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Benton y Curtis se reunieron con él.

– ¿Has visto adónde han ido? -preguntó Benton.

Quinn señaló hacia el granero con la escopeta.

– Más allá hay campo abierto, sin un solo árbol en trescientos o cuatrocientos metros -comentó Benton-. Si se echan a correr, ya los tenemos. Si se quedan dentro, también los tenemos.

Benton había aconsejado al señor Leehagen demoler el granero y el silo, pero tras el sacrificio del rebaño (ya de por sí un capricho estúpido propio de un rico), no era necesario. El silo había sufrido daños porque estaba provisto de una tolva lateral para descarga por gravedad, lo cual provocó el hundimiento hacia dentro de una pared. Una segunda salida, abierta contra los consejos de Benton, daba directamente al interior del propio granero, una medida de emergencia por si fuera necesario alojar y dar de comer al ganado allí en invierno. Benton se alegraba de no haber tenido que usarla nunca. El viejo Leehagen era muy propenso a buscar soluciones de ese tipo. Ahora parecía que el granero por fin tendría una utilidad: serviría para atrapar a los dos hombres a quienes perseguían.

Dio una fuerte palmada a Curtis en la espalda.

– Vamos, chico. ¡Aún tendrás aquí tu bautismo de sangre!

Y con el rifle en alto condujo a los otros dos hacia el almacén de grano.

El granero no estaba cerrado con llave. Louis supuso que nadie iba a provocar a Leehagen robándole, y ni siquiera la rata más lista habría aprendido a abrir una puerta usando el picaporte. Entró. El granero era pequeño, con pesebres improvisados dispuestos paralelamente a las paredes. Lo iluminaban tres claraboyas, y justo debajo de éstas estaban las rejillas de ventilación.

– Echa un vistazo -dijo a Ángel-. A ver si encuentras gasolina, alcohol de quemar, cualquier cosa que arda.

Las posibilidades eran mínimas. Mientras Ángel buscaba, Louis examinó la abertura por la que entraba el grano. Era poco más que una tubería metálica que comunicaba el silo con la pared del granero, provista de una válvula en su extremo para dispensar el grano. La abertura, a tres metros del suelo, tenía acoplada a un lado una tolva metálica movediza con un contenedor de plástico debajo. Louis se detuvo junto al contenedor y accionó la válvula. Estaba un poco oxidada y tuvo que empujar con fuerza para moverla, pero vio con alivio que el grano empezaba a derramarse por el suelo. Tomó un poco entre las manos y lo frotó entre los dedos. Estaba muy seco. Abrió más la válvula para aumentar el flujo. Al cabo de un par de minutos, el aire se había llenado ya de partículas de grano y un polvo asfixiante.

Ángel apareció junto a él.

– No he encontrado nada -dijo.

– No importa. Ve a ver a qué distancia están.

Ángel se tapó la nariz y la boca con la cazadora mientras atravesaba rápidamente el almacén hasta llegar a la puerta corredera principal en la parte delantera del granero. A ambos lados había ventanas, cubiertas de polvo. Con cautela, miró por el cristal y vio avanzar tres siluetas bajo la lluvia. Estaban a unos sesenta metros y se disponían a dispersarse. Uno iría por la parte de atrás; los otros dos entrarían por delante. Era la única manera de registrar el granero sin peligro y asegurarse a la vez de que sus presas no escapaban por la puerta de atrás.

– Cerca -gritó Ángel-. Un par de minutos como mucho. -Tosió con fuerza al penetrarle el polvo en los pulmones. Ya apenas veía a Louis junto a la pared opuesta.

– Deja que te vean -dijo Louis.

– ¿Cómo?

– Que te vean. Abre la puerta y vuelve a cerrarla.

– Quizá debería salir con una manzana en la cabeza, ya puestos, o disfrazarme de pato.

– Tú haz lo que te digo.

Ángel retiró el cerrojo de la puerta corredera y la deslizó alrededor de un metro y medio. Empezaron a disparar. Ángel se apresuró a cerrar y se volvió hacia Louis.

– ¿Contento? -preguntó mientras corría hacia Louis.

– Eufórico. Es hora de irse. -Louis tenía en las manos unas sacas viejas de grano y el cargador de repuesto de la Glock. Envolvió el cargador con una saca, sosteniendo su Zippo entre los dientes.

– ¿Todavía tienes el tuyo? -preguntó con el encendedor de metal aún en la boca.

Ángel sacó el cargador del bolsillo y se lo entregó. Louis repitió la maniobra, con lo que añadió más peso a la saca.

– De acuerdo -dijo. Señaló la puerta trasera. Se abría hacia la izquierda. Nada más salir, a su derecha, vieron aparecer a un joven por la esquina. Era menudo y llevaba una pistola. Se quedó mirándolos y al cabo de un instante levantó el arma con poca convicción. Le temblaba la mano.

– No os mováis -ordenó, pero Ángel ya estaba en movimiento. Agarró la pistola y la apartó a la izquierda a la vez que asestaba un cabezazo al muchacho en la cara con todas sus fuerzas. El joven se desplomó, y Ángel se quedó con la pistola. En ese mismo momento oyó abrirse la puerta corredera del lado opuesto del granero.

Ángel percibió una llamarada a sus espaldas. Se volvió a tiempo de ver a Louis encender la saca.

– Corre -dijo Louis.

Y Ángel corrió. Al cabo de unos segundos, Louis, ya junto a él, apoyaba la mano en su espalda dolorida y lo obligaba a echarse cuerpo a tierra. Ángel empezó a rezar.

Benton y Quinn oyeron las detonaciones al entrar en el granero. Dentro, en el otro extremo, flotaba una densa nube de polvo y no se veía la pared opuesta. Quinn ya había agarrado a Benton por el hombro y lo obligaba a retroceder cuando la saca en llamas entró volando por la puerta de atrás en el aire cargado de polvo del granero.

– Joder -exclamó Benton-. Joder…

Y de pronto el fuego se propagó por el granero y el mundo se convirtió en infierno.

Jackie Garner estaba harto de mojarse.

– No podemos quedarnos aquí parados bajo la lluvia -dijo-. Tenemos que ponernos en marcha.

– Podríamos separarnos -sugirió Paulie-. Cada grupo toma por una carretera y a ver qué pasa.

«Lo que pasará es que acabaremos muertos», pensó Willie. A los Fulci y a su amigo obviamente les faltaba un tornillo, pero al menos no les faltaban armas. Los cinco juntos tenían más posibilidades que dos, o tres.

– Aun así, hay mucho terreno que cubrir -observó Jackie-. Podrían estar en cualquier sitio.

De repente, al sur, el paisaje se vio alterado por una enorme bola de humo, madera y polvo que se alzaba desde una colina hacia el cielo gris, y en sus oídos resonó una explosión.

– ¿Sabéis qué os digo? -comentó Jackie-. Son sólo suposiciones, pero…

Louis y Ángel se levantaron. Estaban rodeados de escombros: madera, tela de sacas, grano ardiendo. El abrigo de Louis se había prendido. Se lo quitó en el acto y lo tiró a un lado antes de empezar a arder también él. Ángel tenía el pelo chamuscado y una ligera quemadura roja en la mejilla izquierda. Evaluaron los daños. Medio granero había desaparecido y el silo se había derrumbado. En medio de los restos, Ángel distinguió el cuerpo del joven que por un instante los había encañonado.

– Al menos tenemos una pistola -dijo.

Louis se la quitó.

– Yo tengo una pistola -corrigió-. ¿Qué prefieres? ¿Tener tú una pistola o tenerme a mí con una pistola a tu lado?

– Tener yo una pistola.