Llegado a Bilbao, siguió la misma trayectoria que doña Amparo. Llamada telefónica a Matías -con voz trémula-, y el tren hasta Barcelona. Matías le aconsejó -también con voz trémula- que en Barcelona alquilara un taxi que le depositara directamente en el piso de la Rambla. "A tu mujer, en este último trayecto, le dieron dos bocadillos que le sentaron fatal. Tú enseña un paquete de dólares y verás que te tratan como si fueras Clark Gable".
Julio siguió las instrucciones. La estación de Barcelona le pareció la antesala del infierno. Cafarnaúm. Riadas humanas se cruzaban de un tren a otro y en los andenes mucha gente -muchos soldados- en el suelo, dormitando, con la mochila por almohada. Tuvo que ir a los urinarios y casi salió vomitando. Compró varias revistas y periódicos – La Vanguardia!- y salió fuera de la estación. Una hilera de taxis con gasógeno que apestaban. Eligió un chófer de mediana edad y le dijo, entregándole el equipaje: "A Gerona". "A Gerona?", le preguntó el taxista, asombrado. "Sí, a Gerona. Es que no figura en el mapa? Si mal no recuerdo la distancia es de cien kilómetros". "De acuerdo. Pero aguarde un momento… Voy a decirle a un compañero que avise a mi mujer".
Poco después enfilaron la carretera. El taxista llevaba a la derecha del volante una imagen de la Virgen de Montserrat, una chapa con la efigie de san Cristóbal y un retrato de Franco. También un ramillete de flores. El hombre, completamente calvo, andaría por los cincuenta. Hubiera resultado inútil pedirle más velocidad. "El gasógeno, sabe usted… Y ya ve cómo está la carretera".
Julio iba acordándose de los nombres de los pueblos. Badalona, Montgat… De repente, otra vez el mar. Le sorprendió que no hubiera controles, como en aquellos tiempos de la FAI. Controles de guardia civiles. En América no cesaban de despotricar contra la guardia civil y el poema que les dedicó García Lorca aparecía en todas las publicaciones literarias.
– De dónde es usted, si puede saberse? -preguntó Julio.
– De Logroño.
– Qué tal el negocio del taxi?
– Psé…
Julio se dio cuenta de que el hombre no le contestaría más que con monosílabos. Por lo visto era algo completamente fuera de lo corriente una carrera de cien kilómetros. Probó hablarle de la guerra… "Dónde estuvo usted?". "Por ahí, pegando saltos, como todo el mundo". "Yo vengo de América… Llevaba tiempo fuera de España". "Ya…"
Le ofreció un cigarrillo americano.
– Oh, muchas gracias! -y el hombre lo tomó y lo encendió con fruición.
Julio encendió uno a su vez, con su boquilla de oro, que provenía de su estancia en la avenida Foch. Se ladeó un poco más el sombrero, como siempre y desplegó La Vanguardia. Por todos los santos, por todas las logias del mundo! Marzo, 30. Pasado mañana, gran desfile de la Victoria, A eso se le llamaba hilar delgado. Pasado mañana, 1 de abril, séptimo aniversario de aquel 1 de abril de 1939, en que Franco firmó el histórico parte: la guerra ha terminado. Julio notó que se le revolvían las tripas. Franco aparecía vestido de Generalísimo y medio periódico era hagiográfico. Qué lenguaje! Seis, siete, ocho artículos laudatorios, desde todos los ángulos, destacando el del director, Luis de Galinsoga, quien proclamaba a Franco "El eco de Dios". Julio empezó por sonreír. Luego soltó una carcajada. "Ja, ja!". El taxista le miró por el espejo retrovisor, pero no soltó una sílaba. Y Julio, sin ánimo para seguir leyendo, de repente se sintió un poco cansado y se adormeció.
Gerona!
– Dónde le dejo?
– Hotel Peninsular…
– Conoce usted el camino?
– Cuando yo le avise, tuerce a la derecha…
Julio hubiera deseado prolongar aquel instante. Le faltaban ojos para mirar. Reconocía los comercios, los edificios. Amparo le había advertido: "El hotel Peninsular está en la calle José Antonio Primo de Rivera, antes calle Francisco Ascaso". Allí se hospedaba también el cónsul norteamericano, mister John Stern. Llegaron frente al hotel, un mozo salió por el equipaje y Julio arregló cuentas con el taxista, añadiendo una propina que le hizo temblar.
El recepcionista le reconoció. Era evidente que le reconoció. Y al ver el pasaporte norteamericano expresó su asombro. Tampoco hizo el menor comentario y Julio rellenó la ficha. Inmediatamente después subió a su habitación, se duchó, se mudó de ropa y por fin llamó al piso de la Rambla, al piso de los Alvear.
Matías estaba esperando la llamada y al oír el ringgg pegó un salto.
– Julio!
– Matías!
– Vente en seguida… Te acordarás del camino, verdad?
– Lo intentaré!
Minutos después, en el piso de la Rambla los dos hombres se fundían en un fuerte, interminable abrazo. A seguido Julio abrazó a Carmen Elgazu, a la que encontró muy desmejorada; Matías, en cambio, era el de siempre, con algunas canas más y las gafas, que le sentaban muy bien.
– Estás hecho un chaval! -dijo Julio.
– Sí, del Frente de Juventudes…
Julio parpadeó unos instantes.
– Ah, claro! Ya caigo…
Eloy salió de su cuarto y ofreció la mano a Julio. Éste le correspondió. Amparo le había hablado del muchacho: "Se llama Eloy y se pirra por el fútbol". "Pues le llevaré una pelota de rugby, con la que podrá presumir".
Julio y Matías no cesaban de mirarse, mientras Carmen Elgazu les preparaba sendas tazas de café-café. Un manantial de recuerdos brotó en sus cerebros, desde el Madrid que ellos habían conocido hasta el día en que Matías le pidió al ex policía que le buscara un empleo para Ignacio, que finalmente resultó ser el de botones en el Banco Arús.
– Ya no te acordarás del chotis…
– Cómo! En Washington no se baila otra cosa…
– Ja, ja!
Julio preguntó:
– Y la tertulia del café Neutral?
Matías sonrió.
– Aquí no hay nada que sea neutral, excepto un seguro servidor… Ahora se llama Nacional… -marcó una pausa-. Pues la tertulia sigue adelante! Claro que con los nombres cambiados. Ahora hay un tal Marcos, que está conmigo en Telégrafos; un tal Galindo; un tal Grote… Y Ramón, el camarero! Ése sigue todavía.
– No me digas! Con su manía por los viajes?
– Exactamente.
– Pues le invitaré a que se venga conmigo a América!
– No lo hagas, que le da un colapso y se nos muere…
Julio, al oír "se nos muere", palideció. La alusión a la muerte, soltada inesperadamente, le trajo otro tipo de recuerdos. Recordó los inicios de la guerra civil y luego las playas de Argeles y de Banyuls-sur-Mer, convertidos en campos de refugiados. A Matías le ocurrió lo propio y se acordó de César. Por fortuna, Carmen Elgazu estaba al quite y les sacó del atolladero.
– Un poco más de café?
– No, gracias.
– Y tu mujer, Amparo? Se marchó contenta?
– Cómo! Me dijo textualmente: no hay palabras para agradecerles a los Alvear lo que han hecho por mí…
– Bah. Aquello fue un soplo y se marchó… -Matías añadió-: Me pareció que Gerona, la Gerona actual, no acababa de gustarle.
– Bueno! Ya sabes. La tengo mal acostumbrada.
– Me pareció que lo que más le dolía era no poder llevar sombrero…
– Je, qué curioso! Como siempre, has dado en el clavo…
Matías interrumpió el diálogo.
– Qué te parece si llamo a Ignacio para decirle que estás aquí?
– Ignacio! Cómo no se te ha ocurrido antes? Y yo que creí que toda la familia estaría esperándome…
Matías llamó al bufete de Manolo y a los diez minutos Ignacio llegaba, saltando los peldaños de dos en dos.
– Ignacio, ilustre abogado…!
– Julio, el ilustre yanqui…!
Se fundieron también en un abrazo. Julio quedó impresionado ante el aspecto del muchacho. Era la viva estampa del vencedor. Cabeza despejada, ojos negros y un bigotito que, al igual que las gafas a Matías, le sentaba muy bien.