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Ángel y Louis oyeron la furgoneta antes de verla. Se hallaban en una hondonada entre dos elevaciones de campo abierto, uno de los pastizales, y tardaron un momento en establecer la dirección de donde llegaba el sonido. Louis trepó por la corta pendiente y, al mirar al este, vio avanzar a toda velocidad hacia ellos la Ranger por un camino de tierra que salía del bosque, procedente de la casa del viejo. Estaba aún demasiado lejos para identificar a los hombres de la cabina, pero Louis tenía la certeza de que sus intenciones no eran amistosas. Y de que Ventura no estaba entre ellos. No era su estilo. Por lo visto, las normas habían cambiado. Ya no se trataba de simple contención. Se preguntó si Thomas habría hecho una llamada, temeroso de lo que pudiesen hacer los intrusos aun desarmados. Quizá la noticia de que ya no llevaban armas había decantado la balanza contra ellos.

Louis sopesó las opciones. Ya no contaban con la protección del bosque. Sin embargo, al sudoeste se veía algo parecido a un viejo granero y, junto a él, la estructura abovedada de un montacargas de grano, con más bosque por detrás. Aquello era una incógnita.

Ángel se acercó a él.

– Vienen a por nosotros -dijo Louis. -¿Hacia dónde vamos? Louis señaló el granero. -Hacia allí. Y deprisa.

Benton llegó a lo alto de una pequeña colina. Casi justo enfrente, y a la misma altura, vio correr a sus presas. Uno de ellos, el negro alto, se detuvo por un segundo para volverse y mirarlos. Benton pisó el freno y, saltando de la cabina, agarró su rifle de caza Marlin del armero situado detrás del asiento. Hincó una rodilla en tierra, apuntó y disparó a la silueta, pero el hombre desaparecía ya al otro lado del promontorio, y la bala se perdió en el aire. Para entonces, Quinn y Curtis estaban detrás de él, aunque ninguno de los dos se había molestado en levantar su arma, Quinn porque llevaba una escopeta y Curtis porque su trabajo no consistía en matar a nadie, aunque llevase la pistola vieja de su padre, tal como le había ordenado el hijo del señor Leehagen.

– Maldita sea -se lamentó Benton, pero lo dijo riéndose-. Me juego cualquier cosa a que en su familia nadie ha corrido tanto desde que le enseñaron una soga con un lazo allá en el viejo sur.

– ¿Cómo sabes que es del sur? -quiso saber Curtis. Parecía la pregunta lógica.

– Es un presentimiento que tengo -contestó Benton-. Un negro no elige un oficio así si no arrastra un resentimiento que viene de lejos. Ése busca la manera de devolvérsela al hombre blanco.

Curtis no le llevó la contraria, pero aquello se le antojó una soberana gilipollez. Quizá Benton tenía razón, pero incluso si no la tenía, lo más sensato era seguirle la corriente. La maldad se extendía por todo su ser como la grasa en la carne entreverada. Habría sido muy capaz de dejar a Curtis allí bajo la lluvia, y encima con la nariz rota -otra vez- o las costillas molidas como recordatorio para que en el futuro mantuviera la boca cerrada.

– Vamos -ordenó Benton, y los obligó a volver a la furgoneta al trote.

– Aquí hay mucha pendiente -observó Curtis mientras Benton descendía por una ladera con un ángulo muy pronunciado.

– Esto es un V-6 de cuatro litros -dijo Benton-. Esta ricura podría bajar por aquí con sólo dos ruedas.

Curtis no contestó. La Ranger tenía ya doce años, las bandas de rodadura estaban al sesenta por ciento, y cuatro litros no la convertían en un monster truck. Curtis se apuntaló en el salpicadero.

Ya en el fondo de la hondonada, la Ranger habría podido seguir en suelo seco, pero Benton no había contado con que la tierra se había embebido de agua. Estaba todo embarrado y, cuando llegaron abajo, las ruedas perdieron agarre, pese a que ya habían iniciado el ascenso por la ladera opuesta. Benton revolucionó el motor y por un momento saltaron hacia delante antes de quedar clavados, con las ruedas girando inútilmente en el terreno blando.

Quinn dijo algo, y en medio de la sarta de palabras Curtis sólo distinguió «tontodelculo» y «comemierda». Benton volvió a acelerar, y esta vez la Ranger avanzó medio metro más antes de resbalar hacia atrás y perder las ruedas traseras en el barrizal.

Benton golpeó el salpicadero con la palma de la mano en un gesto de frustración y abrió la puerta para evaluar los daños. Estaban atascados del todo, hundidos en el fango casi hasta los bajos.

– Mierda -exclamó-. Bueno, supongo que tendremos que ir a por ellos a pie.

– No sé si es muy buena idea -observó Curtis.

– No van armados -repuso Benton-. ¿Te dan miedo dos hombres desarmados?

– No -contestó Curtis, pero tuvo la sensación de que se engañó a sí mismo.

– Vamos, pues. No van a matarse ellos solos.

Benton se rió de su propio chiste. Quinn lo imitó, intercalando palabras malsonantes en su risa de hiena. Acto seguido se pusieron en marcha, trepando por la pendiente con las botas hundidas en el barro.

Como no tenía más remedio, Curtis los siguió.

El granero, grande y amenazador, se recortaba contra el cielo oscuro, con el montacargas a la izquierda. Medía casi quince metros de altura y no era tan moderno como el que se hallaba al lado de las vaquerizas cerca de la casa de Leehagen. Aquí no habría bolsas de silo, ni recubrimiento de cristal fundido en las planchas de acero para permitir que el grano se deslizara fácilmente y prevenir los ácidos de la fermentación, ni ventilación a presión. Esto era un simple almacén de grano.

Louis respiraba con un jadeo ronco y entrecortado, y a Ángel le faltaba claramente el aire. Ateridos de frío y mojados, sabían que se les agotaban las fuerzas y las opciones por momentos. Louis sujetó a Ángel por el brazo y tiró de él al mismo tiempo que volvía la vista atrás. La Ranger no asomaba aún por lo alto de la pendiente. Tanto la bajada como la subida le habían parecido muy empinadas, quizá demasiado para la furgoneta con aquella lluvia. Habían ganado un poco de tiempo, pero no mucho. Aquellos hombres seguirían persiguiéndolos a pie, y tenían armas, en tanto que Ángel y él iban desarmados. Si los alcanzaban en campo abierto, cansados como estaban, los abatirían sin más. Aun cuando Ángel y él llegaran al granero, sus problemas no habrían acabado. Quedarían atrapados allí dentro y, si sus perseguidores llamaban a otros, todo habría terminado.

Pero Louis contaba con que no llamarían a nadie. Si era verdad lo que había dicho el viejo de la granja, Ventura estaba de camino, y Ventura trabajaba solo. Los que en ese momento iban tras sus pasos actuaban por iniciativa propia. Si aún pensaban que Ángel y él estaban armados, obrarían con cautela al llegar al almacén de grano, y esa cautela les proporcionaría un respiro, pero Louis sospechaba que habían hablado con el viejo antes de iniciar la cacería. Ya sabían que se enfrentaban a hombres desarmados.

Con todo, una de las primeras lecciones que había recibido Louis en su largo aprendizaje como portador de la muerte era que en todo espacio cerrado había un arma, aunque esa arma fuera uno mismo. Sólo era cuestión de identificarla y usarla. Hacía muchos años que no ponía los pies en un granero, pero se representó por adelantado lo que encontraría en su interior: herramientas, sacos, material contra incendios…

Empezó a asociar ideas.

Material contra incendios.

Fuego.

Grano.

Ya tenía la primera de sus armas.

Quinn llegó a lo alto antes que los otros y le pareció ver desaparecer a uno de los dos hombres detrás del granero. En la finca de Leehagen había dos unidades de almacenamiento de grano. La principal estaba junto a las vaquerizas nuevas, cerca de la forrajería, mientras que esta otra unidad era una reliquia de los primeros tiempos del rebaño y originalmente había sido un silo de forraje. Ahora se empleaba para guardar la reserva de grano, por si ocurría algo con el granero principal, o si en época de nieve el ganado quedaba disgregado. De hecho, una de las tareas de Benton, cuando no se dedicaba a cazar seres vivos o a intimidar a aquellos más pequeños que él, había sido supervisar el almacén de grano secundario, controlando la humedad, la presencia de roedores u otras plagas. Al no ser objeto de gran interés para nadie más, para Benton representaba un sitio útil donde cultivar sus diversos pasatiempos, entre ellos tirarse a las jóvenes extranjeras, con o sin su consentimiento, que de vez en cuando eran transportadas desde Canadá a través de la granja.