Se volvió e hizo una seña a la tercera camioneta negra. Se abrió la puerta lateral y se apearon dos hombres: los Harrys.
– La policía local los detuvo -explicó Milton-, probablemente por orden de Leehagen. Era lo mejor que podía pasarles, dadas las circunstancias. Llévatelos, Louis, a los muertos y a los vivos. Nosotros ya hemos acabado aquí.
Dicho esto, Milton subió al Explorer y fue tras el equipo de limpieza hacia la casa de Leehagen. Louis se quedó bajo la lluvia torrencial. Levantó la cara hacia el cielo y cerró los ojos, como si el agua pudiera limpiarlo de todo lo que había hecho.
Epílogo
He
sido hallado.
Dejadle
escaldarme y ahogarme
en la herida de su mundo.
Dylan Thomas (1914-1953),
«Visión y oración»
Si a Nicholas Hoyle le preocupaba su seguridad después de lo sucedido, no dio señales de ello. Su hija fue enterrada en un cementerio de Nueva Jersey, pero Hoyle no asistió al funeral, como tampoco ninguno de los hombres que Louis y Ángel habían visto en el ático de Hoyle, incluido el misterioso Simeon. Por lo visto, Simeon tenía un apartamento en el edificio de Hoyle, porque las pocas veces que abandonaba el ático siempre volvía antes del anochecer, y en sus estancias allí siempre lo acompañaba algún que otro hombre. Nada de eso interesaba a Ángel y Louis, que se conformaban con observar y esperar. Durante seis semanas, ellos, y otros, tuvieron vigilado el edificio de Hoyle desde un apartamento alquilado, fijándose en todo lo que ocurría, tomando nota de las compañías de reparto, los empleados de la limpieza de las oficinas y otros servicios externos que se ocupaban del mantenimiento del edificio. En todo ese tiempo, no vieron salir a Hoyle de su apartamento ni una sola vez. Estaba aislado en su fortaleza, inaccesible.
El día después del entierro de Loretta Hoyle en Nueva Jersey, dieron sepultura a Willie Brew en Queens. Estaban presentes el Detective, Ángel y Louis, como también la ex mujer y todos sus amigos. El acto contó con una numerosa asistencia. El mecánico habría estado orgulloso.
Después del funeral, un pequeño grupo se retiró al bar de Nate para recordar a Willie. Ángel y Louis se sentaron en un rincón aparte, y nadie los molestó, no hasta pasada una hora, cuando Arno se presentó ante la puerta del bar. La gente ya había reparado en su ausencia, pero nadie sabía dónde estaba ni qué hacía. Se abrió paso entre los presentes, sin prestar atención a quienes le tendían la mano, le daban el pésame o le ofrecían una copa. Se detuvo por un instante frente al Detective y dijo:
– Tendrías que haber cuidado de él.
El Detective asintió con la cabeza pero calló.
Arno siguió hacia donde se hallaban Ángel y Louis. Se llevó la mano al bolsillo interior del único traje que tenía y sacó un sobre blanco que entregó a Louis.
– ¿Qué es? -preguntó Louis a la vez que cogía el sobre.
– Ábrelo y lo verás.
Louis así lo hizo. Contenía un cheque bancario.
– Son veintidós mil trescientos ochenta y cinco dólares -dijo Arno-. Es el dinero que Willie te debía por tu préstamo.
Louis metió el cheque en el sobre y trató de devolvérselo a Arno. Alrededor, la concurrencia se había quedado en silencio.
– No lo quiero -contestó Louis.
– Me da igual -repuso Arno-. Quédatelo. Es un dinero que se te debía. Ahora la deuda se ha saldado. Estamos en paz. No quiero que Willie esté bajo tierra en deuda con alguien. Ahora ha cumplido. Hemos cumplido. A cambio, te agradecería que en adelante te mantengas alejado de nuestro local.
«Nuestro» local. De Willie y suyo. Siempre había sido así, y así sería en el futuro. El nombre de Willie continuaría encima de la puerta, y Arno seguiría reparando los coches que le llegaran, cobrando sólo un poco de más.
Dicho esto, Arno les volvió la espalda y salió del bar. Recorrió la calle hasta el taller y entró por la puerta lateral. Encendió las luces y respiró hondo antes de ir al despacho y coger la botella de Maker's Mark del archivador. Se sirvió lo que quedaba en el tazón de Willie, se dirigió a la zona del taller, sacó su taburete preferido de un rincón y se sentó.
Entonces, Arno, ya verdaderamente solo, empezó a llorar.
Los empleados del servicio de limpieza de la piscina llegaron al edificio de Hoyle, como siempre, a las diecinueve horas, cuando Hoyle había concluido su sesión de natación de esa tarde. Los controles de mantenimiento se realizaban siempre a última hora del día, mientras Hoyle se preparaba para la cena, a fin de no alterar su rutina. Los empleados eran recibidos en el vestíbulo exterior por Simeon y otro guardaespaldas llamado Aristede, y allí los registraban y les pasaban el detector de metales. Los dos hombres que llegaron esa noche en particular no eran los de costumbre. Simeon los conocía a todos de vista y nombre, pero a aquéllos era la primera vez que los veía. Eran dos asiáticos: japoneses, pensó. Telefoneó a su casa a la propietaria del servicio de limpieza de piscinas y ella confirmó que sí, que eran empleados suyos. Dos miembros de la plantilla habitual estaban de baja y los otros tenían asignados otros compromisos, pero los japoneses eran buenos trabajadores, aseguró. Al menos creía que eran japoneses. A decir verdad, tampoco ella lo sabía con certeza. Simeon colgó, cacheó a los empleados una última vez para mayor seguridad, verificó sus cajas de herramientas y los recipientes de productos químicos en busca de armas y los dejó entrar en el sanctasanctórum de Hoyle.
La piscina de Nicholas Hoyle era lo más moderno y tecnológicamente avanzado que podía pagarse con dinero. Pulsando un botón se producía un efecto río que daba la sensación de nadar contra corriente, variable según el grado de ejercicio requerido. Tenía un sistema de esterilización UV, junto con un dosificador automático para mantener el nivel del cloro, un filtro de retroceso de aguas automático y un controlador de pH. Un robot limpiapiscinas Dolphin 3001 llevaba a cabo el cepillado y la aspiración de rutina y todo el sistema se supervisaba mediante un panel de control situado en una pequeña cabina ventilada al lado de la sauna de Hoyle. Si bien todo representaba un alto coste para el medio ambiente, Hoyle había tomado ciertas medidas a fin de ahorrar energía y ganar intimidad. Las luces se encendían al entrar y se apagaban al salir. Una vez que Hoyle se hallaba dentro de la zona de la piscina, un mecanismo de cierre activado con la palma de la mano la convertía en un espacio prácticamente inexpugnable.
Pero, como con cualquier sistema así de avanzado, el mantenimiento de rutina era esencial. Los electrodos de pH debían limpiarse y calibrarse, y las soluciones para el ajuste del cloro y el pH debían rellenarse. Por tanto, los dos asiáticos habían llevado consigo todos los líquidos y el equipo de análisis necesarios. Simeon observó mientras los empleados realizaban las tareas rutinarias charlando animadamente. Cuando terminaron, firmó la hoja de ruta y ellos se marcharon tras darle las gracias y dirigirle una pequeña reverencia antes de entrar en el ascensor.
– Unos hombrecillos muy educados, ¿no? -comentó Aristede, que llevaba trabajando para Hoyle casi tanto tiempo como Simeon.
– Eso parece -dijo Simeon.
– Mi viejo nunca se fió de ellos, no después de Pearl Harbor. Pero éstos me han caído simpáticos. Seguro que a él también le habrían caído simpáticos.
Simeon se abstuvo de hacer comentarios. Fuera cual fuera la raza o el credo, tendía a reservarse sus opiniones sobre los demás.
La propietaria del servicio de limpieza de piscinas se llamaba Eve Fielder. Había asumido la dirección tras la muerte de su padre y convertido el negocio en una empresa prestigiosa que atendía a clientes de alto nivel y gimnasios privados. En ese preciso momento tenía la mirada fija en el auricular que acababa de dejar en la horquilla y se preguntaba durante cuánto tiempo su empresa conservaría el prestigio a partir de entonces.