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La batalla de Stalingrado fue implacable desde el primer momento. La resistencia de los rusos era feroz y no daban importancia a la caída de vidas humanas, porque las tenían de respuesto. Parte del material se fabricaba al otro lado de los Urales, pero lo importante se lo suministraban los Estados Unidos a través de las rutas más diversas. Stalin no dejaba de pedir más y más. En sólo un año América había suministrado a Rusia más de tres mil aviones, cuatro mil tanques y más de medio millón de vehículos automóviles. Y habiendo perdido Rusia la mitad de sus recursos alimenticios, América les enviaba proteínas y calorías en la forma más concentrada y deshidratada posible. Varias fábricas del Middle West fabricaban bortsch reducido a las dimensiones de una caja de cerillas, y tushuha, o cerdo a la rusa. Pero el gobierno soviético pedía la supresión de todas las indicaciones de origen, afirmando que a su pueblo le parecería una humillación ser alimentado por el extranjero. Hitler trasladó gran parte de las fuerzas de Sebastopol al norte, a Leningrado. La ciudad estaba a la vista. Desde sus posiciones, los alemanes veían la cúpula de San Isaac, la aguja del Almirantazgo, la fortaleza de Pedro y Pablo. Las tropas alemanas las mandaba el más reciente de los maríscales: Erich von Manstein. La población civil se mostraba a la altura del heroísmo de los combatientes. El arsenal humano de que Rusia disponía era inextinguible. Habían perdido más de cuatro millones de prisioneros en catorce meses de combate, pero la capacidad de reconstitución de su ejército seguía siendo fenomenal.

Más al Sur, en Damiansk y en Volchov, las batallas eran también horribles. En Volchov los rusos, cercados, llegaron al canibalismo, a los suicidios colectivos, a las muertes por hambre. El verano había transformado el bosque petrificado en un cenagal de gusanos. Los destacamentos alemanes que penetraban en el perímetro cercado veían continuamente verdaderos montones de insectos que indicaban la situación de los cadáveres. Sin embargo, Alemania no podía atender a tantas operaciones a la vez: le faltaba material humano de reserva y material bélico para ofensivas simultáneas.

Un ejemplo podía ser el que señalaba el general Sánchez Bravo: Rommel había dado un tropezón en El-Alamein. La victoria había desgastado al vencedor. Al Af rika Korps sólo le quedaban cincuenta tanques y los combatientes en forma no pasaban de los mil quinientos. El desgaste italiano no era menor. Sus tropas habían quedado reducidas a un tercio de sus efectivos. Faltaba aprovisionamiento. Por suerte, en Tobruk se habían encontrado con un gran arsenal que dejaron los aliados. El ejército alemán, irónicamente, se anglosajonizó. Fumaba tabaco inglés, comía conservas americanas, aseguraba el ochenta y cinco por ciento de sus transportes con vehículos fabricados en Coventry o en Detroit. Fricción entre alemanes e italianos. Rommel era odiado por los italianos. Mussolini se había trasladado a Libia con un caballo blanco para hacer su entrada triunfal en El Cairo. Ahora se sentía humillado. Rommel, en el transcurso de tres semanas, no se había dignado hacerle una visita. Rommel se sentía enfermo. Los médicos le aconsejaban que cediera el mando a algún otro oficial. Pero Hitler era tajante: al pie del cañón.

Las fuerzas alemanas habían ocupado Ucrania, obsesión de Hitler. Buena parte de las industrias fundamentales de Ucrania habían sido trasladadas por los rusos, en un esfuerzo incomparable, a los Urales. La operación alemana era magistral, pese a que algunos generales querían ir directamente a Moscú. Hitler se sentía "el más grande militar de todos los tiempos". El nuevo ataque hacia Moscú se haría con un número de tropas diez veces superior a las que Napoleón empleó en Borodino. Al mando, el general Guderian. Esta victoria igualaría en grandeza a la de Ucrania. Los rusos se habían rendido en masa. Una vez más interminables columnas de prisioneros se ponían en marcha hacia el Oeste, sembrando el camino de hombres muertos de disentería y otras privaciones. En el Sur había sido capturado un ejército ruso al borde del mar Azov y lo habían destruido, haciéndoles sesenta y cinco mil prisioneros, y continuaban avanzando hacia Rostov.

Con respecto a la postura española, los Estados Unidos enviaron a su nuevo embajador, mister Garitón F. H. Hayes, quien en su entrevista con Franco utilizó un tono muy cordial. "El presidente de los Estados Unidos me encarga muy especialmente exprese a V.E. la estima personal que le tiene". Y recalcó: "No trataremos de imponer nuestro sistema de gobierno a ningún país". Franco, que tanto había hablado de autarquía, contestó inesperadamente: "Ningún pueblo de la tierra puede vivir normalmente de su propia economía y todos ellos se necesitan".

También a Gerona había llegado un nuevo cónsul americano, mister John Stern. Éste se entrevistó en seguida con el cónsul inglés mister Collins, y ambos se fueron a comer ancas de rana al restaurante de la Barca, en una mesa contigua a la que ocupaban los hermanos Costa, el capitán Sánchez Bravo y Carlos Civil, el hijo del profesor Civil y hombre de paja de la EMER.

Mister Stern y mister Collins se reían mucho y los hermanos Costa se preguntaban por qué. Sería una consigna? Dar la impresión de que todo marchaba bien? Tal vez hablaban de los partes que emitía la BBC, según los cuales la ciudad renana de Colonia había sufrido un bombardeo masivo, ocasionando daños inmensos, y que al día siguiente mil aviones británicos habían caído sobre Essen. La BBC añadió que Hitler había acusado a Goering de vividor y perezoso y había rehusado darle la mano, por cuanto Goering le había prometido que sus aviones decidirían la lucha. Y entretanto América producía aviones. Cazas, por supuesto, pero sobre todo bombarderos para la ofensiva. Los americanos habían empezado también sus incursiones aéreas, pero los alemanes se negaban a aceptar que los americanos fuesen aptos para combatir. Goering había dicho: "No subestimo a los americanos.

No tienen igual para fabricar hojas de afeitar, pero no olvidemos que la palabra clave de su sociedad es bluff…"

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La División Azul iba a ser relevada. Los miembros que la componían estaban visiblemente cansados, excepto la minoría que, al igual que les ocurría a los legionarios, en la guerra se sentían como en su casa. Llegarían otros divisionarios de refresco, que a la sazón estaban ya siendo reclutados en España. Incluso el general Muñoz Grandes, que había recibido las máximas condecoraciones, iba a ceder el puesto al general Esteban Infantes, después de repetir, en frase que se consideró feliz, que había que "repartir la gloria y el riesgo".

El relevo no se haría de un solo golpe, sino progresivamente, a fin de que hubiera siempre "veteranos" que pudieran adiestrar a los recién llegados. Primero fueron repatriados los enfermos y convalecientes de alguna herida, lo que afectaba a Mateo y a Núñez Maza. Luego, a los que se habían batido en el Wolchow y lago limen, entre los que figuraban Cacerola, el camarero Rogelio y Alfonso Estrada. También se unirían a estos últimos Solita y mosén Falcó, quien había quedado descolgado de sus conciudadanos y que en la División había destacado por sus ardores belicistas. Mosén Falcó, en la fiesta del Corpus, "encontrándose en Possad, llegó a escupir al rostro de un prisionero ruso que hizo alarde de irreverencia y burla.