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En esta ocasión, en otro lugar se celebraba también una reunión -la última-, en la que se despedía al padre Melchor Forteza, que regresaba al Japón. Estaban presentes el padre superior, el padre Forteza y el padre Jaraíz. El padre Melchor Forteza había sabido por la radio que todos los pelotaris españoles que actuaban en el Próximo Oriente se hallaban sin novedad y que los japoneses se pasaron un día entero sin hojear los periódicos, porque en ellos se veía a Mac Arthur mirando al emperador desde un plano superior, lo cual estaba prohibido. "Al emperador no se le puede mirar de arriba abajo. Él, por su estirpe divina, debe ocupar siempre el lugar más alto".

La despedida del padre Melchor fue emotiva. Había recibido muchos plácemes por los reportajes que publicó en Amanecer y había prometido enviar desde Nagasaki fotografías sobre las consecuencias de la explosión nuclear. Le esperaba una dura labor. Lástima que ni él, ni ninguno de sus compañeros de misión, fueran médicos. Sin duda la asistencia sanitaria sería lo más urgente. "Sobre todo se necesitarían dermatólogos, pues la piel de los radiactivados se les cae a jirones". Nagasaki! Madame Butterfly! Todo el mundo conocía la ópera. Ahora se haría todavía mucho más popular, pues el escenario de la acción era precisamente Nagasaki.

Los jesuítas gerundenses habían aprendido muchas cosas durante la estancia del padre Melchor en la ciudad. Que la religión oficial del Japón era el sintoísmo -el emperador-, pero que la religión mayoritaria era el budismo, con alta representación del budismo Zen. "Esta religión es insustituible para lograr el autodominio. Sin embargo, me parece imposible trasladarla a Occidente. El soma milenario interviene en esas cuestiones". También supieron que el teatro Kabuki duraba horas y horas, con sólo mímica y los hombres representando por igual los papeles masculinos y femeninos. "Todos los japoneses asisten periódicamente al Kabuki; en cambio, en Gerona no se dispone siquiera de una compañía teatral, y tampoco de una orquesta sinfónica. Menos mal que ese nuevo alcalde, tan joven, ha prometido preocuparse de esta cuestión". También les habló, por fin!, de las crueldades cometidas por los japoneses durante la guerra. "Quiero tanto a ese pueblo, que no quería rozar ese tema; pero mi obligación es ser imparcial y declarar que los japoneses se merecen también un proceso Nuremberg".

El padre Melchor regañó a su hermano. "Comprendo tus intenciones al jugar a ser payaso. Comprendo lo que significa que te rías a carcajadas ante el Sagrario; pero corres el peligro de que la gente piense que un día el Sagrario se reirá de ti. En tu lugar haría marcha atrás y manifestaría de otro modo la alegría interior que te embarga. Sabes? En estos días de estancia aquí me ha parecido observar que el pueblo es un tanto inconsciente, fruto tal vez de la ignorancia. Inconsciente e insensible. Resbala por encima de las cosas y cada cual actúa por libre, teniendo como límite el clan familiar y los amigos. Echo de menos la solidaridad. Hay un punto de egoísmo, de egoísmo casi feroz. Y eso lo mismo en las clases altas que en las bajas. Contra eso debes luchar e inculcar a tus congregantes la solidaridad y el amor a los viejos, que están, los pobres, muy desasistidos y deseando interiormente la eutanasia pasiva".

Los dos hermanos se abrazaron y el padre Melchor se volvió a misiones, después de despedirse dé Manuel Alvear. En Barcelona le indicarían qué ruta debería seguir, pues llegar a Alaska, a Anchorage, al parecer era difícil. "Pero llegaré, mi querido hermano. Los misioneros llegamos puntuales siempre. Llegamos puntuales incluso a la muerte".

* * *

La partida del padre Melchor coincidió con un giro de ciento ochenta grados de la actitud, de la personalidad, de mosén Falcó. Éste asistió a uno de los diversos cursillos que se celebraban para capellanes de prisiones y el último día entonó el mea culpa y se confesó de "abusos intolerables" en el ejercicio de su misión. Este cursillo tuvo lugar en el monasterio de Poblet, regentado por cistercienses. Fray Raimundo Abadal fue su director. Mosén Falcó, al despedirse, se quitó la medalla militar del pecho y en su lugar colgó una diminuta cruz.

Labor de introspección. De regreso a Gerona, repasó como en una película su actuación como capellán de la cárcel. Se horrorizó. Sobre todo al volver de la División Azul -ah, aquellos Christus, Christus, de los ancianos ortodoxos!-, se había mostrado implacable, hasta el extremo de que en cierta ocasión le escupieron a la cara. Odiaba a los llamados "rojos" y les decía que eran seres privilegiados porque conocían la hora exacta en que deberían presentarse ante el Señor. Qué barbaridad! Qué mosca, qué moscardón, le había picado? Lloró amargamente, ante la satisfacción de su hermana, Sara, la comadrona en la consulta del doctor Morell, la cual estaba cansada de advertirle que el cristianismo era amor, amor incluso a los enemigos.

Mosén Falcó se acordó de todo. De que había entrado por los estancos gritando: "Fuera las postales con beso!". De que en la piscina de la Dehesa, en cierta ocasión, armó un escándalo porque descubrió que un par de chicas exhibían un escueto bañador. De que le había pedido al señor obispo cerrar las casas de prostitución, aun en contra de la opinión, manifestada al respecto, por san Agustín. Etcétera. Un ser marmóreo, con apetencias represivas, que posiblemente arrancaban de la niñez. Porque su madre le inculcó el odio al pecado, sin matizar la cuestión. Y porque en el seminario le castigaron varias veces por sus poluciones nocturnas. Era preciso cambiar. El resultado había sido una actividad sacerdotal sin apenas fruto y que en Gerona inspiraba temor incluso a los niños. "Dimitiré. Dimitiré de capellán de prisión. Y seguro que el señor obispo me aceptará la dimisión".

En efecto, así fue. En vez de él, se ocuparía del cargo el padre Jaraiz, con lo que los reclusos no iban a ganar gran cosa. Él fue nombrado consiliario de Acción Católica, institución que, bajo la batuta de Jorge de Batlle, se abría camino día tras día, ante el asombro de Agustín Lago y Santiago Estrada, del Opus Dei, quienes no concebían que los católicos practicantes se contentasen con tan poca cosa.

Pronto la ciudad se dio cuenta del cambio operado en la persona de mosén Falcó. El doctor Andújar opinó: "Un triunfo de la psicoterapia". El doctor Chaos y Moncho más bien lo atribuyeron, bromeando, a un tratamiento de cirugía espiritual. "Las neuronas, las neuronas. Ahí está el quid de la cuestión". Mosén Falcó empezó a andar por las calles saludando a todo el mundo, regalando caramelos y pastillas Andreu a los chiquillos y repartiendo tebeos. Tebeos que antes había anatematizado porque en ellos solía imperar la violencia. Jaime, el librero, quedó estupefacto. "Me lo han cambiado", murmuró. Mosén Alberto le sugirió: "Yo, en tu lugar, mosén Falcó, haría una visita a la cárcel y les pediría perdón a los presos que creas haber ofendido. A los que estén vivos, claro… Esa humillación puede hacerte mucho bien".

Por los clavos de Cristo! Esto no se le había ocurrido a mosén Falcó. Dispuesto a obedecer, realizó esta gira purgante. Los reclusos -la cárcel estaba repleta- le recibieron de uñas. Él fue llamando a los que conocía, a los que habían sufrido su trato inquisitorial. Los más le dieron la espalda, convencidos de que les tomaba el pelo. Pero hubo dos que le miraron primero con extrañeza y luego con compasión. Uno al que había profetizado el infierno y al que en última instancia se le conmutó la pena de muerte le preguntó: "Qué quieres, macho? Estoy a tus órdenes". Mosén Falcó, que tenía las cejas hirsutas y el cuello excesivamente ancho, le contestó: "Nada. Pedirte perdón y estrecharte la mano". El hombre, contrabandista del Pirineo, le miró fijamente a los ojos y dijo: "De acuerdo". Y le estrechó la mano. El otro, un exhibicionista sexual, le espetó: "A qué vienes? A darme la absolución?". "Nada de eso. Vengo a pedirte excusas. Ya no me verás más por aquí…" El recluso le miró también a los ojos y se reblandeció. "Mira por dónde! Quién te ha convencido de que la naturaleza tiene sus caprichos? La bomba atómica?". Y le estrechó la mano.