El doctor Andújar, sabedor de que en aquella guerra "de los cinco continentes" se estaba decidiendo el porvenir del mundo, desde un principio se propuso analizar, dentro de lo posible, la personalidad de Hitler. "Me interesan sus hábitos, su patología. A través de esos datos tal vez pueda aventurarse lo que va a ocurrir, las decisiones que el Führer tomará".
No le iba a resultar fácil recoger información. Contaba con Eva, la mujer de Moncho, con las revistas alemanas, con los discursos de Goebbels, con Mi lucha y diversos libros que se habían traído los fugitivos de Alemania, algunos de los cuales habían recaído en su consulta, otros, en la clínica del doctor Chaos. Se enteró de que Hitler era un maníaco de la limpieza, que cambiaba de camisa cuatro veces al día. Como calzado, no quería más que unos botines flexibles o unas botas con cañas blancas. Raramente, zapatos, que siempre tenían que ser de color negro. No llevaba cinturón, ni chaleco, pero utilizaba tirantes. Le gustaba llevar la cabeza descubierta, con un coqueto mechón sobre la frente. Cuando las circunstancias le obligaban a llevar sombrero o quepis, lo inclinaba ligeramente sobre la oreja derecha con la visera tapándole los ojos.
Hitler no llevaba joyas, ni anillos, ni reloj de pulsera. Guardaba un viejo reloj de oro, sin cadena, en el bolsillo de su chaqueta, pero siempre olvidaba darle cuerda. Había dicho que "piedad, bondad y clemencia" eran cualidades de esclavos. Afable en sociedad. Amigo de los artistas, los niños y los animales. Galante con las damas. Hitler era el compendio de una crueldad implacable y una maldad viciosa. Su ciclópea voluntad parecía poseer el increíble poder de paralizar los espíritus. En 1938 Churchill se atrevió a decir: "Si Inglaterra tuviera que defenderse de la anarquía, yo rogaría a Dios que le mandara un hombre del valor de Hitler".
En el curso de sus arengas se deshidrataba hasta el extremo de perder varios kilos de peso. Esta pérdida la compensaba con la absorción del contenido de botellas de agua colocadas al alcance de su mano. Lo primero que tomaba al despertar era una infusión de valeriana, detalle que Moncho hubiera aprobado. Había llegado a fumar cuarenta cigarrillos diarios, pero lo dejó. Tampoco bebía alcohol. Nunca llevaba dinero encima. Se lo prestaba Goering. Su modestia contrastaba con la suntuosidad de los edificios que planeaba, junto con su arquitecto Speer, al que, por cierto, el hijo del gobernador, Ángel, detestaba. Jamás consintió en desnudarse, ni parcialmente, ante testigos. Jamás se dejó radiografiar el pecho, porque hubiera tenido que mostrar el torso desnudo ante los doctores. Lloraba a veces, por ejemplo, cuando se le moría un canario o escuchando a Wagner. En su visita a París, después de la ocupación de la capital, al encontrarse ante la tumba de Napoleón dijo: "Éste es el momento más grande de mi vida".
El doctor Andújar necesitaba saber muchas más cosas, pero por el momento le resultaba imposible. Hitler creía en los astrólogos? Era ello cierto? Las noticias al respecto eran contradictorias. El doctor Andújar guardaba los apuntes en una carpeta de color verde. Por otra parte, tampoco le sobraba el tiempo. Aquellos ochocientos internos en el manicomio! El camarada Montaraz le repetía una y otra vez: "Déjelo de mi cuenta. Estoy llamando a muchas puertas, y alguna se abrirá". Por lo demás, los enfermos mentales aumentaban en Gerona, y según sus colegas lo mismo ocurría en toda España, especialmente en Cataluña, el País Vasco y Galicia. Esto último no le sorprendió, puesto que había ejercido durante siete años en Santiago de Compostela.
Pero Cataluña, el País Vasco! Chaos le decía: "Cuanto mayor nivel de vida, mayor complejidad. Eso de que hay más suicidios en los pueblos, en el campo, es una monserga". El doctor Andújar continuaba con sus charlas radiofónicas, "Pildoras para pensar", que se habían hecho muy populares. Los miércoles y los sábados visitaba gratis. Total, apenas si le quedaba un minuto para atender a su esposa, Elisa, mujer que María Fernanda, la esposa del camarada Montaraz, había calificado de "muy primitiva".
El doctor tenía ya dos hijos estudiando en Barcelona. Le costaban un riñón. Uno, Carlos, quería ser médico, como él. Era el mayor de los varones. Por lo visto le había impresionado mucho la primera autopsia que contempló. Ciertas ideas fijas se le vinieron abajo. Carlos era elegante, veinte años y estaba en el segundo curso. Le interesaban sobre todo las enfermedades cardíacas. Estudiaba el corazón. El otro, Juan, quería ser ingeniero naval. Los hijos restantes eran todavía muy pequeños y entre todos hubieran podido formar una orquesta de cámara.
Continuaba su amistad con Chaos, aunque jamás hablaban del problema de éste, quien seguía igual, a la búsqueda de los efebos y los niños. Chaos no lo podía remediar: tenía la espina clavada de Solita, a quien tanto había hecho sufrir. En el fondo hubiera deseado que se quedara en Rusia, muerta. Cuando se cruzaba con su padre, Óscar Pinel, simulaba que se abrochaba un zapato o doblaba con rapidez la primera esquina.
La clínica Chaos funcionaba de maravilla. Recibía una subvención por tratar a los extranjeros que huían de los alemanes y necesitaban de cuidados médicos. El doctor Chaos chapurreaba el alemán, pues al terminar la carrera se pasó una temporada en un hospital de Stuttgart, aparte de que durante la guerra civil, en la zona nacional, había operado a varios heridos de la Legión Cóndor.
Su agnosticismo iba en aumento, así como sus simpatías por los Estados totalitarios, que a su entender dominarían el mundo. Repetía pe a pa los argumentos que esgrimió durante aquel viaje a Barcelona a esperar al conde Ciano. Las democracias solían estar regidas por gente mayor y los totalitarismos representaban a la juventud. Estaba a favor de la eutanasia pasiva -y en algunos casos, activa- y de una rotunda selección racial. Un pigmeo sería siempre un pigmeo, y era como una trampa que tendía la naturaleza. Creía en la técnica, en la ciencia, en la especialización y en el trabajo en equipo. "La vida es materia y es a la materia a la que hay que arrancarle sus secretos. Todo lo demás es brujería, folletín y esclavitud".
Moncho era, en efecto, su analista. El doctor Chaos se había encariñado con él y con Eva. "Hiciste bien quedándote en España -le dijo a la muchacha-. Te has salvado. Aquí nadie te tocará un pelo".
Continuaba pensando que en los conventos de monjas -y también en los palacios episcopales- había muchas enfermas, neuróticas, que necesitarían de la ayuda del doctor Andújar. Una hermana de Solita, hija de Osear Pinel, era monja de clausura, teresiana, en Avila, y se decía de ella que se pasaba las horas acariciando las llagas de Cristo.
Se hacía lenguas de lo que aprenderían los médicos alemanes gracias a la guerra. "No hay mejor centro de investigación que la guerra". Murió su perro, Goering, y lo enterró en el jardín de su casa, con una lápida que decía "Goering", y nada más. Andújar le preguntó, al verlo deshecho, por qué le había puesto el nombre de Goering, siendo así que éste era un indeseable que en una ocasión había dicho: "Cuando oigo la palabra cultura saco el revólver". El doctor Chaos contestó: "Le puse Goering porque consideré que mi perro era un perro vencedor". Y el doctor Chaos hizo crac-crac con los dedos.