La comitiva salió hacia el cementerio. La furgoneta, lenta como la noche en el piso de los Alvear. La familia detrás, Mateo, cojeando. Una gran multitud. Sólo hombres. Las mujeres se quedaron en el piso de la Rambla, ocupándolo por entero rezando el rosario.
Una vez más el cementerio se convirtió en la gran noticia. Como cuando fue fusilado el comandante Martínez de Soria. Y el coronel Muñoz. Y mosén Francisco. Y César. Y José Alvear. Y los maquis. Aquél era el punto de cita de los gerundenses. Tarde o temprano todos se reunían allí, a contarse unos a otros su anecdotario y a jugar la última, la eterna, partida de dominó. Era una tarde radiante, que se prolongaba para dar tiempo al tiempo. Los panteones relucían, especialmente el de los padres de Jorge de Batlle y el destinado a la Voz de Alerta, a Carlota y al pequeño Augusto. Los cipreses no se movían. Sólo la Torre de Babel podía comparárseles. Paz recordó a su padre, muerto en Burgos y cesó de llorar. El camarada Montaraz -que por fin, después de discutirlo con María Fernanda, asistió- llevaba su uniforme falangista de gala y era como una mancha blanca que desentonaba del resto.
Los sepultureros, sin prisa, con la boina en la cabeza -sin la colilla en los labios-, emparedaron a Carmen Elgazu. La lápida ajustó plenamente: sólo unas paletadas en los bordes. Allá dentro quedaba para siempre aquella mujer que había parido tres hijos y había hecho feliz a un hombre cabal llamado Matías Alvear. Sus hermanos del Norte -Josefa, Mirentxu, Jaime y Lorenzo- llegarían al día siguiente. La muerte andaba más de prisa que los trenes.
– Padre nuestro que estás en los cielos…
Mosén Alberto rezó. Y le contestaron todos los presentes. Incluso Julio García, notando un cosquilleo que nunca pudo imaginar. Cómo era posible que se acordara de aquella oración? Y quién era aquel Padre que estaba en los cielos? Los cielos eran una entelequia, el universo en expansión, limitado pero infinito. Eso por lo menos decía un físico que pertenecía a la Logia Cavour.
A Matías se le cayó el sombrero que sostenía con las dos manos y Eloy se agachó y se lo recogió. Cerca del cementerio estaba el Estadio de Vista Alegre. Eloy pensó: "Ya nunca más volveré a jugar al fútbol".
Manuel Alvear, el seminarista rezaba. Había cerrado los ojos y rezaba desde el fondo de su corazón. Todo cuanto mosén Alberto no dijo en el Mercadal se lo decía él a sí mismo: "Tía Carmen" les había precedido, les protegería desde la gloria, era otra alma que "veía" de frente al Creador.
Mosén Alberto dio por terminada la ceremonia. Se produjo el repliegue, la evasión. La arenilla crujía bajo los pies. Decenas de fotografías y de florecillas muertas contemplaban desde los nichos la comitiva en retirada. El primero en despedirse -"mi pésame más sincero"- fue el gobernador. Mateo e Ignacio escoltaron a Matías, Matías se resistía a abandonar el cementerio. Pero le introdujeron en el coche de Ignacio y el hombre se preguntó cómo su hijo iba a ser capaz de conducir.
Las mujeres esperaban en la casa. Matías, antes de entrar, vio a Ramón, el camarero del Nacional, de pie bajo los soportales, con la servilleta al hombro y la actitud respetuosa.
CAPÍTULO XXXVIII
POCO DESPUÉS LA ONU decretó la retirada de los embajadores. España quedó aislada. Qué iba a suceder? Matías se decía: "España romperá el bloqueo un dio u otro. El aislado soy yo, que lo soy para siempre".
Arenys de Munt, empezado el 11 de septiembre de 1984 y terminado el 24 de octubre de 1985.
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José María Gironella