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Núñez Maza precedió a todos los demás, incluso a Mateo. Sus fiebres no habían remitido, había adelgazado mucho y no podía con su alma. En unión de varios heridos graves fue evacuado y trasladado a Madrid, donde médicos amigos suyos le prestarían la ayuda necesaria. Sin embargo, nada más llegar, y pese a poder gozar de las ventajas de un país "no beligerante", experimentó una doble sensación. Por un lado, fue recibido como un héroe, incluso por el mismísimo Serrano Súñer, quien siempre le había demostrado un gran afecto; por otro lado, sintió que en la capital de España se vivía completamente al margen de lo que pudiera ocurrirle a la División Azul.

Para la mayoría de ciudadanos aquello era una anécdota y la gente se ocupaba en vivir, en chantajear, en divertirse y en llenar las calles de tenderetes, formando una especie de inmenso mercado. Como por ensalmo habían salido los vendedores ambulantes.

Chufas, pipas, altramuces, piedras para encendedores, trompetillas, viseras y, por supuesto, tabaco. Una charlatana, llamada Tomasa, llevaba consigo un micrófono y en la avenida del Generalísimo Franco era la gran atracción. También le hablaron de los meublés, cada día más en auge, de algunos bares llamados "putódromos" y de los realquilados, con muchos líos de faldas en los pisos y en las salas de fiestas recientemente inauguradas y que trabajaban a tope.

El doctor Jiménez Mendoza, que se puso a su disposición, le dijo: "Si tus fiebres fueran tan difíciles de curar como la España que tenemos hoy, mi pronóstico sería preocupante". Núñez Maza quedó de una pieza. Todavía era consejero nacional. Echó de menos a Salazar y su cachimba. Se acordó de algo que ambos habían escrito y publicado poco después de terminada la guerra civiclass="underline" "Excepto Alemania, Italia, el Japón, Portugal y España, el resto del mundo es masonería y comunismo, es decir, escoria". No sabía si arrepentirse o no. Su mente estaba confusa y las fiebres le impedían poner orden en su pensamiento. El doctor Jiménez Mendoza le puso a tratamiento y le dio ánimo. "Dentro de un mes te sentirás mucho mejor. Pero ya veremos dónde te mandamos luego para que mejoren tus pulmones".

Días después llegó Mateo. El avión le dejó en Madrid, desde donde se trasladó en tren a Barcelona. Varias horas de espera en Barcelona y por fin otro tren, de locomotora humeante, como si sufriera, a Gerona. Había enviado un telegrama, de modo que en el andén de la estación le esperaban, además de la familia, el camarada Montaraz y la Voz de Alerta, Herida leve? Herida grave? Durante el viaje recompuso la situación. Herida grave, al parecer. La bala, como si se la hubiera enviado Cosme Vila desde Ufa, le interesó el coxo-femoral. Se la extrajeron, hubo infección, luego el correspondiente drenaje. Ahora se estaba cicatrizando, pero la cadera, por el momento, le había quedado rígida. Cojo, cojo para toda la vida, a menos que los experimentos que, según los médicos que le atendieron, se estaban llevando a cabo para utilizar prótesis se perfeccionasen y llegaran a tiempo para recomponerle a él. El doctor Chaos, sin el barullo del hospital de Riga, le daría su opinión. Solita le había dicho: "Si no te cura el doctor Chaos no te curará nadie".

Al detenerse el tren en la estación se oyó un grito. Era Pilar. Pilar gritó: "Mateo!", y corrió para acercarse a la portezuela de descenso. Detrás estaban don Emilio Santos, Matías y Carmen Elgazu, Ignacio y el pequeño Eloy. El camarada Montaraz y la Voz de Alerta retrocedieron unos pasos para permitir que la familia pudiera darle antes que nadie la bienvenida.

Entonces ocurrió lo inevitable. Después de entregarle a Ignacio la mochila dentro de la cual había un equipo completo de soldado y un precioso icono, para bajar los peldaños del vagón tuvieron que ayudarle. Cojo! Mateo apenas si podía valerse por sí mismo. Por fin consiguió apearse y los abrazos se fundieron alrededor de su cuello. Sin embargo, flotaba en la mente de todos el enigma. Qué clase de cojera? Y por qué estaba tan demacrado? En el uniforme, la Cruz de Hierro, que le impuso el mismísimo general Muñoz Grandes. De qué le iba a servir esa cruz, si acababan de recibir a un mutilado?

– Calma, calma -decía Mateo-. Ya os explicaré. Todo se arreglará…

Pilar, al igual que el resto de la familia, tuvo una corazonada. Pilar, que se había pasado noches enteras preguntándose cuál podía ser la herida de Mateo, estaba a punto de desvelar el misterio.

– La pierna? La cadera…? Qué te ha pasado?

– La cadera… Una bala. Pero ya me la extrajeron y ahora falta la recuperación.

Nadie le creyó. Se movía con dificultad y, pese a las promesas que se había hecho a sí mismo, habló sin convicción. Por si fuera poco, no conocía al nuevo gobernador. El camarada Montaraz le abrazó también. ' La Voz de Alerta' se había preparado para pronunciar unas palabras, pero el desconcierto reinante se lo impidió. Don Emilio Santos se abalanzó a su cuello. "Hijo! Qué te ha ocurrido?". Ignacio tenía un nudo en la garganta, mezcla de dolor y de irritación. No sabía qué hacer con la mochila, que pesaba lo suyo. Mateo se había ido "en busca de los luceros" y llegaba con la cadera rota. Por fin, Ignacio se decidió a darle un abrazo, pero sólo para balbucear: "Qué tristeza!". Carmen Elgazu le besó en ambas mejillas y Matías, que desde lejos ya se había quitado el sombrero, le atrajo también hacia sí.

Pilar y Mateo tenían el piso en la misma plaza de la Estación. Eran unos doscientos pasos. Demasiados pasos para el héroe. Subieron a un taxi, en medio de un gran silencio. E Ignacio y Pilar, con gran esfuerzo, tuvieron que ayudarle a subir, peldaño a peldaño, la escalera. La puerta del piso se abrió… Mateo vio el retrato de José Antonio, el pájaro disecado, unos libros y una sirvienta, llamada Teresa, que tenía un crío en los brazos. "Dejad que me siente! Y traedme a mi hijo…" Mateo se sentó en el comedor, se hizo cargo del pequeño y lo inundó de besos. "César… César Santos Alvear! Qué hermoso está!". Quería levantarlo en brazos, pero no pudo. Formuló frases inconexas. "Se parece a mí. Verdad que se parece a mí?". Por lo menos se parecía al Mateo anterior a la cruzada contra Rusia.

Sólo habían subido los familiares. Al cabo de un rato de tensión, Ignacio no pudo más y rompió el silencio.

– Ese gobernador que te ha abrazado, es al mismo tiempo el jefe provincial del Movimiento. Adiós, Mateo… Pronto nos veremos.

* * *

Esta noticia le sentó a Mateo como un rayo. En realidad, cruzaban por el piso rayos de todas partes. Poco a poco todo el mundo se fue, para dejar solos a Mateo y a Pilar. Mateo, haciendo un esfuerzo, sólo tuvo tiempo para decirles a todos que "era de esperar que aquello se curaría" -habría que avisar al doctor Chaos-, y que, fuere lo que fuere, no sería nada comparado con lo que habían sufrido otros camaradas de la División. "Cumplí con mi deber y volvería a hacerlo una y cien veces".

Pilar no hacía más que llorar. Mateo, cabizbajo, no se atrevía siquiera a acercársele. César dormía en la cuna, muy cerca de la mochila con el icono dentro, y Teresa había salido a comprar "lo que al señorito le podría apetecer". Mateo tenía al alcance de la mano un tazón de café, que sabía a malta, y que no podía compararse al que le preparaba Solita en el hospital de Riga.

– No tenías por qué alistarte, comprendes? -dijo Pilar-. Nunca! Nunca! Yo te había dado mi vida y la rechazaste…

– Pero, qué estás diciendo? He de repetirlo? Los yugos y las flechas que yo llevaba en la camisa, que llevo todavía!, te gustaban igual que a mí…

– Pero aquello fue nuestra guerra… En ésta de ahora, llena de nombres raros, no se te había perdido nada…

– La División está llena de hombres casados. Algunos, con tres hijos y más… Fui consecuente con mis ideas y no me arrepiento de nada -hubo una pausa-. Si supieras cuánto he aprendido! Ya te irás dando cuenta…

– Estoy enterada. Perfectamente… Sabes lo que es una bala y cómo huelen los muertos y un hospital. Y también sabes mandar telegramas ocultando la verdad…