– Estás tranquila? -le preguntaba Cosme Vila a su mujer.
– No. Les temo a los bombardeos.
– Bombardeos en Ufa? Quieres que te enseñe el mapa?
– No entiendo de mapas. El mejor mapa para adivinar lo que va a ocurrir es nuestro hijo… Desde que nos marchamos de España he ido acertándolas todas. Sabía que un día u otro tendríamos que dejar Moscú. Ahora sé también que un día u otro tendremos que dejar Ufa, y que será para la muerte.
– Qué disparate! Qué te ocurre?
– Nada… Oigo las conversaciones. ' La Pasionaria' y Regina pueden contar lo que les dé la gana; pero te juro por mi amor, que eres tú, que no salimos de ésta. Tal vez se salve el crío, en manos de alguna enfermera alemana…
– Estás loca!
– Nada de eso. Le tomáis el pelo a Hitler. Pues ése sabe más que todos nuestros mariscales juntos.
Cosme Vila se tocó la calvicie. Había observado que Ruano, a veces, bromeando, se fumaba dos pitillos a la vez.
– Por qué haces eso? -le preguntó.
– Estoy que echo humo -respondió Ruano, desdoblando el periódico que publicaban en Ufa, y mientras escuchaba con atención el canto del almuecín invitando a la plegaria…
CAPÍTULO V
PILAR VIVÍA UNA ETAPA de extremado nerviosismo. "Estoy preñada de tristeza", le decía a su madre. Carmen. No había para menos. En primer lugar, Mateo. La guerra se había complicado y no cabía esperar que el muchacho regresase pronto. La última carta que había recibido de él destilaba cierta añoranza, por no conocer a César más que en fotografía. "Dónde puede estar?", se preguntaba Pilar, contemplando el mapa de Rusia. Un mapa que daba miedo por su inmensidad. Se pasaba muchas horas escuchando Radio Berlín -ocho emisiones diarias en español-, que con frecuencia daba noticias de los divisionarios. Sólo una vez había conseguido que se dirigieran a ella y dijeran: "De parte del alférez Mateo Santos". Había noches en que temía lo peor. Su único consuelo era aquella frase de mosén Alberto: "No te hagas mala sangre, que las misiones peligrosas se las encomendarán a los solteros". Sería verdad? Don Emilio Santos le decía: "Pues claro que sí! Es una costumbre que se da en todas las guerras".
La otra nota preocupante era precisamente la salud del padre de Mateo. Desde que éste se marchó, don Emilio se estaba quedando en los puros huesos. "La checa!", exclamaba. No era sólo eso. Con sesenta y dos años sobre las espaldas, su temperamento aprensivo era lo opuesto al optimismo congénito de Matías. El doctor Chaos hacía cuanto sabía para paliar sus problemas circulatorios, sin contar con que Moncho, en quien don Emilio había depositado toda la confianza, le daba instrucciones concretas, que a veces parecían aliviarle. Moncho, partidario de la herboristería, de las infusiones, le decía: "Tome esto… Y a la basura tanta medicina". Don Emilio Santos quería mucho a Moncho. Le hacía gracia que fuera zurdo, que detestara las máquinas y la industria y que hubiera nacido en Lérida, cuyo acento al hablar ponía, paradójicamente, nerviosos a los gerundenses. Jaime, el librero, le preguntaba: "Estás seguro de no ser aragonés?". "Pues no del todo…", contestaba Moncho, ante el asombro de Eva, que no alcanzaba a valorar tantos matices.
Últimamente don Emilio Santos recibió una buena noticia, procedente del notario Noguer, presidente de la Diputación. Don Emilio, además de la paga de jubilado, cobraría también la pensión por su cautividad durante la guerra. Con ello se restableció el equilibrio económico en casa de Pilar, la cual había llegado a pensar en dedicarse a dar clases de costura.
– Pilar, por qué crees que mi hijo se fue?
– Porque es un fanático, nada más… -y Pilar fijó la vista en el padre de Mateo.
– Serás capaz, algún día, de perdonarle?
– Y usted? -replicó la muchacha.
– Yo, no.
– Pues yo tampoco -respondió la chica-. No tenía la menor necesidad de alistarse. Entiendo que se fueran Cacerola, Rogelio y, por supuesto, Solita; pero Mateo se dejó embaucar por esos falangistas de Madrid…
– De todos modos, cuando te casaste con él ya le conocías.
– Sí. Eso creía yo. Pero parece ser que todos llevamos dentro algo escondido.
Don Emilio Santos se tocó las piernas, que le pesaban una tonelada.
– Llevas tú algo escondido? -le preguntó a Pilar.
– Yo, no. Lo llevaba… Pero ya salió, y se llama César. Y por él solo vale la pena no pasarse todo el día llorando.
Pilar, con el coche Portabebés que le había regalado Ignacio, a la hora del sol salía con el crío por la plaza de la Estación. César a veces se movía mucho, como si algo le doliera. Moncho la tranquilizaba: "Nada. El niño está perfecto". Entonces Pilar se preguntaba si no serían los silbidos de los trenes que no cesaban de pasar, de pasar una y otra vez…
En el café Nacional, la tertulia de Matías había acordado hablar lo menos posible de la guerra. Galindo, soltero, estuvo contundente: "Hay que vivir". Matías, pese a su hipertensión y a la ausencia de Mateo, votó como los demás.
Su entretenimiento, ahora, además del dominó y de los comentarios sobre los estraperlistas que por orden del camarada Montaraz se pasaban veinticuatro horas seguidas en el escaparate, eran los anuncios de La Vanguardia, de reciente adquisición. Carlos Grote sostenía la tesis de que los anuncios de los periódicos marcaban la pauta de la salud de la nación.
– Fijaos en esto. "Préstamos! Compro pianos, pianolas, discos, radios. Pago más que nadie. Compro auriculares usados. Compro pieles, cajas de caudales". Quién puede comprar auriculares usados? Y quién puede venderse una caja de caudales?
Marcos, por su parte, iba a parar siempre al mismo tema.
– Y qué me decís del doctor Juan Jiménez Vilches? "Sexología. Debilidad nerviosa y sexual. Agotamiento. Aragón, 277. Festivos de 11 a 1".
Matías comentaba:
– Eso me interesa a mí…
Anuncios para curar los callos. Barachol contra la sarna. Hipofosfitos Salud: "Amigas mías, si estáis anémicas, pálidas e inapetentes, temed y cerrad el paso a una posible tuberculosis con este reconstituyente". "Productos Tokalon. Mi marido no podía creer lo que veían sus ojos. Dice que parezco diez años más joven".
Matías comentó:
– Eso le convendría a mi mujer. Tokalon… -y todos soltaron una carcajada.
Era el desahogo de aquellos seres a los que el camarero Ramón decía siempre: "Lo peor de las guerras es que le impiden a la gente viajar". Un día se enteraban de que la Diputación de Madrid había concedido al Caudillo la cédula de Primer Contribuyente. Otro día de que una gata llamada Ramona, en Pontevedra, había heredado 30000 pesetas. Cualquier cosa distendía el ánimo y los espejos del local le devolvían a Matías sus inconfundibles sonrisas.
Fuera del café Nacional, Matías encontraba también motivos de diversión. Por ejemplo, se celebró la ofrenda del Cuerpo de Telégrafos a su patrón, Santiago. Fue enviada desde Madrid una lámpara votiva a Santiago de Compostela. Dicha lámpara llevaba la inscripción: El Cuerpo de Telégrafos a su patrón, el apóstol Santiago. Matías sonreía, porque el doctor Andújar le había dicho que Santiago no estuvo nunca en España.
A seguido, se celebraron en la catedral una serie de conferencias sobre el matrimonio cristiano. El orador sagrado era mosén Oriol, el de la voz tronitronante, catedrático del seminario. El sacerdote hizo un canto del celibato y de su valor moral según los Santos Padres. Carmen Elgazu, que no quiso perderse una sola conferencia, estaba entusiasmada. Por fin, Matías le dijo: