– Eternos también.
– Qué tal mi antiguo chófer, Miguel Rosselló?
– Es el chófer del nuevo gobernador. No podría vivir sin el volante en las manos.
Pasaron revista a la gestión del camarada Dávila. En su conjunto, y dadas las circunstancias, resultaba aceptable. El gobernador actual, camarada Montaraz, era mucho más duro e inflexible. Tal vez hubiera establecido una excesiva distancia entre él y la población.
Pronto debatieron la cuestión política. Juan Antonio Dávila era pesimista, no lo ocultó. No creía en la solución don Juan. Franco no cedería un ápice y, aparte de eso, don Juan, por su temperamento liberal, sería la antesala de una vuelta al Frente Popular. Franco, sensible en la intimidad, era marmóreo en sus decisiones. Él le visitó una vez en El Pardo y pudo ver sobre la mesa dos carpetas. Una decía: "Problemas que el tiempo ha resuelto"; la otra decía: "Problemas que el tiempo resolverá". Mientras los demás se devanaban los sesos, él seguía pescando y pintando. Sí, sí, pintaba cuadros al óleo, a imitación de Churchill! Ninguno de los dos eran Velázquez. Bucólicos, naíf, que era una manera elegante y educada de decir: aficionados.
– Contentos en Santander?
– Mucho. Es nuestra patria…
A juicio de Juan Antonio Dávila, Santander, Gerona y Guipúzcoa eran las tres provincias más ricas y completas de España. Al revés de Galicia, donde había empezado otra vez la emigración a América. Del incendio que arrasó Santander no quedaba ni rastro. Racionamiento escaso, como en todas partes. Ahora mismo había que enviar mucho aceite a Italia en pago de las deudas contraídas durante la guerra civil. Los maquis tenían poco que hacer allí. Algunas escaramuzas, sobre todo en centrales eléctricas, algunas ejecuciones y pare usted de contar. Lástima que no pudieran ver Santander iluminado. "He tenido que prohibir la luz en los escaparates, porque era un despilfarro".
Juan Antonio Dávila no había perdido la costumbre de hacer inhalaciones y de paladear caramelos de eucaliptos. Miró fijamente a la Voz de Alerta y le preguntó:
– Conque…, en la oposición, eh?
– Yo no diría tanto… Busco una salida, nada más.
– La buscaba también cuando se apoyaba en la vara de alcalde?
– Exactamente lo mismo. El porvenir de España me interesa más que mi trayectoria personal…
– Nunca fue usted amigo de la Falange, verdad?
– No, nunca. Ya lo sabe usted… Nací monárquico y monárquico moriré.
– Pues yo sigo en las mismas, fíjese… Con la camisa azul y el yugo y las flechas. Sé que ahora no estamos de moda, pero el sarampión pasará y los Núñez Maza de turno tendrán que tragarse sapos y culebras.
Carlota, la condesa de Rubí, intervino:
– En Cataluña hay cierto malestar… -dijo-. La guerra civil terminó hace seis años y todavía no se pueden publicar ni libros ni periódicos en catalán. Y todos los rótulos, en castellano. Me gustaría saber por qué.
El camarada Dávila miró con fijeza a Carlota. No la conocía y no sabía si aquello era o no era un desafío.
– El idioma es fundamental para mantener la unidad de un pueblo. O no lo cree usted así?
– Lo creo así. Por lo tanto, y teniendo en cuenta que Cataluña es un pueblo, nuestro idioma debería ser el catalán…
La intervención de Carlota dejó perplejos a todos, incluso a la Voz de Alerta.
– Vamos a ver, vamos a ver si nos entendemos… -prosiguió el camarada Dávila-. Quiere usted decir que el castellano debería prohibirse en Cataluña?
– Nada de eso. El que quiera hablarlo, que lo hable… -marcó una pausa-. Pero el catalán debería ser el idioma oficial.
El camarada Dávila estuvo a punto de levantarse. Por fin, respiró hondo y se sacó el tubo de inhalaciones. Se dirigió a la Voz de Alerta intentando sonreír y le preguntó:
– Su señora está hablando en serio, o es una broma que se traía preparada?
' La Voz de Alerta' carraspeó. Vaciló unos instantes.
– Sería inútil andarse con circunloquios… Ella piensa así, y así se ha expresado.
María del Mar decidió mediar en el asunto.
– Lo que usted ha dicho, Carlota, es un poco fuerte… Quiere darnos a entender que es usted separatista?
– No forzosamente… -contestó, con mucha calma, la condesa de Rubí-. No querría imponer la cuestión a la fuerza. Pero se podría celebrar, por ejemplo, un plebiscito, un referéndum, para ver lo que opina el pueblo de Cataluña.
El gobernador tuvo que apelar a su buena crianza para no soltar un exabrupto. ' La Voz de Alerta' hubiera querido esconderse debajo de una mesa. Quién diablos les obligó a ir allí?
– Señora… -comenzó el camarada Dávila, inhalando una ración de mentol-. Aquí no hay más que un pueblo: España. Cataluña es una región dentro del marco español, y nada más. Lo demás está, incluso, castigado por las leyes…
– Qué leyes? Las que dictaron ustedes al terminar la guerra civil?
– Exacto. Las leyes que dictamos los vencedores. O es que usted hubiera preferido que ganaran los rojos?
– Yo deseaba que ganara Franco, el Ejército español. Pero nunca pude imaginar que luego se dedicara a quemar nuestras banderas.
– Nuestras banderas? -el camarada Dávila hacía grandes esfuerzos para contenerse-. Una es la catalana. Y las otras?
– La del País Vasco y la de Galicia. Los tres países tenemos historia y cada uno su propia lengua, y le juro a usted que esto no se suprime por decreto…
El camarada Dávila se levantó. Dio unos pasos alrededor de su propio sillón y volvió a sentarse. Entonces intervino de nuevo María del Mar.
– A usted no le importaría desgajarse de España…? Formar una nación aparte?
Carlota no lo dudó un instante.
– Personalmente, me encantaría. Pero no estoy segura de que todos los catalanes piensen igual. Por eso he hablado de plebiscito o referéndum…
' La Voz de Alerta' rompió su mutismo.
– Para empezar, a mí me importaría. Yo me siento, primero español, luego catalán.
– Yo no -remachó Carlota.
Cartas boca arriba. La cosa estaba clara. Carlota vertió un torrente de palabras parecido al de Javier en Pamplona. Cataluña poseía los tres atributos requeridos para constituirse en nación: historia propia, cultura propia, lengua propia. Sola con su destino, saldría adelante sin problemas y con holgura, dados el temperamento y la virtud laboriosa de sus habitantes. España sería siempre para ella un lastre. Qué tenían en común un catalán y un andaluz? Y un vasco y un castellano? Absolutamente nada. Unas fronteras trazadas al azar, que hubieran podido ser completamente distintas. El idioma catalán, tal vez más antiguo que el castellano, en otros tiempos se difundió por todo el Mediterráneo. Ella, en Madrid -y por supuesto, en Santander- se sentía extranjera. Y suponía que los señores Dávila se sintieron siempre extranjeros en Gerona. Había hechos diferenciales que no podían obviarse. Con las bayonetas en la mano podía obligarse a los catalanes a decir: sí, madre; pero en cuanto se retiraran las bayonetas volverían a decir: sí, mare. Era una herejía malsana la manipulación de los libros de texto para imbuir a los pequeños la noción de que no había más patria que España. El chantaje podía durar diez años, veinte, cuarenta, pero algún día las aguas volverían a su cauce y los catalanes blandirían de nuevo su señera, cantarían sus canciones y celebrarían sus fiestas folklóricas. Ya se bailaban sardanas: primer paso. En 1939, ello hubiera supuesto el paredón. Poco a poco, por la inercia de la historia, Cataluña recobraría sus derechos inalienables y su personalidad. Franco obró muy astutamente enviando a tantos "depurados" a Cataluña y procurando que los guardia civiles se casaran con sirvientas catalanas. Creó una ambigüedad, algo híbrido, que no conducía a ninguna parte. Cataluña se había calado hasta los huesos para ser lo que era. Sin riqueza subterránea, sin minas de acero o de hierro, sin materias primas para crear una industria metalúrgica poderosa o unos astilleros, había tomado el tren de la revolución industrial y andaba a la cabeza de la renta per cápita. Su propio padre, el conde de Rubí, era un capitoste de la industria textil y Dios sabe lo que le costó, pues los Rubí se arruinaron y él empezó con seis telares nada más. Para pegar el salto de la sociedad agrícola a la sociedad industrial se necesitaba mucho esfuerzo y mucha imaginación. Cataluña suministraba prohombres en todas las parcelas: pintura, escultura, literatura, música, canto, artesanía, etc. Lo único que no sabía crear eran grandes bancos, tal vez porque la moneda no era el motor de su laboriosidad. Fueron los viajantes de comercio catalanes, con el muestrario al hombro y durmiendo en fondas infectas, las correas de transmisión para muchas zonas rurales de España, que quedaban a trasmano de cualquier novedad. Sin contar con la riqueza creada en América. Los catalanes en el exilio habían sido una bolsa de oxígeno para aquellos países de indolencia generalizada. Les habían dado un empujón, como se lo habían dado a esa abstracción llamada España. En fin, no quería seguir tocando este tema, para ella muy querido, puesto que su título de nobleza, condesa de Rubí, era más antiguo que los monumentos de Santander. Prefería callarse, puesto que advertía que no podría convencerles nunca; pero había expuesto una síntesis de sus argumentos y ahora los señores Dávila decidirían si le servían otra taza de té o la esposaban y la mandaban a la cárcel.