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La puerta de atrás estaba cerrada con llave. Con la empuñadura de la pistola de Ventura, Ángel rompió un cristal e introdujo la mano para descorrer el pestillo con dedos rápidos y ágiles, consciente de que por un momento era el que más riesgo corría. El pestillo se desplazó. Ángel retiró la mano de inmediato, accionó el picaporte y abrió la puerta al mismo tiempo que se arrimaba a la pared de la casa en previsión de disparos. No los hubo.

Louis fue el primero en entrar, manteniéndose agachado y moviéndose hacia la izquierda para quedar fuera de la visual de quienquiera que sintiese la tentación de abrir fuego desde el pasillo. Lo siguió el Detective, y de pronto sonó la detonación de una escopeta en el interior de la casa y el cristal encima de su cabeza se hizo añicos. El Detective se lanzó a la derecha y, mientras avanzaba a rastras por el suelo, oyó el mecanismo de recarga de la escopeta y un segundo disparo, que destrozó un armario a escasos centímetros de donde él tenía el pie un momento antes. Ángel devolvió el fuego para inmovilizar al tirador y permitir así al Detective entrar en el comedor y dirigirse hacia la puerta en el extremo opuesto. En cuanto Ángel hizo una pausa para recargar, el Detective actuó. Oyeron gritos y ruido de pisadas. Ángel y Willie se apresuraron a entrar en la cocina mientras Louis recorría el pasillo con la pistola en la mano.

Un joven yacía tendido en el suelo de madera. Le sangraba la cabeza y tenía los ojos en blanco. El detective le había dado varios culatazos con su arma en el forcejeo en lugar de dispararle. La razón era evidente. Rubio y de piel morena, no tenía más de diecisiete o dieciocho años: otro granjero que obedecía órdenes.

– No es más que un niño -dijo Willie.

– Un niño con una escopeta -corrigió Ángel.

– Aun así.

– Ni se imaginaban que llegaríais hasta aquí -dijo el Detective.

Louis echó un vistazo al comedor, donde había una silla, separada de la mesa, frente a la ventana. El rifle Chandler continuaba encima de la mesa y el maletín Hardigg descansaba en la alfombra. Se acercó y recorrió el cañón del rifle con los dedos; luego apoyó la mano en el respaldo de la silla. El Detective se reunió con él.

– Era aquí donde nos esperaba -dijo Louis.

– Era algo personal, ¿verdad? -preguntó el Detective.

– Sí, muy personal.

Cuando volvieron al pasillo, vieron que Willie había puesto con cuidado un cojín bajo la cabeza del chico herido.

– ¿Por qué no te quedas con él? -sugirió el Detective-. De todos modos necesitamos a alguien aquí abajo, por si acaso.

Willie se dio cuenta de que lo estaban excluyendo, pero no le importó. Agradecía la oportunidad de cuidar del chico. Iría a la cocina a buscar agua y limpiaría las heridas de la cabeza, asegurándose de que no se infectaban o de que no sufría convulsiones. No quería seguir a aquellos hombres escalera arriba, no a menos que no le quedara más remedio. Aun cuando apareciera un esbirro de Leehagen con un arma y le apuntara a la cara, Willie no sabía si sería capaz de defenderse. Simplemente cerraría los ojos y que fuera lo que Dios quisiese.

El Detective encabezó la marcha escalera arriba, y Ángel y Louis se rezagaron hasta que él les indicó con una seña que el camino estaba despejado. En el primer piso había cinco puertas, todas cerradas, pero ninguna tenía el cerrojo echado. Las inspeccionaron una por una: Louis abría y cubría el lado derecho, Ángel el izquierdo, y el Detective, de espaldas a ellos, permanecía atento a las otras puertas. Tres daban a dormitorios, uno de ellos lleno de ropa de mujer, el otro a todas luces de un hombre joven, aunque en el del hombre había ropa de los dos, y una caja de preservativos en la mesilla de noche. La cuarta habitación era un amplio cuarto de baño habilitado para el uso de Leehagen. Tenía una cabina de baño adaptada en lugar de un plato de ducha, con una silla de plástico bajo la alcachofa y un cojín de goma en la bañera que podía hincharse o deshincharse a conveniencia. Los estantes contenían un sinfín de medicamentos: líquidos y comprimidos y jeringuillas desechables de plástico. De fondo se percibía un olor desagradable y empalagoso: el aroma de un moribundo, de alguien que se pudre por dentro.

Una puerta cerrada comunicaba el baño con lo que era, cabía suponer, el dormitorio de Leehagen. Louis y Ángel ocuparon posiciones a ambos lados, mientras el Detective salía al pasillo y se preparaba para entrar por la otra puerta.

Louis miró a Ángel e hizo una seña. Dio un paso atrás y asestó una patada a la puerta justo por debajo de la cerradura. La cerradura resistió, pero en ese momento el Detective accedió a la habitación principal. Se oyó un disparo y Louis lanzó otra patada. La cerradura se astilló y la puerta se abrió de par en par. Al otro lado apareció un hombre obeso con una semiautomática: el hijo de Leehagen, Michael. Loretta Hoyle se hallaba acurrucada a sus pies, con la cabeza oculta entre los brazos. Los separaba de Ángel y Louis una gran cama de hospital en la que yacía un anciano marchito con una mascarilla de oxígeno en la boca y la nariz.

Por un momento, Michael Leehagen no supo qué hacer. Incapaz de cubrir las dos puertas a la vez, quedó paralizado.

Y Louis lo mató. La bala lo alcanzó en el pecho, y empezó a desplomarse deslizándose por la pared. Una mancha de sangre se extendió por la pechera de su camisa blanca, y se la miró perplejo, parpadeando, a la vez que quedaba sentado pesadamente en el suelo. Loretta Hoyle, aún hecha un ovillo, lo miró. Al verlo, gimió y tendió los brazos hacia él. Pronunciando su nombre, le agarró la cabeza entre las manos. Michael intentó fijar la vista en ella pero no pudo. Su cuerpo se sacudió una única vez. Cerró los ojos y murió. Loretta dejó escapar un grito, hundió la cara en el hueco de su cuello y rompió a llorar al mismo tiempo que Ángel apartaba el arma caída de un puntapié.

Arthur Leehagen ladeó la cabeza en la almohada y, con ojos legañosos, contempló a su hijo muerto. Se llevó una mano pálida y esquelética a la cara y se retiró la mascarilla de la boca. Después de tomar aire con un estertor, habló.

– Hijo mío -susurró. Se le empañaron los ojos. Las lágrimas resbalaron desde las comisuras y cayeron en silencio sobre la almohada.

Louis se acercó a la cama y se detuvo junto al anciano.

– Tú te lo has buscado -dijo.

Leehagen lo miró fijamente. Casi calvo, sólo unas pocas hebras de pelo fino y blanco se le adherían al cráneo como telarañas. Tenía la tez pálida y exangüe y parecía frío al tacto, pero, en contraste con una cara tan consumida y seca, sus ojos brillaban con mayor intensidad. El cuerpo lo había traicionado, pero conservaba una mente alerta, que ardía de frustración al verse atrapada en una forma física que pronto ya no podría sostenerla.

– Eres tú -dijo Leehagen-. Tú mataste a mi hijo, a mi Jon. -Cada palabra suponía para él un esfuerzo, y debía tomar aire después de pronunciarla.

– Así es.

– ¿Preguntaste al menos por qué?

Louis negó con la cabeza.

– Daba igual. Y ahora has perdido a tu otro hijo. Como te he dicho, tú te lo has buscado.

Leehagen tendió la mano hacia la mascarilla. Se la apretó contra la cara y respiró el preciado oxígeno a bocanadas. Permaneció así un rato hasta que volvió a controlar la respiración y apartó de nuevo la mascarilla.

– Me lo has quitado todo -dijo.

– Aún te queda la vida.

Leehagen intentó reír, pero sólo emitió una especie de tos ahogada.

– ¿La vida? -repitió-. Esto no es vida. Esto es una muerte lenta.

Louis lo miró.

– ¿Por qué aquí? ¿Por qué traernos hasta aquí para matarnos?

– Quería que te desangraras en mis tierras. Quería que tu sangre empapara el lugar donde Jon está enterrado. Quería que él supiera que había sido vengado.