– Lo malo -le dijo a Eloy el capitán Sánchez Bravo- es que a partir de ahora el juego del Gerona no te va a gustar…
– Sí… Eso es verdad -admitió Eloy-. Pero usted puede mejorar la plantilla, no?
– Mejorar la plantilla? Y de dónde sacamos el dinero? De las chapitas de Auxilio Social?
Eloy apretó los puños.
– De los hermanos Costa… -soltó, por fin.
– Ay, hermosa criatura! Si el Gerona no tiene deudas, es porque los hermanos Costa se hacen cargo de ellas…
– Entonces, hundidos en Segunda División?
– Eso me temo -dijo el capitán, que la víspera había tenido otra desagradable conversación con su padre, el general.
Eloy estuvo a punto de llorar.
Ya sólo faltaba el niño de Jaén, el gitanillo que asombraba a todo el mundo porque era un "cantaor" nato, un "bailaor" y porque tocaba las castañuelas como si fuera un "tocaor" profesional. Era la alegría, el grito y el ritmo de la calle de la Barca. El patrón del Cocodrilo no le dejaría morir de hambre jamás. Ni a él ni a su familia, que se dedicaba al mercado negro de metales, por lo que a veces iban todos a parar a la cárcel. El niño de Jaén tenía una cintura de torero en ciernes. Esther, de Jerez, estaba encantada con él. Manolo detestaba el flamenco, "por razones atávicas", explicaba. El gitanillo tenía los ojos como platos y admiraba al nuevo gobernador porque, según le dijeron, subía tan de prisa las escaleras.
El patrón del Cocodrilo no quiso que su ahijado se acostumbrase a vivir de limosna y le compró las modestas herramientas que se necesitaban para hacer de limpiabotas. Fue un éxito. El muchacho se instaló en la Rambla, delante del café Montaña, el bar de los futbolistas, como antaño lo hicieran los limpiabotas anarquistas. Tenía salidas ocurrentes y cantaba coplillas al gusto de todos. Le había puesto música al "Como en España ni habla. Y eso lo digo en China y Madagascá". Limpiaba las botas a media ciudad, desde los que salían de la barbería de Raimundo, como Ignacio, hasta las polainas de los oficiales a la salida de los cuarteles. "Limpio, relimpio y cobro lo que me dan!". Un día se detuvo ante el chaval el doctor Chaos. "Estás libre?", le preguntó. Y posó su pie derecho en el taburete. El doctor Chaos estuvo mirando la piel aceitunada del chaval. Y su pelo negro en revoltijo. Y la agilidad de sus manos. Y pecó de pronto, sin que se enterara nadie, ni siquiera el doctor Andújar.
Noticia inesperada. Carmen Elgazu llevaba unos días pensando: "Algo malo va a ocurrir". Hacía dos semanas que no sabían nada de Mateo. Amanecer continuaba publicando el goteo de los muertos en la División Azul. Aquello no era vivir. "Mañana, cualquier día, podemos leer la esquela, Mateo Santos, y ya está". Matías andaba también preocupadillo y sus amigos del Nacional se abstenían de citar la "cruzada de España en Rusia". Marcos, el hombre que se jactaba de ser el calvo más calvo de Europa -Galindo le decía: la calvicie es el campo de aterrizaje de los dípteros-, estaba bastante enterado de los asuntos de la guerra, gracias a un camarero del hotel del Centro, donde se hospedaban los cónsules mister Collins y Paúl Günther. Por cierto, que el comisario Diéguez confirmó que Paúl Günther había hecho unos cursillos en la Gestapo.
Y la noticia llegó. Mateo estaba herido. Llegó, por fin!, una carta suya, desde "algún lugar de Rusia", en la que les contaba que estaba de baja por causa de una herida sin importancia, y estupendamente cuidado por Solita. "A lo mejor me dan un permiso y puedo regresar pronto -añadía-. Es la costumbre. Nuestros jefes nos tratan con mucho afecto y estoy dispuesto a pedirles un descanso. No vivo pensando en mi hijo. Cómo está? Repito que no os preocupéis. La herida es leve". Y les daba las nuevas señas a las que podían escribirle.
La alarma fue total. Herido! Qué tipo de herida, dónde, con qué se la hizo? Metralla, una bala, la explosión de una granada? Pilar se deshizo en llanto, porque le constaba que no podía fiarse del optimismo de Mateo. "Si su herida fuera grave habría empleado el mismo lenguaje. Él se fue allí dispuesto a todo, y ha encontrado lo que buscaba".
Nadie sabía cómo consolar a nadie. Carmen Elgazu hizo mil promesas al cielo para que en la tierra no hubiera ocurrido lo peor. "Lo peor, no -le decía Matías-. Lo peor sería que hubiera muerto. Tal vez esta herida haya sido providencial, si realmente es leve. Y por el momento, debe de estar en la retaguardia y no en el frente. A los heridos los llevan a un hospital. No ves lo que pone ahí? A lo mejor me dan permiso y puedo regresar pronto. No hablaría de ese modo si los aviones rusos zumbaran sobre su endiablada cabezota".
Este argumento de Matías fue válido también para don Emilio Santos, quien estaba cansado de sufrir y se agarraba a la mínima posibilidad. En cambio, Pilar e Ignacio presentían que algo duro, perforante, había ocurrido. A Pilar se lo dictaba su instinto de mujer; a Ignacio, el exhaustivo conocimiento que tenía de las reacciones de Mateo. "Si la herida fuera tan leve -pensaba para sí-, no hubiera dicho nada y santas pascuas". Animaba a Pilar; pero por dentro le bullía la sangre. Se lo confesó incluso al camarada Montaraz; y el gobernador, apretando un cacahuete lo partió y le dijo a Ignacio:
– Todo es posible. En principio, no creo que si estuviese grave le hubieran dado permiso para comunicárselo a la familia…
Ahí estaba. Todos miraban el mapa de Rusia y en vez de clavar en él banderitas, como hacía el general, clavaban en él mentalmente manchas de sangre.
La otra noticia procedía de Bilbao. Un telegrama a su nombre que Matías recibió en la oficina. "Abuela Mati gravísima. Venid cuanto antes". Había transcurrido sólo una semana desde la carta de Mateo. Mes de abril. Según los poetas, flores y rebrotar de la naturaleza; la realidad no ofrecía el menor parentesco con la primavera.
De nuevo las dudas. "Estará ya muerta?". Carmen Elgazu temió lo peor. De nuevo el llanto. "Es lo que se dice en esos casos. No nos pedirían que hiciéramos el viaje si hubiera remedio". De modo que ni siquiera intentaron poner una conferencia telefónica, que por otra parte hubiera tardado quién sabe cuánto tiempo.
Toda la familia se reunió en el piso de la Rambla, mientras Matías había abierto ya las maletas para que Carmen Elgazu las llenase con lo que fuera menester. Don Emilio Santos no supo qué decir. La abuela Mati le pillaba lejos… Pilar e Ignacio se inquietaron mucho, porque sabían lo que aquello significaba para su madre, Carmen Elgazu.
Matías y Carmen se marcharon en tren -trasbordo en Barcelona-, y el viaje se les hizo interminable, como el de la Pasionaria hacia Ufa. En total, unas catorce horas. Tren sucio, con el hollín que penetraba por las ventanillas mal cerradas. A Carmen le había entrado polvillo en un ojo y le escocía el alma. Apenas si se hablaban; pero ambos pensaban en su anterior viaje a Bilbao, durante el cual se cogieron de la mano y se gastaron toda clase de bromas. El termo del café les aliviaba un poco el cuerpo. A Matías le entró un hambre feroz; Carmen, en cambio, no podía probar bocado. "No pierdas la esperanza, mujer. Y si ha ocurrido lo que temes, piensa en la edad de tu madre. Más de los ochenta, algún día tenía que llegar".
– Pero si hace un mes me escribió una carta de su puño y letra, y me decía que estaba fuerte como un roble!
– Ah… -replicó Matías-. Esas cosas, a veces, ocurren en un minuto.
Matías acertó. Llegados a Bilbao, en el piso paterno de los Elgazu conocieron la verdad. La abuela Mati había muerto. Cuando mandaron el telegrama estaba en coma profundo -hemorragia cerebral-, y según los médicos el corazón iba a detenerse de un momento a otro. Así ocurrió. "Ha sufrido poco. Del mal al menos…" Alguien dijo eso y sonó fatal. Todos los hijos estaban presentes, rodeando el cadáver de la abuela, la "alcaldesa", que con su bastón autoritario daba órdenes a todo el mundo y le había contado las verdades al lucero del alba. La muerte no le había suavizado las facciones. Estaba como crispada, con las manos cruzadas sobre el pecho y sosteniendo un rosario. Carmen Elgazu le besó la frente. Qué frío! La volvió a besar. Más frío aún! Matías, haciendo de tripas corazón, la besó también y no pudo evitar una sensación de repugnancia. Matías detestaba la muerte en cualquiera de sus facetas y en cualquier circunstancia. A veces le ocurría eso incluso cuando iba a pescar.