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– Qué tal el viaje?

– Agua… Mucha agua!

– Pues aquí hay una sequía que no veas.

– Tengo ganas de conocer a Ana María…

– Comienza a estar un poco gordita.

– Ah, pillín!

– Lo natural, no es cierto?

Julio echó una bocanada de humo.

– Para quien crea en la especie humana, sí…

* * *

La noticia de que Julio García estaba en Gerona corrió de boca en boca. Quedaba claro que el nombre les resultaba familiar incluso a los llegados después de la guerra civil. Más conocido que las moscas, que las moscas de San Narciso. "Ahí va!", exclamó la Andaluza. "Ahí va!", exclamó el patrón del Cocodrilo. Y algo parecido exclamaron Dámaso, el perfumista-peluquero, y Quintana, el compositor de sardanas, y el notario Noguer, y Jorge de Batlle, y los hermanos Costa y un largo etcétera. La Torre de Babel le dijo a Paz: "Ya tienes aquí a tu hombre". Paz había oído hablar tanto de Julio García que ardía en deseos de conocerle. Ahora tendría ocasión. Rogelio, en la cafetería España comentó: "Me gustará que entre aquí a pedir una copita de coñac. Le pondré un poco de dinamita dentro y que Dios reparta suerte".

La tónica general fue la curiosidad. Excepto para las autoridades y para los falangistas. Don Isidro Moreno, el comisario de Policía, que tenía en comisaría un expediente de unos trescientos folios que decía: "Julio García", barbotó: "Algo hay que hacer". Lo mismo pensaba el camarada Montaraz, quien a través de Miguel Rosselló se conocía la vida y milagros del ex policía. Miguel Rosselló reaccionó como Rogelio y el general Sánchez Bravo, que una vez más se había reconciliado ya con su hijo, le dijo a doña Cecilia: "Esto es intolerable". ' La Voz de Alerta' y mosén Alberto se quedaron con la boca abierta. "Qué osadía! Qué provocación!". Solita le dijo al doctor Andújar: "Ahí tiene usted un cerebro digno de estudio".

Reunión urgente en el Gobierno Civil, al igual que cuando llegó la primera noticia de la entrada de los maquis por la frontera del valle de Aran. Todo el mundo estaba de acuerdo. "Algo hay que hacer". Pero ese "algo" no era nada fácil. Rogelio tenía razón: se merecía una buena carga de dinamita o vaciarle en el pecho un cargador entero. Sin embargo, había un inconveniente, ya previsto por el interesado: el pasaporte norteamericano. Era obvio que el cónsul, mister John Stern, estaría al quite y que los dos hombres se darían un paseo juntos por la Rambla para que todo el mundo les identificara. "Para mayor inri, los dos se pasearían hablando inglés".

A la reunión asistieron incluso José Luis Martínez de Soria y Mateo. El único miembro de las fuerzas vivas que no hizo acto de presencia -estaba "acatarrada"- fue Marta. Tampoco asistió Cacerola. Se discutió la jugada desde todos los ángulos. "Algo hay que hacer". Se descartó la pena de muerte, que hubiera sido lo correcto, a juicio de don Isidro Moreno. Pero a éste, precisamente, los Estados Unidos le tenían la moral ganada. En su lugar, los ex divisionarios León Izquierdo y Pedro Ibáñez, junto con Miguel Rosselló, se ofrecieron voluntarios para pegarle "la paliza del siglo", mucho más cruenta que la que recibiera en su día el librero Jaime. La propuesta ocasionó un momento de perplejidad. "Tal vez fuera factible".

Pero hubo tres votos en contra.

El del camarada Montaraz:

– No puede tocársele ni un pelo.

El del alcalde, José Luis:

– Yo no puedo opinar, porque salvó a Marta.

Y, sobre todo, el de Mateo:

– Yo tampoco puedo opinar, porque salvó a mi padre.

– Si empezamos con salvaciones, estamos condenados a no hacer nada! -argumentó León Izquierdo, director de la Biblioteca Municipal a raíz del suicidio de Ricardo Montero.

– Es masón, como lo fue mi padre! -terció Miguel Rosselló-. Y mi padre está enterrado en el penal de Santa María.

Pedro Ibáñez, empleado en Abastos, obsesionado por las cartillas de racionamiento, apuntó que tal vez pudiesen secuestrarlo por espacio de tres o cuatro días y tenerlo a pan y agua.

Todas las propuestas caían por sí solas, ante la indiferencia general, exceptuando a don Isidro Moreno, que hubiera querido aceptarlas y ponerlas en práctica todas a la vez.

Llegó un momento en que se sintieron acomplejados, humillados. Con la cantidad de gente que entre todos los reunidos habían metido en chirona y llevado al paredón, y he aquí que ahora, un pez gordo, ex comisario, masón por más señas, amigo y protector de todos los comités habidos y por haber, un cínico, un pícaro de siete suelas, iba a pasearse ante sus narices y no podían echarle el guante. Por qué? Por el color de su pasaporte y porque se dedicó a dos o tres obras benéficas, posiblemente en previsión de si algún día tenía que rendir cuentas.

Mateo, a quien la cadera, en aquella reunión, dolía de un modo especial, aceptó de plano que aquello era humillante, sobre todo teniendo en cuenta que había milicianos en la fosa común cuyo único delito fue estar afiliados a Izquierda Republicana o a Acción Catalana y haber montado guardia, detrás de unos sacos terreros, en el puente de Piedra o a la salida de la ciudad. Pero cada quisque era cada quisque; cada conciencia tenía su sonido particular y él no podía olvidar que su padre, don Emilio Santos, le hizo prometer una vez: "Si algún día se presenta Julio García y tú tienes voz y voto, acuérdate de que me salvó el pellejo jugándose él la vida, o poco menos".

Hubo un momento de silencio, que rompió el alcalde, José Luis, quien hablaba en nombre propio y en nombre de Marta. Antes de salir de su casa Marta le dijo: "Yo no voy a ir, primero por el catarro y luego porque el nombre de Julio García me repugna; pero haz lo que puedas para que no le ocurra nada".

Don Isidro Moreno era el más duro de roer. Se había traído consigo el expediente de casi trescientas páginas y desde su llegada a Gerona no había tenido ocasión de dar la campanada. Abrió la carpeta al azar y leyó: "Se enriqueció comprando armas para los rojos". Al lado de esto, su predecesor, don Eusebio Ferrándíz, había anotado tres cruces.

– No hay una cruz sola, señores -indicó-. Hay tres!

El camarada Montaraz rompió el sexto cacahuete y remató:

– Como si hubiera anotado cuarenta cruces. Esta mañana me ha llamado el cónsul, mister John Stern, con un pretexto absurdo y me hizo saber que había llegado al hotel un compatriota suyo, de origen español, llamado Julio García.

Estas palabras, y el tono con que las pronunció, cayeron como un jarro de agua fría sobre los componentes de la reunión. Hubo una pausa, marcada por la tensión, hasta que Miguel Rosselló se levantó y ante el asombro de todos declaró:

– Ésta es la decisión oficial… Pero supongo que nadie impedirá a nadie obrar bajo su personal responsabilidad.

– Por supuesto, camarada -habló, con voz tranquila, el gobernador-. Siempre y cuando quien actúe sepa que sobre él caerá el imperativo de la ley.

– De acuerdo -aceptó Miguel Rosselló.

La reunión se dispersó, y a la salida se formaron varios grupos. Obedientes a la tesis de las afinidades electivas, a los diez minutos los ex divisionarios y Miguel Rosselló se encontraron en la cafetería España, situada a menos de cien metros del piso de los Alvear. Colgaron el letrero de "Cerrado" y Rogelio descorchó para sus camaradas una espacial botella de coñac. Tomaron asiento. Discutieron apasionadamente. Ninguno de los presentes quería dar por perdida la batalla. Era de suponer que Julio García permanecería en la ciudad lo menos una semana, tal vez un mes. Podían ocurrir muchas cosas. Lo más urgente era mandarle al hotel Peninsular un anónimo amenazándole. Podían escribirlo a máquina y el texto podía ser muy simple: "Distinguido señor cabrón. Si no desapareces antes de una semana te levantaremos la tapa de los sesos. Recuerdos a tus hermanos de la logia Ovidio".