Esther y Manolo, pese a la penuria reinante, comían de todo, porque lo compraban en el mercado negro. Continuamente cambiaban de sirvienta, porque Esther era muy exigente. La última se llamaba Margarita y era cleptómana. Esther se daba cuenta, pero puesto que robaba cositas sin valor y en lo demás cumplía a satisfacción, se la quedó a su servicio. Margarita perdió a su madre en un bombardeo de Valencia y su padre huyó a Francia y no sabía nada de él. Era guapetona y Ramón, el camarero del café Nacional, le echó la vista encima. "Si algún día me caso con ella, la llevaré de viaje a la Pampa argentina…"
Manolo y Esther estaban en contra de la División Azul. "Se traerán unas cuantas medallas y dejarán allí varios millares de muertos". No le perdonaban a Mateo que dejara a Pilar. La veían a menudo, pese a que Pilar, sin Mateo al lado, se sentía perdida en las reuniones.
Manolo iba enterándose, cómo no!, de la cantidad de fugitivos que entraban en España huyendo de la guerra.
– Si de mí dependiera -decía siempre-, se quedarían en España todos lo judíos, como se ha quedado Eva, puesto que son grandes creadores de riqueza.
– No te preocupes -razonaba Esther-. Saldrán a flote. Siempre ha sido así, desde Babilonia.
– No olvides que los cuatro grandes revolucionarios de la época moderna son judíos: Marx, Einstein, Freud y Charlot. Por cierto, que ayer mosén Alberto me informó de que el nombre de Charlot está prohibido por la censura. En las carteleras se le llama Garlitos o se dibuja un gráfico con el sombrero, el bastón y las gruesas alpargatas…
– Eso se basta para descalificar a un régimen -declaró Esther.
– Querida, recibe un beso por frase tan lapidaria.
Paz Alvear continuaba visitando a menudo a Matías en Telégrafos. Marcos, al verla, se ponía en pie y parecía dispuesto a besarle la mano. Matías, que además del reuma sufría de estreñimiento y de hipertensión, estaba a punto de dejar de fumar, pero en honor de su sobrina liaba un pitillo que le sabía a gloria, pues las fábricas de papel de fumar de Alcoy habían vuelto a abastecer el mercado.
Paz se preocupaba por los achaques de Matías, y le llevaba anuncios que aparecían en los periódicos. "Se siente usted apático? Contéstese esta pregunta: Son mis evacuaciones suficientes, completas o solamente parciales y poco sólidas? Pildoras de Brandeth". Matías no sabía qué hacer, pues creía mucho en las pócimas caseras de Carmen Elgazu. "Ahora resultará -decía- que España es un país de estreñidos". "Y de herniados -apostillaba Marco-. No ves estos anuncios? Bragueros de todas clases. Elíjalo a su medida. Doctor Alonso". "Contra las hernias, bragueros Mundet". Etcétera.
La muchacha se reía. Para ella el tabaco era una bendición, puesto que la ayudaba a tener esa voz desgarrada que tantos éxitos había proporcionado a la Gerona Jazz y que hacía las delicias de Damián. Un día Matías le enseñó un anuncio que la hizo enrojecer de rabia. "Un busto sano y desarrollado es un atractivo que puedes poseer tomando pildoras Circasianas. Laboratorio Tarrés".
– Es que yo necesito esa ayudita? -protestó Paz, irguiendo los pechos hasta marear a Marcos-. Tocad si queréis! -Los dos hombres hicieron ademán de complacerla y luego soltaron una carcajada.
Matías, al igual que Ignacio, aconsejaba a Paz que se refinara un poco, que se relacionase con gente de postín.
– En un año te convertirías en una señora.
– Y desde cuándo pretendo yo convertirme en una señora?
– Has nacido para eso. Ves lo que te ha ocurrido con Pachín? Pachín desconocía también los buenos modos…, y la jugada que te ha hecho no tiene perdón.
Era la herida de Paz, que no conseguía cicatrizar. Pachín, que continuaba jugando con el Club de Fútbol Barcelona, siendo la figura, y que había sido ya seleccionado para un partido contra Portugal -por cierto, que la selección no exhibió la tradicional camiseta "roja", sino otra azul-, le había dado, por fin, las calabazas definitivas. Pachín, atlético y rubio, no quería hipotecar su porvenir. Había cortado en seco sus excesos sexuales; y además, y eso era lo peor, se había cansado de Paz. En Barcelona, cumpliéndose lo presumible, encontró otras muchas vocalistas que parecían moscardones a su alrededor.
Paz había jurado venganza eterna; pero, ante el hecho consumado, no se le ocurría nada. Ello probaba una cosa: se estaba aburguesando, aunque no de la misma forma que Canela en París. Ganaba dos buenos sueldos -en la orquesta Gerona Jazz y en la perfumería Diana-, y además de vez en cuando volvía a posar para Cefe, quien la amenazaba con suicidarse si la muchacha no accedía a su petición.
Paz no era feliz. Y tenía remordimientos. Casi nunca se acordaba de su madre, "tía" Conchi, que murió como un pajarito. También lamentaba haber tratado siempre con dureza a su prima Pilar, que ahora pasaba horas muy amargas. Por si algo faltaba, su hermano, Manuel, siempre a la sombra de mosén Alberto, parecía un caso perdido: el muchacho estaba a punto de romper de una vez con sus titubeos y decirle: "El próximo curso entro en el seminario".
Cómo luchar contra lo que su tía Carmen llamaba auténtica vocación? No podía reprochar nada a Manuel. Cierto que el muchacho había recibido influencias que Paz consideraba nefastas, pero él era dueño de su porvenir. Continuaba diciendo por todas partes que las tallas de Cristo que veía y desempolvaba en el Museo Diocesano le habían provocado como un terremoto personal.
Así que uno de los consuelos de Paz era el pequeño Eloy, la mascota del piso de la Rambla y del Gerona Club de Fútbol, que se ganaba unas perras en el estadio de Vista Alegre ayudando al encargado del equipo, Rafa. Eloy era un encanto de muchacho, por su espontaneidad, por su humildad y por llamar las cosas por su nombre. El presidente del club, que seguía siendo el capitán Sánchez Bravo, le acariciaba el pelo cortado a cepillo y le decía: "Hala, te doy permiso para que pises el césped en los entrenamientos y le metas seis golazos al portero desde el punto de penalty".
Paz era generosa. La avaricia no era su pecado capital; su pecado acaso fueran los celos. A Eloy le regaló un jutbolín en miniatura, pintoresco juego que acababa de aparecer y que Matías aceptó de buen grado colocar en el cuarto del muchacho. Ambos jugaban partidas feroces; casi siempre ganaba Eloy. "Gracias, tío Matías. Mañana le pegaré otra paliza".
A Eloy cada día se le marcaban más las pecas del rostro, lo que le distinguía de los demás. Paz apretaba en ellas la molla del dedo y le decía: "Quién nos garantiza que eres vasco? No habrás llegado de Suecia o algo así?". Paz decía "algo así" porque no tenía una idea muy precisa de los demás países escandinavos.
Paz ya no iba a la Agencia Gerunda, porque por fin le habían encontrado, en la calle del Carmen, el piso confortable que andaba buscando, pero no por ello la Torre de Babel había renunciado a la muchacha. Una y otra vez se hacía el encontradizo y le enviaba ramos de flores. La verdad es que la Agencia Gerunda había prosperado lo suyo, gracias a su acuerdo con los Costa, y lo mismo la Torre de Babel que Padrosa, que el abogado Mijares, podían permitirse una serie de lujos con los que aquéllos jamás hubieran podido soñar en el Banco Arús. El papeleo era cada vez más complicado y la clientela afluía sin cesar. Padrosa esperaba poseer un coche para plantearle a Silvia, la manicura, sus propósitos de boda; la Torre de Babel esperaba lo mismo para hacerle a Paz una declaración formal. Los Costa los animaban. "Son dos bombones, dos peces de color". Paz, pensando en la Torre de Babel, estiraba los brazos y bostezaba y luego se iba a ver al librero Jaime para entregarle la cuota mensual que pagaba para el Socorro Rojo.
CAPÍTULO IV
MATEO Y SUS COMPAÑEROS gerundenses continuaban en el lago limen, que en buena parte estaba helado. Alfonso Estrada seguía muerto de miedo y contando cuentos tremebundos -que ahora no tenía que inventarse- alrededor de las hogueras. Cacerola le escuchaba como quien oye llover. A él le bastaba con escribir cartas a Hilda, su madrina alemana, que se portaba muy bien con él, que le contestaba a menudo y le enviaba paquetes con tabaco y gojosinas, además de alguna revista con generosa carne de mujer. Gracia Andújar era otra cosa, "se hacía desear"; o tal vez el correo desde España funcionase deficientemente. Sin embargo, les habían dicho que una vez a la semana salía un avión que desde Riga y pasando por Berlín enlazaba con la "madre patria".