– ¿Y Hoyle?
Leehagen intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca.
– Un buen amigo. Un amigo leal. -La mención del nombre de Hoyle pareció renovar su energía, aunque fuera sólo por un momento-. Contrataremos a otros. Esto nunca acabará. Nunca.
– Ahora ya no te queda nadie -dijo Louis-. Pronto tampoco a Hoyle le quedará nadie. Se ha acabado.
Y algo se apagó en los ojos de Leehagen al comprender que aquello era verdad. Miró a su hijo muerto y recordó al que se había ido antes que él. Con un último esfuerzo sobrehumano, levantó la cabeza de la almohada. Alargó la mano izquierda y agarró a Louis por la manga.
– Pues entonces mátame también a mí -suplicó-. Por favor. Ten… piedad.
Dejó caer la cabeza en la almohada, pero mantuvo la mirada fija en Louis, rebosante de odio y dolor y, sobre todo, necesidad.
– Por favor -repitió.
Louis, con delicadeza, se desprendió de la mano de Leehagen. Casi con ternura cubrió la cara del viejo con la mano y le apretó los orificios de la nariz con el índice y el pulgar a la vez que presionaba la palma contra la boca seca y arrugada. Leehagen asintió sobre la almohada, en un gesto de mudo consentimiento ante lo que estaba a punto de ocurrir. Al cabo de unos segundos, intentó tomar aire, pero no pudo. Se convulsionó, su cuerpo empezó a temblar y sacudirse. Estiró los dedos al máximo, sus ojos se desorbitaron y todo acabó. Se deshinchó, y muerto parecía más pequeño que en vida.
Algo se movió junto a la puerta del dormitorio. Willie Brew había entrado en los últimos momentos de Leehagen, preocupado por el silencio posterior al tiroteo. Se acercó a la cama con expresión desolada. Una cosa era matar a un hombre armado, por terrible que le pareciera, pero matar a un viejo frágil, apagando su vida con el pulgar y el índice como si fuera la llama de una vela, era algo que escapaba a su comprensión. Supo entonces que su relación con aquellos hombres había llegado a su fin. Ya no podía tolerarlos en su existencia, del mismo modo que nunca podría reconciliarse con el hecho de haber quitado una vida.
Louis apartó la mano de la cara de Leehagen, deteniéndose tan sólo para cerrarle los ojos. Se volvió hacia el Detective y justo cuando se disponía a hablar, Loretta Hoyle levantó la cabeza del hombro de su amante muerto y actuó. Su rostro tenía la expresión de un animal rabioso que por fin sucumbía a la locura. Sacó la mano de detrás del cuerpo de Michael con un arma, con el dedo ya en el gatillo.
La levantó y disparó.
Fue Willie Brew quien advirtió el movimiento, y Willie Brew quien reaccionó. Lo que hizo no tuvo nada de dramático, nada de rápido ni espectacular. Simplemente se puso ante Louis, como si se le colase de un codazo en una cola, y recibió la bala. Lo alcanzó justo por debajo del hueco del cuello. Saltó hacia atrás por el impacto y fue a chocar contra Louis, que instintivamente lo sujetó por debajo de los brazos para impedir que se cayera. Se produjeron otros dos disparos, los dos de Ángel, y Loretta Hoyle murió.
Louis tendió a Willie en la alfombra. Intentó desabrocharle la camisa para llegar a la herida, pero Willie le apartó las manos y negó con la cabeza. Perdía demasiada sangre. Salía a borbotones de la herida y le burbujeaba en la boca, y Willie se ahogaba y arqueaba la espalda. Conscientes de que moría, Ángel y el Detective, ahora junto a él, le tomaron las manos, Ángel la derecha y el Detective la izquierda. Willie Brew los agarró con fuerza. Los miró e intentó hablar. El Detective se inclinó y acercó el oído a los labios de Willie, tanto que la sangre le salpicó la cara cuando el mecánico trató de pronunciar sus últimas palabras.
– Está bien, Willie -dijo-. Está bien.
Willie hizo el esfuerzo de tomar aire, pero fue incapaz. En su angustia, se le ensombreció la expresión y contrajo las facciones.
– Déjate llevar, Willie -susurró el Detective-. Ya casi se ha terminado.
Poco a poco el cuerpo de Willie quedó inerte en los brazos de Louis y por fin la vida lo abandonó.
30
Envolvieron el cuerpo de Willie Brew en una sábana blanca y lo pusieron en la caja de una furgoneta aparcada detrás de la casa. Ángel se sentó al volante y el Detective en el asiento contiguo mientras Louis velaba a Willie detrás. Tomaron por la carretera hacia donde esperaban los Fulci y Jackie Garner. Éstos vieron el cuerpo en la caja de la furgoneta y la sábana manchada de sangre, pero no dijeron nada.
– Por aquí no ha pasado nadie -informó Jackie-. Hemos esperado, pero no ha pasado nadie.
De pronto aparecieron unos vehículos a lo lejos: tres camionetas negras y un par de Explorers negros, que se acercaban a toda velocidad. Tensándose, expectantes, los Fulci levantaron las armas.
– No -se limitó a decir Louis.
El convoy se detuvo a corta distancia de ellos y se abrió la puerta del acompañante del primer Explorer. Salió un hombre con un abrigo negro largo y se puso un sombrero de fieltro también negro para protegerse de la lluvia. Louis bajó de la caja de la furgoneta y se acercó a él.
– Parece que has tenido una mañana ajetreada -comentó Milton.
Louis lo miró con semblante inexpresivo. Si bien apenas los separaba medio metro, se abría entre ellos un abismo.
– ¿Qué haces aquí? -quiso saber Louis.
– Harán preguntas. No puedes declarar la guerra a alguien como Arthur Leehagen y esperar que nadie se dé cuenta. ¿Está muerto?
– Está muerto. También su hijo, y la hija de Nicholas Hoyle.
– No habría esperado menos de ti -dijo Milton.
– Ventura también.
Milton parpadeó una vez pero calló.
– Responde a mi pregunta: ¿qué haces aquí?
– Mala conciencia, quizá.
– Tú no tienes conciencia.
Milton agachó ligeramente la cabeza admitiendo que era verdad.
– Pues llámalo como quieras: cortesía profesional, el deseo de atar cabos sueltos. Da igual.
– ¿Ordenaste tú el asesinato de Jon Leehagen? -preguntó Louis.
– Sí.
– ¿Ballantine trabajaba para ti?
– Aquella vez, sí. Era sólo un velo más para negar toda responsabilidad por nuestra parte, un amortiguador entre vosotros y nosotros.
– ¿Gabriel lo sabía?
– Estoy seguro de que lo sospechaba, pero no era propio de él hacer preguntas. Habría sido poco sensato.
Milton miró en dirección a la casa de Leehagen por encima del hombro de Louis. Por un momento se advirtió en sus ojos una expresión ausente.
– He de darte una mala noticia -dijo-. Gabriel murió anoche. Lo siento.
Los dos hombres cruzaron una mirada. Ambos permanecieron imperturbables.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Louis.
– Márchate.
– ¿Cuál será la versión oficial?
– Una guerra de bandas. Leehagen contrarió a quienes no debía. Intervenía en actividades ilegales: drogas, tráfico de personas. Podemos decir que han sido los rusos. Ya sabemos que los conoces. Coincidirás conmigo en que es de lo más verosímil.
– ¿Y los supervivientes?
– Callarán. Sabemos cómo convencer a la gente para que no se vaya de la lengua.
Milton se dio media vuelta e hizo una seña a los equipos de limpieza. Dos de las camionetas enfilaron la carretera hacia la casa de Leehagen.
– Tengo otra pregunta -dijo Louis.
– Creo que ya he contestado a bastantes preguntas por ahora. De hecho, he contestado a todas las preguntas que tenía intención de contestar.
Se encaminó de regreso al Explorer. Louis hizo caso omiso de la respuesta de Milton.
– ¿Querías que Arthur Leehagen muriera? -preguntó Louis.
Milton se detuvo. Al volverse, sonreía.
– Si no lo hubieras hecho tú, habríamos tenido que eliminarlo nosotros. El tráfico de personas tiene sus riesgos. Hay por ahí terroristas dispuestos a aprovechar cualquier resquicio en el sistema. Los Leehagen no eran muy selectivos en cuanto a las personas con quienes trataban. Cometían errores, y después nos tocaba a nosotros ir limpiando detrás de ellos. Ahora vamos a limpiar detrás de vosotros. Por eso debes irte, tú y tus amigos. Según parece, nos has hecho un último encargo.