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– Si fuéramos célibes, no habrías parido a tus tres hijos y Pilar no tendría ahora a César… -y Carmen Elgazu no supo qué contestar.

Poco después el protagonista fue el doctor Chaos. Con el permiso del camarada Montaraz, dio una charla sobre fecundación artificial de animales. Al enterarse Carmen Elgazu fustigó al doctor. "Fecundación artificial! Qué dices a esto?", le preguntó a Matías, como si buscara la revancha, el desquite. Matías contestó: "Yo no digo nada. Pero habla con Ignacio, que ha salido deslumbrado por las teorías del doctor".

Ignacio fue interrogado al poco rato. En efecto, el tema de la fecundación artificial, del que ya le habían hablado Moncho y Eva, le cautivó. Era una puerta abierta a Dios sabía qué adelantos cuando la técnica se hubiera perfeccionado. Incluso, según Moncho, existía la posibilidad de probar con seres humanos. "Tremendo, madre! Tremendo! Y la Iglesia deberá tragarse este sapo, como se ha tragado tantos otros desde Galileo".

Carmen Elgazu, que imaginó que Galileo era un "fecundador", arremetió contra su hijo. Ah, esos libros que leía, esas religiones que salían de Pekín, si no recordaba mal el nombre! Protestantes. El doctor Chaos debía ser protestante, como ella se había enterado de que lo eran Churchill y Roosevelt, motivo por el cual "una servidora desea que ganen los alemanes".

El pequeño Eloy estaba a la escucha desde la puerta de su cuarto, en el cual brillaba el futbolín. Ignacio se dio cuenta y le preguntó:

– Tú, radioescucha… Qué opinas de la situación del mundo?

Eloy alzó los hombros. No sabía qué responder. Finalmente, dijo:

– Yo no sé muy bien, pero me parece que hubo una guerra y que la perdimos los pobres…

* * *

El padre Forteza, con sus grandes ojeras y sus calcetines blancos, no había modificado un ápice sus costumbres, en el centro de las cuales se encontraba la alegría, pese a que ahora andaba preocupado por lo que pudiera ocurrirle a su hermano misionero en el Japón, en Nagasaki.

Alto y aristocrático, con lentes de montura de plata, "su figura continuaba recordando a Pío XII, en el supuesto de que Pío XII hubiera sabido sonreír". "No es posible!", exclamaba siempre. Cualquier cosa le producía asombro, empezando por el hecho de respirar y vivir. En la farmacia Rovira, de la Rambla, habían puesto en el escaparate la figura de un hombre de cristal, que por transparencia permitía ver todos los huesos, los músculos, las visceras y que se encendía y se apagaba. El padre Forteza no pasaba delante de él sin guiñarle el ojo y dedicarle un saludo.

La comunidad jesuítica del padre Forteza había recibido un refuerzo a primeros de año: el padre Pedro Jaraiz, de unos cuarenta y cinco años, natural de Burgos, de facciones angulosas, muy vital, que se caracterizaba por su falangismo acérrimo y por su voracidad a la hora de comer.

– Sería una calumnia decirte que eres un asceta -le espetó el padre Forteza.

– En efecto. No sé por qué, pero tengo necesidad de comer cada tres o cuatro horas. Un médico castrense me dijo que ello podía deberse a una hernia diafragmática que parece ser que Dios me dio. Pero en fin. No quiero dramatizar. Sé que mi pecado es la gula. Supongo que más tarde detectaré cuál es el tuyo.

El padre Forteza y el padre Jaraíz eran la cara y cruz de la moneda. Sus ideologías eran dispares, empezando por la manera de decir misa y terminando por la interpretación del Apocalipsis. El padre Forteza llevaba colgando de la sotana un rosario; el padre Jaraíz una medalla militar que, sorprendentemente, el obispo no le prohibió.

– Estuviste en Burgos toda la guerra?

– No, no! No iba a pasarme los días contemplando la catedral. Estuve en muchos frentes, sobre todo, en el Sur. Asistí a muchos moribundos; hacia el final, me destinaron a prisiones y asistí a los condenados a muerte…

El padre Forteza no pudo evitar un gesto de alivio. Desde que mosén Falcó se alistó para ir a Rusia, le tocó de nuevo a él cuidar de las almas encerradas en la cárcel y de los condenados a la última pena. Sospechó que el padre Jaraíz, dado el tono neutro, seguro de sí, con que se había expresado, podría relevarlo del cargo. Se lo propuso y el padre Jaraíz se acarició el mentón. "Si ello te hace feliz, se lo pediremos al obispo y santas pascuas". Dicho y hecho. El doctor Gregorio Lascasas le nombró para ese menester. Y el padre Jaraíz no puso la menor pega. Al contrario. "Eso de consolar se me da bien". El jesuíta burgalés había aprendido en las centurias de Falange que las lágrimas solían ser secreciones inútiles.

La convivencia de ambos discípulos de san Ignacio iba a resultar un poco difícil. Pero la cosa no pasaría a mayores. La celda del padre Forteza continuaría repleta de ropa tendida a secar y él continuaría llevando aquel reloj de bolsillo del que, al levantar la tapa, sonaba la musiquilla de los peregrinos de Lourdes; la celda del padre Jaraíz estaba bien provista de libros patrióticos y de chocolate y botes de mermelada. Las mujeres continuarían haciendo cola para confesarse con el padre Forteza; los hombres acabarían prefiriendo al padre Jaraíz, porque era tajante y escueto en su sermoneo y muy benévolo en lo referente a la inevitable penitencia. Cuando algún fiel se culpaba de haber pecado de gula, el jesuíta falangista tenía un acceso de tos. No se atrevía a fumar, pero usaba con frecuencia rapé, por lo que su confesonario olía a demonios.

El obispo Gregorio Lascasas estaba contento con la nueva adquisición, pese a intuir que le acarrearía algún problema. Por ejemplo, en una de las homilías dominicales, el padre Jaraiz soltó desde el presbiterio que Hitler, al atacar Rusia, "se hizo el abanderado de la civilización cristiana". Qué hacer? El doctor Gregorio Lascasas pestañeó, puesto que el nuncio de la Santa Sede, monseñor Cicognani, a partir de la entrada de los Estados Unidos en guerra invitó a todo el episcopado español a hablar con claridad sobre el nazismo racial y antirreligioso. Y algunos obispos pusieron manos a la obra, por ejemplo, el de Calahorra, quien imprimió una pastoral que se extendió por toda España como un reguero de pólvora, de la que los británicos imprimieron quinientos mil ejemplares para ser distribuidos entre la población. Jaime, el librero, fue a pedirle un centenar al cónsul británico, mister Collins, convencido de que las vendería en el acto y haría el gran negocio; y fracasó. Facundo, su dependiente, el ex anarquista de los ojos de lince, se lo había advertido. "Pierde usted el tiempo -le dijo-. En España, el ochenta por ciento de la población es germanófila. Están en contra de Hitler cuatro jerarcas y cuatro intelectuales; el resto, viva el tercer Reich!".

– Y tú, anarquista, con quién estás? -le preguntó Jaime.

– Yo estoy con el Responsable, que está armando la gorda en Venezuela y que en la zona de Maracaibo se pasa la vida matando bichitos.

El doctor Gregorio Lascasas estaba más de acuerdo con el padre Jaraiz y con Facundo que con el padre Forteza y mosén Alberto. El nacional-catolicismo, como empezaba a llamarse, le iba de perlas. "La cuestión es que la gente oiga hablar machaconamente de Dios y de las verdades de la fe. No hay peligro de empacho. Por desgracia, el enemigo no cesa, y partiendo de algunos excesos de Hitler se inclina por Moscú. Menos mal que el gobernador está al quite y de vez en cuando, pese a su indiferencia religiosa, pone los puntos sobre las íes y nos ayuda en nuestra misión".

El señor obispo hablaba de este modo porque acababa de bautizar a una serie de niños nacidos durante la guerra y que no habían recibido el sacramento inicial, y el camarada Montaraz se avino a apadrinarlos. Igualmente apadrinó a varias parejas que vivían juntas sin haber pasado por la Iglesia, y que "a la fuerza" o "para no caer en desgracia" habían decidido pedir la bendición. La mayoría de ellos no sabían hacer la señal de la cruz y habían olvidado el Padrenuestro y, por descontado, el Credo. "Pero el sacramento es el sacramento, obra sobre las almas y el gesto del señor gobernador es de agradecer". El señor obispo ignoraba que cuando mosén Alberto le comunicó al camarada Montaraz que, canónicamente, en virtud del padrinazgo, había contraído una grave responsabilidad, el gobernador le contestó: "Responsabilidades yo…? Ya se cuidarán de esos catecúmenos el propio obispo y Agustín Lago". El gobernador citó a Agustín Lago porque en Madrid se hablaba ya mucho, aunque en círculos minoritarios, del Opus Dei.