Era el 4 de abril de 1946. Carmen Elgazu estaba preparando la cena para Matías y Eloy. Tal vez luego pasara Julio García a rematar la jornada. De repente, Matías y Eloy oyeron otra vez "plaf!" en la cocina. Corrieron hacia allí. Otra vez Carmen Elgazu en el suelo. Entre los dos la llevaron a la cama y Matías preparó con toda urgencia el vaso de azúcar y el chocolate. Sudores fríos, fatiga, mareos, un hambre atroz. Lo mismo que la otra vez.
– Anda, tómate esto… Es el azúcar. Luego te daremos el chocolate.
Entretanto, Eloy llamaba desesperado a Moncho. Por fortuna, estaba en su laboratorio.
– Voy corriendo… La tenéis en la cama?
– Sí.
– En seguida estoy ahí.
La diferencia con la otra crisis estribaba en que esta vez Carmen Elgazu no reaccionaba. Al contrario. Cada vez más pálida, más sudores, apenas si acertaba a balbucear: "Más azúcar… Más". Matías no sabía qué hacer. Le tomaba el pulso, débil, le secaba el sudor de la frente, controlaba su respiración, un tanto agitada: Y si le pusiera una inyección de insulina? Moncho les había dicho que no.
Moncho llegó como un rayo. Carmen Elgazu vivía aún. Moncho miró el vaso de azúcar, que estaba vacío y sin soltar una sílaba le inyectó una dosis de suero glucosado. La auscultó y su rostro no acertó a disimular la desesperanza. Masaje cardíaco. Carmen Elgazu había cerrado los ojos y balbuceaba palabras inconexas, que Matías intentaba comprender. Eloy, al borde de la cama, se había arrodillado y rezaba jaculatorias. De repente, el muchacho se levantó y fue a la alcoba conyugal a buscar un rosario e intentó colocarlo en las manos de "tía Carmen", pero Moncho se lo impidió.
No hubo nada que hacer. A las nueve menos cuarto, Carmen Elgazu expiró. Moncho hizo un gesto de impotencia y Matías cayó materialmente sobre la cama. La almohada casi chorreaba. "Coma diabético…", repetía Moncho. "El corazón ha fallado". Eloy se dio cuenta de lo que ocurría y se precipitó a besar también a "tía Carmen". Eloy no había visto nunca una persona muerta, pero con "tía Carmen" le bastó. Comprendió que la muerte era la absoluta inmovilidad, era el vacío inmenso, la mudez, la nada. Moncho cerró los párpados de Carmen Elgazu y ahora sí depositó en sus manos el rosario.
Matías enloquecía. Perdió la serenidad. Hubiérase dicho que todavía le quedaban esperanzas porque ponía la mano sobre la frente de su mujer, que se estaba enfriando por momentos.
– Moncho…! -y se le echó al cuello.
– No me esperaba yo esto… -admitió el muchacho.
– Moncho, yo querría morirme también… El analista no supo qué decir.
El teléfono se puso en marcha y a la media hora el piso estaba repleto. El primero en acudir fue mosén Alberto, que le administró la extremaunción. Luego acudieron Ignacio y Ana María, Pilar y Mateo, Manolo y Esther, Paz Alvear, Manuel Alvear, los contertulios del café Nacional, Julio García! En la habitación ardían dos cirios y el semblante de Carmen Elgazu revelaba una gran paz. La crispación y el llanto se había apoderado de los que quedaban. Carmen Elgazu pertenecía ya al reino de la otra orilla, que no se sabía dónde estaba, que no se sabía lo que era, ni en qué consistía, puesto que nadie había regresado de ella. Marta hizo también su aparición. Y Cacerola… Y todas las vecinas de la Rambla. En cambio, faltaron el camarada Montaraz y la Voz de Alerta.
Mosén Alberto hubiera querido rezar un rosario, pero los llantos y el entrar y salir de las personas se lo impidieron. Llamó aparte a Mateo, que era el que se mostraba más sereno, para programar el funeral y el entierro. A Mateo le pareció una responsabilidad excesiva y llamó a Ignacio, quien tenía los ojos enrojecidos y el alma rota. El funeral en la parroquia del Mercadal, al día siguiente a las cuatro de la tarde. En el acto del entierro, en vez de caballos, la furgoneta de la Funeraria. El dueño de ésta se personó en la casa. Ellos cuidarían de todo: del ataúd, de las flores, del nicho, de los recordatorios… De todo, menos de devolverles a Carmen Elgazu.
– Quieren que traigamos el ataúd hoy, o mañana por la mañana?
– Mañana por la mañana.
Querían verla en la cama un poco más… Matías se sintió incapaz de cualquier gestión y Moncho tuvo que cuidar de él. Ignacio hizo de tripas corazón y fue recibiendo y abrazando a quienes entraban. Paz estaba también al cuidado, pendiente de que llegara la Torre de Babel. Al verle, suspiró.
– Creí que no venías…
– Mujer, no faltaría más!
Aparecieron Alfonso Reyes y Félix. Éste llevaba la carpeta, por si venía a cuento sacarle un apunte a "la muerta". Pronto renunció a su proyecto y abandonó la carpeta y los apuntes en un rincón.
Pilar no se movía de la cama. Dejaron en casa, en manos de Tere, a César y se arrodilló a los pies de su madre y no había forma de que se apartara de allí. "Mamá, mamá…" Le pareció que el mundo era injusto y al ver el rosario depositado en manos de Carmen Elgazu miró la crucecita como diciendo: "Hubieras podido evitar esto". Llegó Eva, la esposa de Moncho y le tranquilizó. Moncho andaba preguntándose si, después de la primera crisis, no hubo imprevisión por su parte.
– Que no, que no… Que pasó porque tenía que pasar.
Ninguno de los presentes quería ausentarse del piso e irse a su casa a dormir. Pero tampoco podían quedarse todos y pasar la noche en vela. Finalmente se acordó que se quedarían los miembros de la familia, además de Manolo y Esther y de Julio García. Era la primera vez que Matías veía a Julio García llorar. Mateo no saludó al ex policía. Siempre se las arreglaba para mirar hacia otro lado o para entrar en la cocina a prepararse otra taza de Ca Fue una noche lenta, preñada de fantasmas. Por el ventanal del Oñar se veían las lucecitas de las casas de enfrente. De vez en cuando llegaba, como un eco, la voz del sereno, anunciando la hora con la apostilla: "Ave María Purísima!". Cuantas veces Carmen Elgazu había oído aquella cantinela, mientras iba pensando en todos y cada uno de los miembros de la familia, especialmente en César y en la hija muerta que nació de Pilar.
Mosén Alberto repetía:
– Conformidad, conformidad… y sus palabras resonaban como un trueno.
A las cuatro de la tarde niel día siguiente, el funeral en la parroquia del Mercadal. El templo estaba abarrotado. Matías apenas si se mantenía en pie. Ignacio, a su lado, le sostenía disimuladamente por el codo. Ignacio aparecía sorprendentemente sereno, porque se dio cuenta de que alguien debía desempeñar ese papel. Si él se hundía, el barco se iba a pique.
Había gente de toda edad y condición. Los hombres a la derecha, las mujeres a la izquierda. Las mujeres no podrían ir al cementerio: era la regla. Incluso la muerte -la muerte de Carmen Elgazu- era varonil.
Por fortuna, mosén Alberto dio con las palabras adecuadas para no encrespar a los deudos y para no suscitar en el ánimo de los demás presentes comentarios malévolos. No habló para nada de "la suerte de Carmen Elgazu, que les había precedido en el disfrute de la gloria". Tampoco dijo nada sobre "las gracias que desde allí ella podía derramar sobre todos nosotros, especialmente sobre la familia". No dijo: "Alegraos. Un ángel ha entrado en el cielo, a la mayor gloria de Dios". Pidió resignación, esto sí e imitar a la fallecida en todas sus virtudes. "Puedo garantizar que era un alma cristiana, que sembraba el bien por dondequiera que pasaba".
El silencio en el templo era tan absoluto que se palpaba que el duelo no era sólo protocolario. Los espíritus estaban de luto. Manuel Alvear, en el altar, ayudaba con unción a mosén Alberto y su cabeza rapada infundía un extraño respeto.
Julio García llevaba años sin asistir a una ceremonia religiosa. No pudo evitar la comparación entre un funeral y un rito de iniciación. Miraba fijamente el féretro, a los pies del altar y las iniciales: C. E. L. Carmen Elgazu Letamendía… Letamendía! Hay apellidos que se arrinconan para siempre, incluso a la hora de la muerte.