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– Sí -dijo Benton-. El viejo Brooker puede ser un tocacojones, pero no es tonto.

Asomó una mano por la ventanilla con una botella de aguardiente casero y se la ofreció a Curtis. Aquél era el brebaje elaborado por el propio Benton. Quinn, todo un experto en tales asuntos, opinaba que aquél, para ser un alcohol de grano primitivo, era tan bueno como cualquiera de los que podían comprarse en los alrededores, aunque eso no era mucho decir. No provocaba ceguera, ni hacía orinar sangre, ni causaba ninguno de los desafortunados efectos secundarios que a veces acompañaban el consumo de un matarratas casero, y eso, a juicio de Quinn, lo convertía en una bebida de alta calidad.

Curtis alcanzó la botella y se la llevó a la boca. Sólo de olerlo le dio vueltas la cabeza y al instante pareció exacerbarse el dolor dentro de su cráneo, pero de todos modos bebió. Tenía frío y estaba empapado. El aguardiente no podía empeorar las cosas. Por desgracia, sí las empeoró. Fue como tragar fragmentos de cristal caliente que habían estado largo tiempo en un viejo depósito de gasolina. En un arranque de tos escupió la mayor parte sobre el metal a sus pies, donde el agua de lluvia hizo lo posible por diluirlo y llevárselo.

– A la mierda -dijo Benton. El motor se puso en marcha-. Entra aquí, Curtis.

Curtis bajó de un salto y abrió la puerta del acompañante. Quinn mantenía la mirada fija al frente, con un cigarrillo colgando de los labios. Medía por encima del metro ochenta, unos diez centímetros más que Curtis, y tenía el pelo negro y corto con la consistencia del alambre de fusible. Quinn era el mejor amigo de Benton desde el colegio. Hablaba poco, y prácticamente no decía más que tacos. Parecía haber aprendido todo su vocabulario en las paredes de los lavabos de hombres. Cuando abría la boca, hablaba deprisa, brotándole las palabras en sartas de amenazas y obscenidades ininterrumpidas, sin el menor respiro. Mientras Benton cumplía condena en la Penitenciaría de Ogdensburg, Quinn estaba internado en el Psiquiátrico de Ogdensburg, a la vuelta de la esquina. Ésa era la diferencia entre ellos dos. Benton era malévolo, pero Quinn estaba como un cencerro. Curtis le tenía un miedo atroz.

– Eh, apártate -dijo Curtis. Se subió a la cabina, esperando que Quinn se corriese, pero no lo hizo.

– ¿Quécoñotecreesqueestáshaciendo? -preguntó Quinn. Pronunció las palabras tan atropelladamente que Curtis tardó unos segundos en entenderlo.

– Pretendo subirme a la cabina.

– Siéntateenelmediojoderyonomemuevogilipollasdemierda.

– Vale ya de chorradas, tío -terció Benton-. Deja pasar al chico.

Quinn apartó las rodillas un milímetro a la izquierda y dejó a Curtis el espacio justo para pasar apretujándose.

– Jodermehaspuestoperdidodeaguatevoyadarunapatadaenelculo.

– Lo siento -se disculpó Curtis.

– Másvalequelosientasovasasentirlapatadaquetevoyadarenelculo.

«Ya, lo que tú digas, chiflado», pensó Curtis. Se imaginó por un instante dándole él una patada a Quinn en el culo, pero se quitó la imagen de la mente en el acto al volverse y ver que Quinn lo observaba sin pestañear con sus ojos castaños salpicados de puntos negros como tumores en las retinas. Curtis no creía que Quinn tuviera telepatía, pero no estaba dispuesto a correr ningún riesgo.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Curtis.

– Lo que deberíamos haber hecho después de inutilizarles el coche -contestó Benton-. Vamos a liquidarlos.

Curtis se estremeció. Recordó la imagen de la mujer muerta y lo que pesaba en el momento en que Quinn y él la metían en el maletero, mientras Benton y Quinn se reían por el pequeño detalle que habían añadido al trabajo. Willis y Harding los habían matado por la noche, y a Benton le tocaba enterrar los cuerpos, otro castigo por sus fracasos al principio de la semana. En lugar de eso, decidió meterlos en el maletero del coche, y ahora Curtis tenía la sensación de no poder quitarse el olor del perfume de la mujer de las manos y la ropa, ni siquiera con la lluvia.

– Nos han dicho que no intervengamos -recordó Curtis-. Son órdenes, órdenes del hijo del señor Leehagen.

– Ya, bueno, pero a esos dos gilipollas no se lo ha dicho nadie. ¿Y si Brooker los ha ayudado, o les ha dejado llamar por teléfono? ¿Y si ahora mismo hay gente viniendo hacia aquí? Joder, incluso es posible que hayan matado al viejo y su familia, y eso sí sería una auténtica tragedia. Son asesinos, ¿no? A eso se dedica esa clase de individuos. Mientras esperamos a que llegue un fantasma para hacer un trabajo que podríamos haber hecho nosotros de balde, esos dos andan por ahí sueltos. Mientras acaben muertos en sus tierras, Leehagen no pondrá ninguna pega.

Curtis no estaba tan seguro de que eso fuera una buena idea. Tendía a interpretar las órdenes del señor Leehagen al pie de la letra, aunque ahora que el señor Leehagen ya no podía moverse con facilidad, esas órdenes procedían casi siempre de su hijo, y éste les había dejado bien claro que debían abstenerse de actuar por lo que se refería a los dos hombres a quienes esperaban. Debían evitar los enfrentamientos, al menos los que pudieran tener consecuencias fatales. Debían quedarse sentados y esperar. En cuanto los dos hombres entrasen en las tierras de Leehagen debían contenerlos, nada más. En total habían asignado a quince hombres la misión de impedir que escaparan en cuanto cayeran en la trampa. Ahora Benton se proponía infringir las normas. Tenía el orgullo herido por los acontecimientos recientes, como Curtis sabía. Quería reparar el daño ante los Leehagen y, de paso, recobrar la seguridad en sí mismo.

Benton bebía un poco, eso era verdad, pero en general tenía más aciertos que errores, con o sin alcohol. Cuantas más vueltas le daba, más coincidía con Benton en que era absurdo esperar a que Ventura eliminara a los dos hombres. Pero la voluntad de Curtis siempre se tambaleaba al oír la voz que tenía más cerca y hablaba más alto. Si era cierto que el carácter de una persona poseía cualidades camaleónicas y cambiaba para adaptarse al entorno moral, sin duda ése era el caso de Curtis. Su opinión se tambaleaba con un estornudo.

Y así fue como Quinn, Curtis y Benton abandonaron la carretera y fueron en busca de los dos asesinos que pronto ya no asesinarían a nadie más. Hicieron un alto en el camino: en casa de Brooker para ver qué contaba. Curtis vio que el señor Brooker tenía tan buen concepto de Benton como Benton de él, pero, en comparación con la de su mujer, la opinión del señor Brooker en cuanto a Benton era muy generosa. Ella ni siquiera mostraba un asomo de elemental cortesía, y el hecho de que se presentaran armados no pareció amilanarla en absoluto. Era una mujer de cuidado, de eso no cabía duda.

Su hijo, Luke, apoyado en la pared, apenas parpadeaba. Curtis no sabía si veía con el ojo lechoso. Quizá sí veía, y el mundo aparecía ante él como si estuviera cubierto por un manto de muselina, con las calles pobladas de fantasmas. Curtis ni siquiera recordaba haber oído hablar una sola vez al hijo del señor Brooker. No había ido al colegio, al menos a un colegio normal y corriente, y la única vez que Curtis lo vio fuera de la casa de los Brooker fue en el pueblo con su padre, cuando el viejo los invitó a los dos a un helado en la heladería de Tasker. En cuanto a la niña, Curtis no sabía de dónde había salido. Quizá Luke había tenido suerte, por una vez en su vida, aunque era poco probable. Follar con Luke Brooker habría sido como follar con un zombi.

El señor Brooker les enseñó las armas que había arrebatado a los dos hombres, y a Benton se le iluminaron los ojos ante la perspectiva de una cacería fácil. Dio una palmada a Brooker en la espalda y le dijo que informaría al señor Leehagen de su actuación.

Cuando los tres se fueron, Brooker, sentado en silencio a la mesa de la cocina mientras su esposa amasaba detrás de él, intentó sobrellevar con indiferencia las olas de desaprobación que rompían contra su espalda.