante de casa y un techo sobre la cabeza. Cuando lo invadió el cáncer, lo atribuyó a la mala suerte. No era tonto. Sabía que el trabajo en una mina, ya fuera de talco, sal o carbón, no iba a proporcionarle una vida larga y feliz. Cuando la gente empezaba a hablar de demandar al señor Leehagen, Edgar Roundy se daba media vuelta y se marchaba. Eso hizo hasta que ya no podía andar, y entonces murió. A cambio de su lealtad, el señor Leehagen dio al hijo de Edgar un empleo que no implicaba la ingesta de amianto para ganarse la vida. Edgar, si aún viviese, se habría conmovido ante semejante gesto.
Curtis tenía inteligencia suficiente para saber que se había librado de una buena cuando la mina cerró y el señor Leehagen consideró oportuno ofrecerle una ocupación alternativa. Eran muchos los que en otro tiempo habían trabajado para los Leehagen y ahora se las arreglaban con la clase de pensiones que los condenaban al menú familiar de Kentucky Fried Chicken y hamburguesas de serrín como base de su dieta. No sabía bien por qué le había sonreído la fortuna a él y no a otros, aunque podía deberse en parte a que el viejo señor Leehagen, cuando gozaba de mucha mejor salud, hacía alguna que otra visita recreativa a la señora Roundy mientras su marido, con un arranque de tos perruna tras otro, sacrificaba la vida en la mina en medio de la mugre y el polvo. El señor Leehagen era el amo y señor de todo lo que se veía hasta donde alcanzaba la vista, y no habría sido impropio de él acogerse a una nueva versión del derecho de pernada, la ancestral prerrogativa de las clases dominantes, si le venía en gana y había a mano una mujer que se prestase. Curtis no se daba por enterado de las antiguas visitas diurnas del señor Leehagen, o al menos se había convencido de que no lo sabía, si bien hombres como Benton y Quinn eran muy capaces de sacarlo a relucir cuando necesitaban un poco de diversión. La primera vez que lo hicieron, Curtis respondió a sus pullas lanzándole un puñetazo a Benton, y casi lo muelen a palos por tomarse la molestia. Curiosamente, Benton empezó a respetarlo un poco más como consecuencia de aquello. Así se lo dijo a Curtis mientras lo golpeaba una y otra vez en la cara.
En ese preciso momento Benton y Quinn estaban como cubas. Al señor Leehagen y su hijo no les haría ninguna gracia enterarse de que bebían en horas de trabajo. Michael Leehagen había insistido en la importancia de contener a los dos intrusos. Todos debían permanecer alertas, había dicho, y todos debían obedecer sus órdenes. Una vez concluido el trabajo, habría gratificaciones para todos. Curtis no quería ver peligrar su gratificación. Para él, contaba hasta el último centavo. Tenía que alejarse de todo aquello: de los Leehagen, de hombres como Benton y Quinn, del recuerdo de su padre marchitándose a causa del cáncer y resistiéndose sin embargo a escuchar cualquier crítica contra Leehagen, el hombre que negaba la existencia real de la enfermedad que estaba matándolo. Curtis tenía amigos en Florida que se ganaban un buen dinero como tejadores, a lo que contribuía el hecho de que cada año, debido a los huracanes, volvían a requerirse sus servicios. Le permitirían participar como socio, siempre y cuando aportase algo de capital. Curtis había ahorrado casi cuatro mil dólares, y el señor Leehagen le debía otros mil, sin contar la posible gratificación que recibiría por el trabajo actual. Se había fijado la meta de reunir siete miclass="underline" seis mil para entrar en el negocio de tejados, y mil para cubrir gastos una vez en Florida. Ahora ya estaba cerca, muy cerca.
El repiqueteo de la lluvia en la capucha del poncho empezaba a provocarle dolor de cabeza. Se apartó los prismáticos de los ojos para descansar la vista, cambió de posición en un vano esfuerzo por estar más cómodo y reanudó su labor de vigilancia.
Advirtió un movimiento al sur en el linde del bosque: dos hombres. Golpeteó el techo para avisar a Quinn y Benton. La ventanilla del acompañante se abrió, y a Curtis le llegó el olor del alcohol y el humo del tabaco.
– ¿Qué pasa? -Era Benton.
– Los veo.
– ¿Dónde?
– No lejos de la casa de los Brooker, avanzando en dirección oeste.
– Detesto a ese viejo cabrón, a él, a su mujer y al bichejo de su hijo -dijo Benton-. El señor Leehagen tendría que haberlos despachado de sus tierras hace tiempo.
– Seguro que el viejo no los ha ayudado -afirmó Curtis-. Sabe lo que le conviene.
Aunque no tenía tan claro que eso fuera verdad. El señor Brooker era un hombre de mal carácter, y tanto él como su familia evitaban cualquier trato con los hombres que trabajaban para el señor Leehagen. Curtis no entendía por qué el señor Brooker no vendía su propiedad y se marchaba, pero imaginaba que también eso formaba parte de su mal carácter.