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– ¿Contentos? -preguntó al hombre sentado frente a ella.

El hombre llevaba un pasamontañas. Era de baja estatura, y ella estaba segura de que era blanco. Su colega, que era alto y, a juzgar por los asomos de piel que veía bajo el pasamontañas, negro, permanecía sentado tranquilamente a la mesa de la cocina. Había sintonizado en la radio vía satélite una espantosa emisora de música country y del Oeste, por lo que se adivinaba cierto grado de sadismo en aquel par que en esos momentos la retenía como rehén. A ella sola. Por primera vez en muchos años lamentó haberse divorciado.

– Muy contentos -respondió el hombre bajo-. Es lo mejor que podíamos esperar de la vida.

– ¿Y ahora qué?

Él consultó su reloj.

– Esperaremos.

– ¿Cuánto tiempo?

– Hasta mañana por la mañana. Entonces nos marcharemos.

– ¿Y el señor Hoyle?

– Tendrá una piscina muy limpia.

Fielder suspiró.

– Presiento que esto no va a ser bueno para mi negocio.

– Es probable.

La mujer suspiró de nuevo.

– ¿Sería posible quitar esa música tan hortera?

– No lo creo, pero mi compañero no tardará en marcharse.

– Es espantosa.

– Lo sé -contestó él, con aparente sinceridad-. Por si le sirve de consuelo, sólo tendrá que escucharla durante una hora. Yo, en cambio, cumplo cadena perpetua con eso como banda sonora.

Hoyle trabajó en su despacho hasta poco después de las nueve de la mañana. Era madrugador, pero le gustaba interrumpir la mañana con una sesión de ejercicio. Pasó una hora en el simulador de escalera de su gimnasio personal antes de quedarse en bañador y entrar en la zona de la piscina. Se detuvo a un lado con los dedos de los pies doblados en torno al borde. Se puso las gafas, tomó aire y se zambulló en la parte honda, casi sin salpicar al entrar en el agua, con los brazos extendidos y burbujas saliéndole de la nariz. Permaneció bajo el agua a lo largo de media piscina y luego asomó a la superficie.

El sistema de dosificación había sido alterado durante el control de mantenimiento, por lo que el agua estaba un poco más ácida, y se había añadido cianuro de sodio al sistema dosificador de cloro. Al activarse el mecanismo de cierre y encenderse las luces internas, la solución de cianuro se propagó rápidamente por el agua acidificada, dando lugar a la liberación de cianuro de hidrógeno.

El recinto de la piscina de Hoyle acababa de convertirse en una cámara de gas.

Hoyle ya se sentía mareado al final del segundo largo y aparentemente había perdido el sentido de la orientación porque acabó a un lado de la piscina, no en el extremo opuesto. Le costaba respirar y, pese a sus esfuerzos, su ritmo cardiaco era cada vez más lento. Empezaron a escocerle y arderle los ojos. Tenía un sabor acre en la boca, y vomitó en el agua. También le dolían los labios, y de pronto el dolor se extendió por todo el cuerpo. Empezó a impulsarse hacia la escalera, pero apenas podía mover los pies. Intentó pedir ayuda a gritos, pero le había entrado agua en la boca, y ahora también le ardían la lengua y la garganta.

El pánico se adueñó de él. Ya no podía moverse siquiera lo mínimo para permanecer a flote. Se hundió bajo la superficie y le pareció oír gritos, pero no vio nada porque ya estaba ciego. Abrió la boca y empezó a ahogarse con la sensación de que el agua le quemaba las entrañas.

Al cabo de unos minutos había muerto.

Cuando Simeon se dio cuenta de lo que sucedía, ya era tarde para salvar a su jefe. Consiguió anular el sistema de seguridad, pero en cuanto percibió el olor del aire en el recinto de la piscina se vio obligado a cerrarlo otra vez. Como precaución adicional, evacuó el ático hasta que quedó ventilado, y luego regresó él solo. Contempló el cadáver de Hoyle, suspendido en el agua.

Sonó el móvil de Simeon. El identificador decía que la llamada era un número privado.

– Simeon -dijo una voz masculina.

– ¿Quién es?

– Creo que ya sabe quién soy. -Simeon reconoció la voz grave de Louis.

– ¿Esto ha sido obra suya?

– Sí. No lo he visto saltar al agua para salvarlo.

Simeon miró alrededor instintivamente y recorrió con la vista los edificios altos que rodeaban la piscina, sus ventanas devolviéndole la mirada, impasibles, sin parpadear.

– Era mi jefe. Me había contratado para protegerlo, pero no para morir por él.

– Ha hecho lo que ha podido. No puede proteger a un hombre de sí mismo.

– ¿Y si ahora yo fuera por usted? Debo tener en cuenta mi reputación.

– Es usted un guardaespaldas, no una virgen. Creo que su reputación se recuperará. Si viene por mí, su salud no se recuperará. Le aconsejo que se aleje de esto. No creo que estuviera usted al corriente de lo que pasaba entre Hoyle y Leehagen. No me parece la clase de hombre que se sentiría cómodo tendiendo una trampa a otro, aunque quizá me equivoco. Quizá prefiera usted contradecirme.

Simeon guardó silencio por un momento.

– De acuerdo -dijo-. Me voy.

– Bien. No se quede en la ciudad. No se quede siquiera en el país. Estoy seguro de que un caballero con sus aptitudes no tendrá problemas para encontrar trabajo en otra parte, lejos de aquí. Un buen soldado siempre puede encontrar una guerra oportuna.

– ¿Y si no lo hago?

– Entonces tal vez nuestros caminos vuelvan a cruzarse. Alguien me dijo una vez que procurase no dejar testigos. No me gustaría empezar a pensar en usted desde ese punto de vista.

Simeon cortó la comunicación. Dejó el móvil y su pase de seguridad junto a la piscina y abandonó el ático de Hoyle. Descendió al vestíbulo, salió del edificio deprisa pero con naturalidad y miró hacia los grandes rascacielos que dominaban el perfil urbano, sobre los que se reflejaba en sus ventanas el sol de finales de otoño y las nubes blancas que surcaban el cielo. No dudó ni por un instante que podía considerarse afortunado de estar vivo. Sólo sintió una leve punzada de vergüenza por el hecho de estar huyendo, pero fue suficiente para obligarlo a detenerse en un esfuerzo por reafirmar su dignidad. Hizo un alto y levantó la vista hacia los edificios que lo rodeaban, desplazando los ojos de ventana en ventana, de marco en marco. Al cabo de un momento, asintió con la cabeza, tanto para sí como para el hombre que, lo sabía, seguía sus movimientos:

Louis, el asesino, el hombre quemado.

Louis, el último Hombre de la Guadaña.

John Connolly

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