El anestesista de Chaos era el experto Carreras, que atendió a Carmen Elgazu cuando la operación. Carreras se había casado con una valenciana, Isabel, que era afinadora de pianos. "Tú anestesias a los pacientes, yo anestesio a las teclas que suenan mal". Isabel refino a Joaquín Carreras y le hizo entrar un poco en la buena sociedad. Carreras era un hombre acostumbrado al silencio. Le gustaba el silencio y cuando en el quirófano se hablaba se ponía nervioso; en cambio, Isabel se pirraba por las fallas y por los petardos y los fuegos artificiales. Por cierto que, según ella contaba, los temas falleros demostraban la capacidad imaginativa e irónica del mundo levantino. Lo mismo podía ser caricaturas de los figurones de la democracia que de los falsos dioses o de los que cifraban su ideal en la acumulación de dinero. A ella le gustaba, sobre todo, el museo de las fallas que año tras año, por decisión del jurado, se salvaban de la quema. Por ejemplo, aquella en que se veía a Manolete atravesando con su estoque un paquete de billetes de mil.
CAPÍTULO VI
ALFONSO REYES, el ex cajero del Banco Arús, que tanto ayudó a Ignacio al estallar la guerra civil -fue un amigo fiel, como lo fue Ezequiel para Marta-, continuaba redimiendo penas en Cuelgamuros, en el Valle de los Caídos, la gigantesca obra que Franco había concebido y que sería, según sus propias palabras, un nuevo Escorial, el monumento erigido por Felipe II para conmemorar la batalla de San Quintín.
Mateo y Pilar habían visitado Cuelgamuros a raíz de su viaje de bodas, en compañía de Núñez Maza. No se había avanzado mucho desde entonces, porque la roca era la roca, la piedra era la piedra y los barrenos y los picos cantaban su canción. A Pilar el lugar elegido le pareció tétrico y Mateo le había dicho: "Es que España es así…" Continuaban trabajando en la carretera de acceso y el constructor Banús se quejaba de la lentitud de las obras. No era culpa de los "trabajadores", la mitad de los cuales procedía de las empresas constructoras -don Anselmo Ichaso, de Pamplona, tenía algo que ver con ellas-, y la otra mitad eran presos que redimían penas. Dos días de pena por cada día de trabajo. Alfonso Reyes señalaba con un lápiz rojo los días del calendario, y trabajaba con más ahínco cuando recibía carta de Gerona.
A veces le escribía su hijo, Félix, el muchacho dibujante, alumno del pintor Cefe y a la sazón ahijado de Padrosa. Éste, desde la Agencia Gerunda, le escribía que Félix era un encanto de criatura, con dotes portentosas para el arte y que daría mucho que hablar. Félix le decía con insistencia: "Padre, no te preocupes por mí. Estoy muy bien. Padrosa y su madre me atienden como si fuera de la familia. Son estupendos. Y Cefe, no digamos. Con su lacito en el cuello y su larga cabellera, va corrigiendo mis fallos y me dice que puedo llegar a ser un artista como él. Me gustaría poder ir a verte, pero no me dan permiso. A ver si ahora lo consigo con el nuevo gobernador, que a veces le da por ser generoso y que hace poco inauguró los nuevos locales penitenciarios que se han construido en Salt. Ahí te mando un retrato tuyo dibujado por mí al carbón. El modelo ha sido la última fotografía que me enviaste, por la que deduzco que pasas mucho frío. Cuídate y ya sabes que tu hijo te adora y espera con ansia que te dejen en libertad".
Otras veces le escribía Padrosa, robándole un tiempo a la incansable labor que, junto con la Torre de Babel, desarrollaba en la Agencia Gerunda. "Cefe no se da cuenta, porque es más vanidoso que el comisario Diéguez, el del clavel blanco en la solapa. Pero pronto el alumno superará al maestro. Últimamente les ha vendido un cuadro a los hermanos Costa, un cuadro representando las preciosas casas colgando sobre el río Oñar, y ahora se dispone a pintarle un retrato a Silvia, una manicura que tú no conoces y que, por cierto, está a punto de contestar "sí" a mis honestas proposiciones. No sé si ahí lees periódicos. Si llega alguno, presta atención. Esos japoneses se meten donde no les llaman! Y los Estados Unidos, claro, no han tenido más remedio que gritar: "sálvese quien pueda". Recuerdos de la Torre de Babel, que todavía sigue creciendo. Un abrazo, Padrosa".
También a veces recibía carta de Ignacio. Éste parecía rebosante e intentaba darle ánimo. "Me alegro mucho de que estés bien, y de que gracias a haber trabajado en el Banco Arús ahora te hayan destinado al economato, dejando el pico y la pala. Descansa todo lo que puedas y no fumes demasiado. El día que me case con Ana María -no sé cuándo será- iremos a verte, si nos dan permiso, que espero que sí. Hay mucha nieve en la Sierra? Mateo me dijo que teníais todos una gota helada en la nariz. Es curioso que algunos obtengáis permiso para ir al cine a El Escorial y a las fiestas del Guadarrama. No te imagino bailando la conga, aunque, quién sabe… La vida tiene sus caprichos. Podías imaginar que Padrosa y la Torre de Babel tendrían un día mucho líquido en el banco? Pues ahí están. Agencia Gerunda. El no va más. Te envío el último recorte de Amanecer en el que anuncian su gestoría. Agencia Gerunda lo resuelve todo. Lástima que no puedan resolver con un papel y una póliza tus seis años y un día. Pero se habla de un indulto para la próxima Navidad. Ojalá sea así. Es cierto que te has dejado creer la barba? Yo me dejé crecer el bigote, aunque a Ana María no le gusta mucho. Mi gratitud, como siempre. Ya lo sabes. Un fuerte abrazo, Ignacio".
Alfonso Reyes, al recibir estas cartas, respiraba hondo, aprovechando que, en efecto, ya no trabajaba donde los barrenos, cuya polvareda destrozaba los pulmones. Tampoco estaba expuesto, como tantos otros, a la silicosis. Llevaba un gorro que le había regalado un ex legionario y en el economato tenía estufa. El ambiente en Cuelgamuros era de camaradería y hermandad, a menudo incluso con los guardianes. Se podía dejar un billete de cinco duros en la ventana con la seguridad de que nadie lo cogería.
Y si alguien necesitaba algo, los voluntarios acudían al instante. Dentro de la dureza de las obras, el reglamento se había suavizado. Las esposas de los prisioneros podían pasar con ellos los domingos y las parejas se hacían el amor bajo los árboles o detrás de las rocas. Continuaban sin alambradas para evitar las huidas, pues se demostró que nadie tenía este propósito, a sabiendas de que no llegaría lejos. Un par de anarquistas que lo intentaron, se jugaron el pellejo. Lo mismo que en el frente, terminado el trabajo cada preso demostraba su aptitud. Había un campesino gallego que sabía hacer sombras chinescas en la pared. Un tal Espárrago, alto y delgado, tocaba la guitarra. Alfonso Reyes había descubierto que, valiéndose de los dedos y de los labios, podía imitar onomatopéyicamente toda clase de animales, desde el gallo tempranero hasta el lobo de las estepas. Un hombre mayor, Federico, de Castellón de la Plana, que pergeñaba poesías -"Romancero de la tierra"-, les leyó lo último que escribió Miguel Hernández, que acababa de morir, el 28 de marzo, en la cárcel de Alicante: Adiós, cantaradas y amigos. Despedidme del sol y de los trigos. Este "Romancero de la tierra" eran cantos a la clandestinidad y los papeles iban a parar a la hoguera después de ser recitados. Federico lloró por la muerte de Miguel Hernández, al que consideraba una síntesis de Lorca y de Machado.
Aquellas gentes querían vivir. Rebasaban el millar, de suerte que había muchos pueblos en España con un censo inferior. Angustias, congelaciones, mareos. Y tres o cuatro accidentes mortales. Los muertos no pudieron ser enterrados en aquel valle, que estaba destinado a los vencedores. El arquitecto, don Pedro Muguruza, lo visitaba con mucha frecuencia. También el general Moscardó, detrás de sus gafas impenetrables y el general Millán Astray, que se las arreglaba para combinar distribución de tabaco y arengas. Y por descontado, Franco visitaba también su "mausoleo", al que muchos consideraban su "querida". Franco llegaba de improviso, con su escolta de metralletas y ante su aparición todo quedaba paralizado. Siempre hacía algún donativo a los presos y se pasaba largos ratos contemplando Cuelgamuros desde todas las perspectivas. La cruz iba a tener, en efecto, ciento veinte metros y se la suponía la más alta de la cristiandad. Franco decía que había que hacer "el monumento que simbolizara, que representara plásticamente las virtudes raciales, como las del heroísmo, el ascetismo, el espíritu aventurero, el afán de conquista, que definían lo español como una unidad de esencia sublime y una permanente aspiración hacia lo eterno". Según él, "el Valle de los Caídos era algo insólito, algo que rebasaba lo normal. Era una pretensión con dimensiones de historia. Debía ser nada más y nada menos que el altar de España, de la España heroica, de la España mística, de la España eterna".