José Luis estaba dispuesto a "echar una mano" siempre y cuando no se tratase de un privilegio. Por ello rechazó de plano un proyecto en el que Ángel había depositado muchas esperanzas: el famoso paseo Arqueológico de Gerona, ideado por mosén Alberto. Se trataba de adecentar el cinturón en torno a la parte trasera de la catedral y de las murallas, plagándola de miradores, plantando cipreses, de suerte que pudieran contemplarse a placer el valle de San Daniel y las antigüedades de la ciudad. "Nada de eso -cortó José Luis-. Eso es un lujo. Tiene prioridad el edificio del Seguro de Enfermedad".
Ángel lo comprendió. Y también Marta.
– Prohibidas las patentes de corso… -dijo la chica.
– No del todo -replicó Ángel-. Yo querría una patente de corso para amarte a ti.
– En ese terreno, todo lo que quieras.
Primero fue un corte en un dedo con un cuchillo de la cocina. No había forma de contener la hemorragia. Luego, picores en todo el cuerpo. Luego, ciertos trastornos visuales. Luego, la gordura.
Carmen Elgazu experimentó esas anomalías. El diagnóstico de Moncho, previo análisis, fue fulminante: diabetes. No muy acusada, de momento, pero diabetes. Serían necesarias la dieta y la insulina. Nada de azúcar -con lo golosa que era Carmen Elgazu-, nada de farináceas -con lo que le gustaba el pan-, nada de alcohol. E inyecciones de insulina dos veces al día. Lo que mayormente preocupaba a los diabéticos eran la vista y el corazón.
Alarma en el piso de la Rambla. Qué le ocurría a la mujer de Matías? Apenas curado su metatarso, diabetes y peligro para sus ojos y para su corazón. Esta última palabra sonaba fuerte, sonaba como un toque de tambor. Moncho procuró quitarle hierro al hecho, pero el hecho estaba ahí. "A partir de ahora, tendrá que cuidarse mucho. Claro que depende de la evolución de la enfermedad".
– Es el antes y después?
– Exactamente…
– Y eso no se cura?
– En principio, no. Pero, siguiendo el tratamiento, tampoco mata y acaba uno acostumbrándose.
Carmen Elgazu se echó a llorar. Todo el mundo la rodeó intentando consolarla. La excepción, como siempre, Ana María, a la que las muestras de conmiseración le parecieron exageradas.
– Por lo visto en vuestra familia no ha habido nunca enfermos…
– Afortunadamente, no -ronzó Ignacio-. Excepta yo, que de chaval contraje una enfermedad venérea.
– Cómo? Qué estás diciendo?
– Lo que oyes. La mujer se llamaba Canela. Era una prostituta.
Ana María se quedó con la duda de si Ignacio hablaba en serio o había tenido un exabrupto. Efectivamente, lo había tenido, porque Ignacio, al igual que los demás, sabía que la diabetes solía ser hereditaria. Pilar había recibido también el impacto y Matías se pasó dos semanas sin acudir al café Nacional. El padre de Carmen Elgazu fue diabético, de manera que Pilar podía serlo algún día, o podía serlo Ignacio, o podían serlo los dos. Lo consultaron con Moncho y éste se lo confirmó. "Claro que hay muchas clases y grados de diabetes, pero lo más probable es que en cualquier momento se manifieste en cualquiera de vosotros".
– Y en nuestros hijos, naturalmente… -sugirió Ignacio.
– Así es.
En el momento en que el pequeño César estaba radiante y en que Ana María esperaba un bebé! La familia se conmovió más de lo debido, hasta que Matías e Ignacio se enfrentaron con la realidad y dijeron en voz alta que con ello no se hundía el mundo. "Hay millones de diabéticos que conviven con su dolencia -comentó Matías-. Si no me equivoco, el notario Noguer lo es y no por ello la familia se pasa el día llorando". Moncho reforzó tal argumento diciendo que con la insulina se conseguía casi siempre la necesaria compensación. "Lo más necesario es ir controlándola, hacerse periódicamente los debidos análisis. Y aquí me tenéis".
La crisis fue remitiendo y volvió la calma en el clan Alvear. La más preocupada, Carmen Elgazu, no por haber sido ella la elegida, sino por la calamidad que suponía trasmitirla a su vez a alguno de sus hijos. "Dios mío! Es que he cometido algún pecado grave?". Mateo miraba a Pilar pensando: "Vaya! La que faltaba…" La muchacha e Ignacio competían en generosidad. "Prefiero que me toque a mí", pensaba Ignacio. "Prefiero que me toque a mí", pensaba Pilar. De haberlo sabido, Matías se hubiera sentido orgulloso. Otra novena a santa Teresita del Niño Jesús. Aunque, en esta ocasión, Matías rezó en serio y cada día cuidaba de encenderle a la santa un nuevo cirio.
Cosme Vila estimó que su labor en Moscú había terminado y, de acuerdo con la Pasionaria y Regina Suárez, decidió trasladarse a Francia, concretamente a Toulouse y reforzar la emisora Radio Pirenaica que allí funcionaba. Se llevó consigo a Leonor, su amante, hija de un coronel republicano que voló por los aires en el frente de Madrid. También, naturalmente, le acompañó su hijo, que contaba ya diez años de edad y que en Ufa le rebautizaron con el nombre de Wladimir. Wladimir hubiera querido quedarse en Rusia. Hablaba el ruso perfectamente y le gustaba el país, su inmensidad, sobre todo desde que había terminado la guerra y podían circular libremente. Habían hecho una excursión con el Transiberiano hasta casi el otro confín y entendió que la riqueza que contenía aquel subsuelo podía diseñar el futuro del mundo. Pero quería mucho a su padre, no dijo ni pío y se aprestó a ir a Toulouse, pese a que consideraba que los franceses habían sido unos cobardes.
' La Pasionaria' le dio a Cosme Vila las últimas instrucciones. Ella permanecería una temporada en una dacha que le habían asignado en las afueras de Moscú, en compañía de la maestra Regina Suárez. En cuanto al madrileño Ruano, se quedó en la capital soviética, porque en Ufa se había enamorado de una rusa, Tatiana de nombre, que le había ofrecido hospitalidad y la posibilidad de especializarse en lenguas orientales.
Cosme Vila, pues, junto con Leonor y Wladimir atravesó toda Europa en ferrocarril -Dios, cuánta destrucción!-, y al llegar a París se detuvo. No conocía la capital francesa y era la ocasión. Allí, en el local del SERÉ, se encontró con Antonio Casal y familia: la mujer y los cuatro hijos. Los dos hombres se abrazaron -no se veían desde 1939- y se contaron las respectivas odiseas. A Antonio Casal, que todavía llevaba el algodón en la oreja, todo lo que Cosme Vila le contó de la URSS lo puso en cuarentena. Él era anticomunista, porque el comunismo le parecía de un fanatismo dogmático que a la larga haría desgraciados a quienes vivieran bajo sus garras. Antonio Casal, tipógrafo, continuaba creyendo en el socialismo como cuando era su máximo representante en Gerona. No sólo había encontrado empleo en París sino que estaba en contacto, por fin!, con Julio García y los arquitectos Ribas y Massana, miembros todos, como el mismo, de la logia Ovidio, que a lo mejor resucitaría de sus cenizas.
Antonio Casal, en efecto, cayó prisionero de los alemanes y cavó muchas trincheras en el Muro del Atlántico, proyectado para contener el desembarco aliado en Europa. La victoria aliada había transformado a Casal. Ya no era el hombre pesimista, quejumbroso, de siempre. Su mujer no se explicaba 'el cambio; él, sí. "Entreveo la posibilidad de regresar a Gerona y organizar aquello a nuestro gusto. Naturalmente, contando ahora con la experiencia acumulada en estos años". Cosme Vila no veía tan claro el porvenir. "Vengo de Rusia. Desde allí todo se ve de otro modo. No creo que arriesguen ni un pelín para cambiar el régimen de ese pequeño país que figura en el mapa en el sudoeste de Europa". Antonio Casal quedó clavado. "No es ésta la opinión de Julio García. En su última carta…" Cosme Vila cortó: "Je, Julio García! Querrá levantarte la moral, que habitualmente la tenías por los suelos".