Se había quitado el mono para la ocasión, una circunstancia que ya era traumática en sí misma. Willie era un hombre nacido para llevar mono. Se trataba de una prenda holgada, lo cual tenía su importancia para alguien de su edad y su cintura. Le proporcionaba unos bolsillos útiles donde guardar cosas y donde meter las manos sin dar una imagen de desidia cuando no las utilizaba. A excepción hecha del mono, toda la ropa se le antojaba ajustada, y como siempre llevaba encima demasiados cachivaches, en las demás prendas encontraba pocos sitios donde ponerlos. Esa noche le asomaban bultos en lugares donde un hombre no debía tenerlos.
Willie vestía un pantalón negro Sta-Prest, una camisa blanca que amarilleaba por el paso del tiempo, y una chaqueta gris que él quería
ver como un clásico de la sastrería pero que en realidad sólo era vieja. Lucía asimismo la corbata nueva que le había regalado Arno esa mañana, acompañándola de las palabras: «Feliz cumpleaños, jefe. ¿Va a jubilarse ya y dejarme el taller?». Se trataba de una corbata cara: de seda negra, bordada con finas hebras doradas. No era como las que uno compraba en Chinatown o Little Italy a esos que vendían pañuelos y relojes de imitación en las aceras, todos envueltos en plástico y con nombres como «Guci» o «Armoni» para paletos que no sabían ver la diferencia, o que creían que nadie la vería. No, la corbata era de relativo buen gusto para ser Arno quien la había comprado. Willie sospechó que la había elegido con ayuda de alguien, pues, por lo que Willie recordaba de un funeral al que habían asistido los dos ese mismo año, Arno sólo tenía una corbata en el armario, y era granate, de poliéster, con manchas de grasa de eje.
El caso era que Willie no se sentía como un hombre de sesenta años. Había vivido mucho -Vietnam, un divorcio doloroso, ciertos problemas cardiacos hacía un par de años-, y eso desde luego lo había avejentado físicamente (esas arrugas y el poco cabello gris que le quedaba se los había ganado a pulso), pero por dentro se sentía como siempre, o al menos como antes de cumplir los treinta. Ése fue su momento de máxima plenitud. Había sobrevivido a dos años en la infantería de marina, tras los que regresó junto a una mujer que lo quería lo suficiente para casarse con él. Sí, puede que ella no fuera precisamente una Lassie en el sentido de compañera fiel, pero eso llegó más tarde. Durante un tiempo fueron bastante felices. Él le pidió prestado un dinero a su suegro, alquiló un local en Queens, cerca del Kissena Park, y aplicó al mantenimiento y reparación de automóviles los conocimientos de mecánica que había perfeccionado en el ejército. Resultó que aquello se le daba aún mejor de lo que pensaba, tenía tanto trabajo que siempre estaba ocupado, con lo que al cabo de unos años contrató como ayudante a un individuo menudo, un escandinavo con el pelo hirsuto y la actitud de un perro de chatarrería. Al cabo de treinta años, Arno seguía a su lado y conservaba la actitud de perro de chatarrería, aunque al igual que esos perros, ahora tenía dolor de encías y le faltaba el vigor de antaño para corretear detrás de las hembras.
Vietnam: de su época en Vietnam, Willie no regresó con cicatrices, ni físicas ni psicológicas, al menos no hasta el punto de darse cuenta. Había desembarcado en marzo de 1965, miembro de la Tercera División de infantería de marina, con la misión de establecer enclaves en torno a aeródromos de vital importancia. Willie acabó en Chu Lai, a noventa kilómetros al sur de Da Nang, donde los SeaBees construyeron una pista de aluminio de mil quinientos metros en veintitrés días entre cactus y arenas movedizas. Seguía siendo una de las mayores proezas de la ingeniería bajo presión que Willie había presenciado.
Se alistó a los diecinueve años recién cumplidos. Ni siquiera esperó a que lo llamaran a filas. Su padre, que había llegado al país en los años veinte y servido en el ejército durante la segunda guerra mundial, le dijo que estaba en deuda con su patria, y Willie no lo puso en duda. Cuando volvió a casa, los amigos de su padre rompían cabezas en Wall Street y Washington Square Park para dar una lección de patriotismo a los melenudos. Willie ni lo aprobó ni planteó objeción alguna. Él había cumplido, pero entendía que otros chicos no quisieran seguir sus pasos. Allá ellos con su conciencia; él, por su parte, la tenía muy tranquila. Algunos amigos suyos también habían servido en Vietnam, y todos habían vuelto a casa más o menos intactos. Uno había perdido un brazo por efecto de una granada escondida en una hogaza de pan, pero podría haber perdido mucho más. Otro regresó sin el pie izquierdo. Había pisado un cepo para osos, y el tobillo se le quedó atrapado entre las mordazas. Lo gracioso de esos cepos -gracioso si no tenías el pie en uno de ellos- era que para abrirlos se necesitaba una llave, y entre el material que uno llevaba en la mochila no se encontraban llaves de cepos para osos. El cepo estaba encadenado a una losa de hormigón enterrada, y por lo tanto la única manera de trasladar al soldado herido a lugar seguro era excavar todo el dispositivo, a menudo bajo fuego enemigo, y transportarlo así al campamento, donde esperaba un médico, junto con un par de hombres provistos de sierras de arco y soldadores.
Los dos habían abandonado ya este mundo. Habían muerto jóvenes. Willie asistió a sus funerales. Ellos habían abandonado este mundo, pero él seguía aquí.
Sesenta años, treinta y cuatro de ellos en el mismo oficio, la mayor parte en el mismo local. Después del servicio militar, la seguridad de su existencia se había visto amenazada sólo una vez. Fue durante el divorcio, cuando su mujer le reclamó la mitad de todos sus bienes y él tuvo que hacer frente a la posibilidad de que lo obligaran a vender su querido taller mecánico a fin de satisfacer sus exigencias. Si bien el flujo de reparaciones era constante, había poco dinero en el banco y Queens en general no era como es ahora. Por aquel entonces el barrio no se había aburguesado, no se veían coches caros, de solteros incapaces de ocuparse ellos mismos de su mantenimiento. La gente aún apuraba sus coches hasta que se les caían las ruedas, y entonces recurrían a Willie para buscar la manera de sacarle otros tres, seis o nueve meses, sólo hasta que las cosas mejorasen, hasta disponer de un poco de efectivo. En las calles caían policías abatidos a tiros, había guerras territoriales y se exigía dinero a cambio de protección, aunque hubiese que pagarlo en especie con reparaciones gratuitas o sin hacer preguntas cuando alguien necesitaba que le diera una rápida mano de pintura a un coche robado para revenderlo de inmediato. Elmhurst y Jackson Heights se convirtieron en Little Colombia, y Queens era el principal canal de entrada de cocaína en Estados Unidos, y el dinero generado se blanqueaba por mediación de agencias de viajes y cobro de cheques. En el barrio de Willie morían colombianos a diario. Él mismo había conocido a un par, incluido Pedro Méndez, que acabó con tres balazos en la cabeza, el pecho y la espalda por hacer campaña a favor de César Trujillo, el presidente contrario al tráfico de droga. Willie había reparado el coche de Pedro la semana anterior a su muerte. Por aquellas fechas era una ciudad distinta, casi irreconocible comparada con la actual.
Pero Queens siempre había sido distinto. No se parecía en nada a Brooklyn o el Bronx. Era único. Crecía sin orden ni concierto. La gente no escribía con afecto libros sobre Queens. No había allí un Pete Hamill que lo mitificara. «En algún sitio de Queens»: Willie sería rico si le hubieran dado un dólar por cada vez que había oído esa expresión. Para quienes vivían fuera del distrito, todo lo que había allí era simplemente «algún sitio de Queens». Para ellos, Queens se parecía al mar: grande e ignoto, y si se te caía algo dentro, se perdía y allí se quedaba.