En la Jefatura de Policía no había nada que "fumigar". Don Eusebio Ferrándiz, jefe provincial, era tan honesto como el coronel Evaristo Bermúdez. Sin embargo, desde que su hija murió en el accidente de autocar que sufrieron las chicas de la Sección Femenina con motivo de una excursión al santuario del Collell -donde había estudiado César-, no era el mismo. Había perdido entusiasmo, ganas de vivir. Casi siempre, al levantarse, antes silbaba al afeitarse; ahora no. Y con frecuencia, al encontrarse solo, lloraba. Era hombre de escrúpulos, que siempre se había preguntado qué derecho tenía a interrogar a la gente para que "cantase". Ahora intentaba que el trabajo le absorbiera, pero notaba que cada vez le interesaba menos. Sus ayudantes lo advertían, pero le querían mucho y no comentaban nada. El nuevo gobernador procuraba estimularle: "Animo, don Eusebio! Al mal tiempo buena cara".
A gusto hubiera ido a la tertulia del Nacional, pero comprendía que les quitaría espontaneidad, que sería allí un cuerpo extraño. En cambio, iba con frecuencia al cementerio, a llevar flores a su hija. Su ramo era el único. Nadie más se acordaba de ella. Otros nichos, por el contrario, estaban siempre abarrotados. "El cadáver es sólo mío". Había soñado con tener nietos y de pronto todo se frustró.
No comprendía que la gente tuviera tantas ambiciones. Un vuelco de autocar y todo se acababa. A veces se llamaba a sí mismo cobarde, por no saber aceptar aquella situación. Si todo el mundo hiciera lo mismo al perder un ser querido, la vida se acabaría. Y un policía tenía que dar más ejemplo que nadie. Se había tornado escéptico. En el fondo, la guerra mundial le interesaba poco. Venciera quien venciera, todo seguiría más o menos iguaclass="underline" se prepararía otra guerra, probablemente mayor que las anteriores.
Su único consuelo era la religión. Le gustaban las iglesias en las que no había nadie, sólo penumbra. Allá se concentraba y rezaba con fervor. Consideraba errónea la parafernalia que se organizaba con las multitudinarias ceremonias religiosas. Por eso le intrigaba Agustín Lago, a quien encontraba a menudo rezando en la parroquia del Mercadal.
Tenía hacia Franco un sentimiento dual. Por un lado, no comprendía que fuera capaz de sentenciar a muerte a tanta gente; por otro lado, le admiraba, porque entendía que era el único sistema para mantener la disciplina. "La paz de los cementerios" -de los cementerios!- le parecía preferible al desorden anárquico.
Tampoco comprendía que el obispo tuviera tal obsesión por el sexto mandamiento. Últimamente había mandado quitar un anuncio en Amanecer que decía: "Fajas y sostenes. Araceli, 68". Don Eusebio Ferrándiz sólo estaba en contra de la homosexualidad, por lo que era partidario de que los reclusos pudieran recibir, por lo menos dos veces al mes -lo mismo que en Cuelgamuros- a sus mujeres.
Cuando el gobernador le preguntaba si era preciso también "desterrar" al comisario Diéguez y a los miembros de su brigadilla, por haber oído que eran "amorales", don Eusebio Ferrándiz negaba con la cabeza. Cierto que el comisario Diéguez, a quien tanto había temido la Torre de Babel, era un pillo de siete suelas, con su clavel blanco en la solapa; pero era eficaz. Una ardilla y a la par un perro de presa. Olfateaba el delito a muchos quilómetros a la redonda y allá se iba llevando en la mano la chapa de policía. Muchos de los reclusos en la cárcel de Gerona eran víctimas de su perspicacia. El expediente contra los Costa le pertenecía por lo menos en un cincuenta por ciento. Uno de sus éxitos, que contaba siempre, era haber descubierto que Rosario, comadrona de la Sección Femenina, era abortista. Pues él, en Higueras, dejó encinta a una extremeña que esperaba en vano a su marido, y la obligó a abortar, con la ayuda de un médico "depurado" que estaba muerto de miedo.
– Así que, don Eusebio, dejamos al comisario Diéguez?
– Sin él no sabría qué hacer.
El comisario Diéguez, viendo que no le tocaban el pelo, suspiró satisfecho. Tenía a su favor que no apetecía el dinero; sólo el poder. Cuando le preguntaban qué sentía al detener a un individuo a sabiendas de que le condenarían a muerte, contestaba: "Soy policía, no es cierto? Sensación del deber cumplido".
Tal vez sólo le conmoviera una cosa: las colas que empezaban a formarse delante del Monte de Piedad, de reciente inauguración. La gente empeñaba allí cosas inverosímiles, desde una máquina de escribir hasta una muñeca o una pitillera. Se llevaban el dinero y el ticket como ocultándoselos a sí mismos. Por regla general, iban las mujeres. Muchas gitanas y viudas de fusilados. Pero a veces se presentaban en el mostrador caballeros bien vestidos, limpios, que en medio de su miseria guardaban la compostura. Hacían cola entre acobardados y distraídos y al final empeñaban el reloj. El comisario Diéguez no podía dejar de pensar en la colección de relojes de pared que poseía el camarada Montaraz y que tocaban cada uno su musiquilla.
Qué opinaba de la guerra? Que ganarían los alemanes. Envidiaba al cónsul Paúl Günther porque había hecho unos cursillos en la Gestapo. Si él pudiera ir a Alemania y "matricularse" también! Consideraba que las SS eran una organización modélica, superior a la americana. Por lo demás, y pensando en personas como la Voz de Alerta, recordaba un axioma político: "Un hombre no puede ser un buen conservador a los cuarenta si no ha arrojado bombas a los veinte".
Lamentaba no haber podido coger a Cosme Vila, a Julio García, a David y Olga, a Gorki y a tantos y tantos que cruzaron la frontera. Estaba completamente de acuerdo con las decisiones del Tribunal de Responsabilidades Políticas, que, por el contrario, traían a mal traer a Manolo y al profesor Civil. También envidiaba al comandante jurídico militar Martínez Fuset, asesor personal de Franco, quien había depositado su confianza en él ya en Salamanca, durante la guerra civil. Martínez Fuset asesoraba al Caudillo sobre las diversas maneras en que se podían interpretar las leyes. Al llegar él, el sistema eran los clásicos "paseos"; él modificó el procedimiento a fin de poder dar una explicación menos escandalosa. Decía: "Nosotros no asesinamos. Entregamos nuestros enemigos, los presuntos responsables, a los tribunales y consejos de guerra. Allá ellos, autónomos en su función, jueces imparciales, con sus fallos, que nos limitamos a ejecutar".
Resumiendo, y según decisión última del camarada Montaraz, el comisario Diéguez se quedaría en Gerona con todas las atribuciones que le correspondían. El comisario no perdía de vista al capitán Sánchez Bravo, que no le gustaba ni pizca. De vez en cuando entraba en la librería de Jaime y a éste se le anudaba la garganta. Pero no. El eficaz Diéguez, como buen profesional, se limitaba a llevarse unas cuantas novelas de Sherlock Holmes y del comisario Maigret.
Ignacio debutó en la profesión. Los acusados eran los Costa. De los abundantes pleitos que pendían sobre ellos Manolo eligió, para que Ignacio lo sacara adelante, el de "construcción en predio ajeno". Los Costa habían edificado una nave al lado de la Fundición, cuyo solar pertenecía a un tal Jerónimo Fuster, carpintero. Ignacio defendió a su cliente primero por escrito, en el Juzgado de Primera Instancia y luego oralmente en la Audiencia. Para este último acto tuvo que ponerse, además de la indispensable corbata negra, la toga. Era la primera vez. Al ponérsela se acordó, sin saber por qué, de cuando llevaba hábito y capucha en las procesiones de Semana Santa. Fue su bautismo. Su bautismo profesional. El color negro le confería una autoridad que hizo exclamar a Matías y a Carmen Elgazu: "Pareces un juez!". No era un juez, era un togado. Pero el eufemismo valía para la ocasión.
Él mismo se contempló varias veces en el espejo y pronunció palabras solemnes: "Con la venia…!". "Con el permiso de Su Señoría…!". Eloy, al ver aquellas mangas tan anchas y cortas, dijo: "Ahí va! Aquí caben lo menos dos!".
Los Costa habían actuado convencidos de su prepotencia; pero el carpintero Jerónimo Fuster tenía el título de propiedad en regla, de modo que ganar el pleito era coser y cantar. Jerónimo Fuster, que nunca se había atrevido a enfrentarse a sus influyentes vecinos, azuzado por su mujer se atrevió a llamar al bufete de Manolo, en virtud de]a autoridad moral de que éste gozaba en la ciudad. La sentencia fue contundente: derribo de la nave anexa edificada por la Constructora Gerundense, S. A. e indemnización de cincuenta mil pesetas al demandante. Jerónimo Fuster, al terminar el acto estaba pálido, como si hubiera perdido el pleito. Se acercó a Ignacio y al verlo tan joven le abrazó. Ignacio se emocionó. Era el primer reconocimiento "oficial" que recibía desde que terminó la carrera. "Gracias, gracias… -balbuceó-. No tiene importancia". Estaba a punto de añadir: "Los honorarios corren de mi cuenta". Manolo, que había previsto esa reacción, le había ordenado: "Nada de gratuidad. Aunque sea una cantidad simbólica, le pasaremos la minuta… Esto no es una Casa de Caridad". Ignacio, ante su asombro, recibió la enhorabuena de Mijares, el ex abogado de Sindicatos, que ahora lo era de la Agencia Gerunda y de los Costa. Al estrecharse ambos la mano, Ignacio pensó: "A santo de qué este hombre y yo somos rivales, y estamos destinados a serlo durante mucho tiempo?". Mijares tenía la cara de "buen funcionario". Parecía un bonachón; pero si los Costa le habían elegido, sería algo más que eso.