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Rogelio, el camarero que recibió el asalto sexual del doctor Chaos, había sido asistente del capitán Arias. Ya no lo era, porque el capitán Arias había muerto. Una bala certera disparada por un partisano le destrozó el cerebro. Estaba enterrado no lejos de la isba. Le habían otorgado la Cruz de Hierro, y era un honor; pero también habían puesto en su tumba una cruz de palo, que simbolizaba el "hasta nunca". Rogelio era ahora el asistente del capitán Sandoval, aunque a éste el chico no acababa de gustarle. Era el único que, a la hora de rezar, salía fuera a fumarse un pitillo, marca Juno, como siempre.

Por su parte, Mateo no podía olvidar que el comandante Regoyos le había dicho que debía prepararse para una "dura misión". Y la orden llegó, poco antes de Navidad, es decir, poco antes de que los viejos ortodoxos clamaran "Christus, Christus!". Se trataba, en efecto, de intentar socorrer, liberar, a una patrulla de alemanes que estaban cercados más al sur, en la posición de Wswad. El capitán Ordás iría al mando de la operación. Mateo, con la fotografía de Pilar y de César en el bolsillo, se despidió de sus amigos pensando también que muchos alemanes casados habían muerto voluntariamente en la guerra de España.

Fue una odisea sin posible descripción, a través de la nieve, a una temperatura de treinta y tres grados bajo cero. Un esfuerzo titánico, como Mateo no recordaba otro igual. Grandes barreras de hielo y grietas como simas. Los hombres se iban congelando, se inutilizaban los aparatos de transmisiones, los trineos se rompían y las brújulas se volvían locas. Cuando cogían algún prisionero ruso, la cantinela era la misma: miles de esquiadores siberianos se hallaban distribuidos por la región. Pese a todo, la misión se cumplió, y los cercados alemanes abrazaron a sus liberadores sin acertar a pronunciar una sílaba. Uno de ellos balbuceó: "Gracias". Todos los libertadores oyeron esta palabra, porque quedaban solamente doce. De los doscientos seis hombres que salieron de Spaspiskopez, sólo quedaron doce combatientes, entre ellos, Mateo, herido de bala en una cadera.

Los alemanes, con una camilla sobre un trineo, se llevaron a Mateo a la retaguardia ahora libre, y lo depositaron en manos de un médico alemán que le practicó el primer reconocimiento y también la primera cura y que ordenó su traslado a un hospital español que había en la ciudad de Riga, antigua capital de Letonia. Mateo sufría horrores y se preguntaba si podría volver a andar. Por el momento el diagnóstico era imposible: faltaban las radiografías. Mil pensamientos se le agolparon en el cerebro, y al pasar de nuevo por Spaspiskopez oyó que unos divisionarios cantaban la copla de moda:

Rusia es cuestión de un día

para nuestra Infantería

pero acabaremos antes

gracias a los antitanques.

Tenemos que recorrer

mil kilómetros andando

para luego demostrar

lo que llevamos colgando.

A lo largo del recorrido le fue muy útil un diccionario ruso-español que le había arrumbado al capitán Arias, éste ya cadáver. Aunque abreviado, el librito contenía palabras clave que le servían para dar cuenta de su estado. Lo montaron en un coche que olía a guerra. Más tarde una ambulancia se puso a tiro y gracias a ella pudo llegar a Riga, al hospital, donde, efectivamente, había muchos españoles, entre ellos, Solita, la enfermera, la hija de don Óscar Pinel, fiscal de tasas!

Solita le reconoció y, viéndole sufrir, le dio un beso en la frente y una copa de coñac. Abrevió de tal modo los trámites, pese al barullo reinante, que a la hora exacta había sido reconocido por dos médicos, que diagnosticaron la destrucción de la articulación coxo-femoral. La herida era grave. "Te das cuenta? Anquilosis de cadera". Ello suponía que se quedaría cojo para el resto de su vida.

Mateo rompió a llorar. Hacía largo tiempo que no lloraba; tal vez, desde que escribió aquellas crónicas a raíz del traslado de los restos de José Antonio a El Escorial. Solita, con su bata blanca, era su único consuelo. Curiosamente, "la otra víctima del doctor Chaos" había engordado, su mirada era triste, pero toda ella respiraba energía. Le gustaba su profesión. Se sentía útil. Ahora más que nunca, debido a Mateo. "El personal de aquí se muestra muy duro, aunque hay que comprender las condiciones en que trabajan. Los cirujanos, día y noche, turnándose cuando se caen de cansancio. Los heridos cuentan, y ello te beneficia; los enfermos, nada. Ahí arriba, en el primer piso, tienes a Núñez Maza, consejero nacional, debilitado, hecho trizas, con fiebre cuyo origen no consiguen identificar. Y ahora, descansa… No te perderé de vista ni un minuto".

A Mateo le ocurrió lo que a los alemanes de la posición de Wswad: sólo pudo balbucear: "Gracias". Estaba inmovilizado. Y sufría tanto! Y cojo para siempre. Pensó en Pilar, en Matías, en Carmen, en Ignacio… Su nombre aparecería en la Hoja de Campaña en la que se relataban los hechos diarios y las gestas. Esta hoja ahora se llamaba Alcázar y tiraba cinco mil ejemplares.

Estaba soñoliento -Moncho solía decir: "Un poco de éter, y todos iguales"-, pero antes de dormirse pensó casi obsesivamente en Cacerola. Cuando se enterara de lo ocurrido! Era preciso evitar que se lo comunicara a Gracia Andújar. Pero, cómo hacerlo? Mateo pensó en sí mismo y tuvo que reconocer que, al alistarse, en el fondo se creyó que todo aquello sería un paseo militar hasta llegar a Moscú y participar en el gran desfile en la plaza Roja.

El camarada Núñez Maza, que al cabo de una hora exacta estaba junto al camastro de Mateo, tenía, en efecto, un aspecto cadavérico. "Estoy muy enfermo -le dijo-. Esos cabrones me han envenenado". Tenía los ojos idos, los ojos brillantes, los ojos de la fiebre. Toda su seguridad falangista se había desmoronado. Pensaba abandonar. Pensaba pedir el regreso a España, porque su problema era de vida o muerte. Él procedía de otro sector, más próximo a Leningrado. Tampoco sabía gran cosa de lo que ocurría en los otros frentes. Leningrado, de noche, ofrecía un espectáculo indescriptible. Las escuadrillas alemanas iban a bombardear la ciudad. Sus defensores iluminaban el cielo con potentes haces de luz, grandes bolsas de fuego de artificio y globos protectores. Alarde pirotécnico. Se defendían con baterías antiaéreas pero sin aviones de caza, ya que los pilotos rusos temían ser derribados.

Solita había sido también su ángel tutelar. Salazar, con su cachimba, se las iba arreglando. La última vez que le vio le habló de Serrano Súñer en tono de desconfianza. Y le habló también de las mujeres rusas, siempre dispuestas a lavar la ropa, a cocinar, así como de los hombres, que hacían trabajos de carpintería o cortaban leña. La cabana del camarada Salazar estaba llena de carteles de toros y de otros motivos característicos de la raza.

– Tú entiendes a los rusos? Perdona, que veo que la herida te hace sufrir…

– No importa. Poder hablar contigo es una bendición! En España, los jerarcas siempre parecíais muy distantes…

– Tal vez tengas razón. Aquí, cualquier vanidad se va al carajo. Te has percatado de cómo huele este hospital?

– Claro que sí. Al entrar, creí que me desmayaba.

– Fíjate en esos bidones que hay debajo de las camas y que sirven de orinales. De noche se hielan. Y cuando puedas salir, aunque sé que te costará un tiempo poder hacerlo, comprobarás hasta qué punto la nieve conserva intactos los cuerpos. Nadie los entierra. Y para colmo, de pronto, en el momento más impensado, se oye aquella canción tan nuestra que dice: me fui, al puesto que tengo allí…