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Ignacio hubiera querido emprender en seguida otra aventura jurídica contra los Costa: podía probarse que en la adquisición que tanto escandalizó al general Sánchez Bravo, de unos vagones de ferrocarril viejos que habían pertenecido al Ejército, hubo chantaje, hubo soborno. Manolo detuvo a su pasante: "Eso es más peliagudo. Déjamelo a mí. Aquí lo importante era comprobar que ante el Tribunal te sostenías de pie".

Esther lo felicitó. Le dio un par de besos en las mejillas. Había querido asistir a la vista, que se efectuaba en público. "Perfecto, Ignacio… Has estado perfecto". "Pues qué os creíais?", dijo alguien. Era Matías. Matías no pudo resistir la tentación y pidió permiso en Telégrafos para presenciar el debut de su hijo. Ignacio sintió aquel abrazo como ningún otro y casi se le saltaron las lágrimas. "Le diré a tu madre que te prepare un plato de crema a la catalana, si es que dispone de los ingredientes necesarios". "Gracias, padre… Y esta tarde llevaremos un poco de esa crema a tu nieto, César".

De momento, hubo un brindis en el bufete de Manolo, en el que participó incluso aquel vejete que se sabía de memoria el Aranzadi. Esther se movió por la casa como una figura de ballet. Hacía mucha gimnasia y ello se notaba. Apaciguados los ánimos, Manolo habló en serio. "Ésta es la primera piedra -dijo-. Calculo que los Costa perderán, en un plazo de seis meses, por lo menos cuatro pleitos mucho más importantes. Aquí la figura clave no soy yo; son el gobernador y el general. Alguien tenía que llegar que dijera basta. Os prometo que se les caerá el pelo. Nuestro rival, el togado Mijares, ya me ha hecho un guiño sorprendente, que no he sabido cómo interpretar". Ignacio sintió como si hubiera estudiado la carrera expresamente para "fumigar" a los Costa. Le llamaron por teléfono Moncho y el profesor Civil. Moncho bromeó: "Arriba España!". El profesor Civil le dijo: "Adelante muchacho… Ya sabía yo con quién me la jugaba".

En el piso de la Rambla hubo, en efecto, un plato de crema catalana. Y champaña, que el propio Ignacio compró. Carmen Elgazu estaba tan azarada que quemó un poquitín el postre elegido. "Perdonadme! Es que ni sé lo que me hago!". Eloy comentó, mientras se relamía los labios: "Pues a mí no me parece que esté quemada… Está tan buena como un helado de chocolate".

A media tarde se presentaron todos juntos en el piso de la Estación, donde les aguardaban Pilar y el pequeño César. Pilar tenía conectada la radio; al llegar ellos la cerró. A lo largo de la velada apenas si se acordó de Mateo y de la cruzada contra Rusia. Ignacio era un sol. Le besuqueó interminablemente. En cuanto a César, no hacía sino berrear.

A lo último, Pilar tuvo un detalle. Había previsto para la ocasión regalarle a Ignacio una boquilla negra, con anillo dorado, que era una preciosidad y que además llevaba filtro incluido. Así lo hizo.

– Hala, a presumir se ha dicho…

– Estoy seguro de que encantará a Ana María… -comentó el muchacho.

Pilar hizo un mohín. Por un momento se acordó de Marta. Pero se sobrepuso -era pleito resuelto- y ordenó a Ignacio que probara la boquilla al instante. El pitillo encajó a la perfección y de la diestra de Matías brotó un mechero, también dorado, que culminó la ceremonia.

Carmen Elgazu apostilló:

– Fumar es malo… Pero en un día como hoy, qué le vamos a hacer!

CAPÍTULO VIII

LA TERTULIA DEL CAFÉ NACIONAL continuaba fiel a sí misma. Los periódicos y las radios les proporcionaban noticias a barullo. En aquella primavera de 1942, todo parecía dislocarse, como a veces los campos de girasoles. La guerra mundial seguía y había mucho que decir de ella, puesto que estaba proporcionando grandes sorpresas. Pero los contertulios cumplían su promesa: tema tabú.

Excepto alguna que otra incursión de Marcos -Galindo le dijo a éste que quien estaba dando guerra era Adela, su mujer-, los amigos de Matías habían adquirido la costumbre de repasar el anecdotario nacional. Y así se supo que en Valencia habían sido entregados a las chicas de la Sección Femenina varios lotes de gallos reproductores, para que la Hermandad de la Ciudad y el Campo cuidara del mejoramiento avícola de la comarca. Y que la censura había prohibido publicar un manual de cunicultura si no se tachaban las páginas dedicadas a explicar cómo se producía la monta de la coneja por el conejo, ya que esto se consideraba extremadamente inmoral. "Señora, señorita! No tire usted su cepillo de dientes! Por el módico precio de tres pesetas, nosotros se lo restauraremos, dejándolo como nuevo". Carlos Grote, que había silueteado con su máquina de escribir la figura de Serrano Súñer -"Mírale por dónde viene, el Jesús del Gran Poder. Ayer era Jesucristo, hoy es Serrano Súñer"-, comentó que restaurar un cepillo de dientes debía ser más difícil que descifrar un telegrama secreto. Asimismo se supo que algunos fabricantes del ramo textil que habían ido a parar a la cárcel se hacían operar de apendicitis para poder estar en la enfermería. Y que se había inventado la radio-hucha, que funcionaba a base de ir metiendo monedas en una ranura. "Periódicamente pasa un empleado de la empresa y se lleva la recaudación del mes". Y se comprobó que la prensa española, La Vanguardia incluida, se había "japonizado". Llegó a escribirse que la conquista de las Filipinas por los japoneses vengaba el honor español, mancillado por la ocupación, por parte de los Estados Unidos, de aquel archipiélago impar. También se supo que el capitán Sánchez Bravo y Ricardo Montero, éste novio de Gracia Andújar, cansados de perder dinero al póquer en el Casino y de beber una copita de más, jugaban a "batallas navales". Matías comentó: "Por cierto, que en cuestión de un mes los norteamericanos han hundido los portaaviones Kaga, Soryu y Akagi, además del crucero Mikuma". Los contertulios se comprometieron a traer cada uno, los sábados, una tira de noticias de ese tenor. Terminó de encandilarles Galindo asegurándoles que, según Radio Nacional, aquel año de 1942 iba a ser declarado "año de la alcachofa".

* * *

Sí, la guerra mundial seguía su curso. En el hospital de Riga, Mateo, Núñez Maza y Solita cantaban canciones españolas, mientras los médicos procuraban restablecerles la salud. Mateo estaba desesperado porque llevaba un mes sin recibir carta de Pilar, aunque sí las había recibido de Alfonso Estrada y de Cacerola, éstos descansando en Novgorod, después de los terribles asedios a que se habían visto sometidos.

En efecto, la guerra continuaba, y pese a haberse estrellado en Moscú el intento alemán de ocupar la capital -pronto se lanzarían a otro ataque, y esta vez sería decisivo-, la victoria en aquellos meses parecía inclinarse del lado de Hitler. Sus tropas estaban a tres marchas de Suez, en África, y en el frente ruso se aprestaban al asalto del Cáucaso y del Volga, al tiempo que se fijaban un ideal supremo: la conquista de Stalingrado, enclave de primer orden. Stalin se quejaba de que sus aliados le traicionaban pues no abrían el segundo frente que les exigió. Llegó incluso a creer en contactos secretos entre Inglaterra y Berlín. Churchill se desplazó a Moscú. "Ustedes tienen miedo de medirse con los alemanes", le dijo Stalin. "Ustedes eran sus aliados mientras que nosotros ya luchábamos solos contra ellos".