Cuando las risas se apagaron, Julio les conminó a que le hablaran de España.
– He venido a eso. A ver y a enterarme…
Grote se disponía a complacerle, cuando entraron en el café el capitán Sánchez Bravo, acompañado de León Izquierdo y de Pedro Ibáñez. Se hizo un silencio.
– Qué ocurre, si puede saberse?
– Han entrado dos sabuesos. Dos ex divisionarios. Mejor que juguemos al dominó…
CAPÍTULO XXXVII
EN LOS DÍAS SUCESIVOS JULIO GARCÍA se dedicó a vagar por la ciudad. Tenía miedo y se hacía acompañar por Matías, por Ignacio o por Paz Alvear. Cada vez se hundía más y más en los recuerdos. Entró en la catedral, para contemplar el Tapiz de la Creación. Entró en San Félix, para contemplar el Cristo yacente "-las reliquias de san Narciso eran de madera", subrayó- y subió al Museo Diocesano, donde mosén Alberto le hizo una discreta inclinación de cabeza. Nunca dejaba de mirar hacia el piso que antaño ocuparan él y doña Amparo y en el que ahora tenían el bufete Manolo e Ignacio. Esperaba que éste le invitara en nombre de Manolo y Esther; pero Ignacio se callaba. Julio llegó a la conclusión de que los jefes de Ignacio también le rechazaban.
El domingo almorzó en casa de la Torre de Babel y de Paz. Fue un almuerzo afortunado. Paz se desahogó con su huésped, en quien reencontró viejas ideas en cierto modo olvidadas. Quedó claro que detestaban las mismas cosas, sobre todo el fascismo en cualquiera de sus manifestaciones. Hablaron de la democracia. Era la fórmula política ideal; era la libertad. Por eso Paz admiraba a los Estados Unidos, los cuales, a su entender, fueron quienes ganaron la guerra. La Torre de Babel dijo que, en política, el ideal no existía, que el ideal era Agencia Gerunda, puesto que lo resolvía todo, incluso los problemas que planteaba una mujer ambiciosa y contradictoria como Paz. Julio se derritió contemplando a la sobrina de Matías, la cual no tenía necesidad de ir a la sauna ni de que le llamaran "cachonda" para subirse al séptimo cielo. Con un ramo de flores rojas le bastaba. Y con alusiones a quellos tiempos en que galvanizaba a las parejas cantando en la Gerona Jazz y en que regalaba sobrecitos de la perfumería Diana. La Torre de Babel se interesó por el funcionamiento de los bancos en Norteamérica. Julio le contestó: "Yo, de esto, no entiendo ni jota. Tengo mis ahorros en el National Bank y cuando necesito dinero voy y me lo dan".
El domingo por la noche cenó en casa de Alfonso Reyes. Fue, también, un encuentro afortunado. Julio quería mucho al cajero del Banco Anís, al que en tiempos había hecho varios favores, aprovechándose de su amistad con el director. Se interesó por su trabajo en el Valle de los Caídos, del que Matías le había hablado. Ahí Julio se llevó la gran sorpresa. Alfonso Reyes seguía en sus trece: fuera resentimientos. Prefería almacenar buenos recuerdos y descartar los malos. En el Valle vivió horas inolvidables de compañerismo, y no sólo entre los condenados, sino entre éstos y los vigilantes. Cuando pasó al economato, no le faltó ni comida ni tabaco. Reconocía que el Régimen cercenaba libertades elementales y que había cometido abusos sin nombre. Pero y en los comienzos de la guerra civil? Qué hizo la República? Entregar las armas al pueblo. Primero se adueñaron del cotarro los anarquistas y luego los comunistas. Se hablaba de siete mil sacerdotes asesinados. Él se había jurado a sí mismo no creer nunca más en medallas de una sola cara. Ahora vivía tranquilo, no metiéndose con nadie y posando a menudo para un formidable pintor que decía llamarse Félix Reyes.
Julio admiró la entereza y la campechanía de su anfitrión. En cuanto a Félix, al término de la cena le sacó un apunte a Julio, en el que le arrancó las entrañas. Un apunte al carbón, ligero al parecer, pero de una profundidad psicológica que desconcertó al ex policía. "Dónde has aprendido todo esto?". "Mi profesor es Cefe. Debe usted acordarse de él…" "El de la pajarita en el cuello?". "Pajarita y melena. Y discípulo de Miguel Ángel".
Puesto que era de noche, Alfonso y Félix le acompañaron al hotel, en cuyo vestíbulo le estaba esperando el cónsul, mister John Stern. "No debe usted andar por las calles a estas horas -le recriminó el cónsul, con cierta aspereza-. No pienso convertirme en su niñera. A partir de ahora, juegúese el tipo cuantas veces quiera".
El martes almorzó en casa de Ignacio y Ana María. Ésta impresionó mucho a Julio García. Aparte la comida, que fue espléndida, la muchacha rebosaba clase por los cuatro costados. Naturalmente, Ana María le preguntó por su padre, don Rosendo Sarro. "Sé que se han visto ustedes un par de veces. Me gustaría saber cómo está, si ha cambiado mucho". "Ha engordado -le contestó Julio-. Pero continúa trabajando como si tuviera treinta años. Lleno de energía y de ambición. No puedo decirte lo mismo de tu madre, que no logra acostumbrarse al Brasil. Yo les aconsejo que se vengan a Washington y que, cuando puedan, pidan también la nacionalidad norteamericana. Pero tu madre es testaruda. Dice que por nada del mundo renunciaría a ser española y olé".
Ana María se interesó vivamente por el tema de la masonería. Ahí había un misterio que ella nunca pudo desentrañar. Julio hizo un expresivo ademán. "Habíame de lo que quieras, pregúntame lo que quieras, pero no toques este tema. Es demasiado serio para; hablarlo entre plato y plato o en una sobremesa. En Gerona teníais un especialista: el subdirector del Banco Arús. Era compañero de Ignacio. Por desgracia le mataron y no puede informarte. Pero Ignacio aprendió mucho con él".
– Poca cosa -protestó Ignacio-. Era la suya una visión desde fuera, libresca. Sé algo del triángulo, de la plomada, del martillo, de los ritos de iniciación… Pero no alcanzo a comprender cuál es vuestro vínculo de unión, que abarca toda la tierra… -Ignacio guardó un silencio-. Sé, por ejemplo, que Roosevelt fue masón, que lo son Truman y Churchill. Mi pregunta es: "Cómo, teniendo tanta fuerza, se dejaron ganar la batalla en Yalta y en Potsdam?". Yo diría que han hecho ustedes el ridículo y que con su chaqueteo le han asestado un golpe mortal a la democracia…
Hubiérase dicho que Julio no se daba por enterado. Se arrellanó en el sillón, sosteniendo entre los dedos la boquilla de oro, humeante. Finalmente replicó, en tono aparentemente humilde:
– No puedo satisfacer tu curiosidad… yo no soy más que una especie de monaguillo de la logia Cavour, de Washington. Como lo era también en la logia Ovidio, de la calle del Pavo, de la que seguramente te acordarás…
– Monaguillo! Si usted era monaguillo en la calle del Pavo -ironizó Ignacio-, yo soy aquí el cardenal primado…
Julio se puso serio.
– Por favor, no insistáis… -y pidió permiso para ir al lavabo.
Al regreso, el clima se había distendido. Hablaron de la próxima maternidad de Ana María. "Todo bien, por el momento?". "Todo bien". "Tu padre, Ana María, no consigue entender que os vendierais el chalet de San Feliu y el yate…" "Mi padre es mi padre, y nosotros somos nosotros". "Has logrado aclimatarte en Gerona? En alguna de las cartas destilabas una cierta añoranza…" "Donde esté Ignacio, allí estaré yo". "Bravo! Es lo mismo que contesta Amparo cuando le preguntan si se aburre en Washington".
El comentario no acabó de gustarle a Ana María. Una cierta frialdad se apoderó del ambiente, que los esfuerzos de Ignacio no lograron aminorar.