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Ángel era, a la vez, solterón y mujeriego. Bajo y rechoncho, no se parecía en absoluto a los rascacielos, que en realidad estimaba como la arquitectura del porvenir, por lo cual militaba en favor de los Estados Unidos. No quería casarse. En muchas noches en que le ganaba el insomnio, la vida se le antojaba absurda, por lo que se prometió a sí mismo no tener hijos. Llevaba el reloj de pulsera en la mano derecha, pese a que alguien, sin venir a cuento, le dijo que el detalle era femenino. Puso en manos del peluquero Dámaso su gran cabellera y solicitó los servicios de Silvia, la manicura, en dura lucha con Padrosa, quien estaba a punto de pedirla en matrimonio. Excelente fotógrafo, mosén Alberto, en el museo, le habló de una posibilidad, en el caso de que decidiese quedarse en Gerona: fotografiar todos los monumentos y restos románicos de la provincia, que estaban abandonados y reclamaban una puesta a punto. "Ángel, piénsalo. Es de una riqueza impar. Luego podríamos publicar una monografía y con ello ganar el dinero suficiente para convertir la llanura de Gerona en un Wall Street a tu medida".

Mosén Alberto le habló también de la posibilidad de remozar muchos templos y ermitas que "las hordas rojas" habían incendiado y saqueado en 1936.

– Habría un inconveniente -le atajó Ángel-: Un servidor es agnóstico…

El sacerdote, que en aquel momento tenía el pañuelo en la mano, le replicó:

– Eso no tiene nada que ver. Ya sabrás que la mayoría de artistas que nos han legado sus tesoros religiosos, han sido ateos. Así que tus ideas te las metes en el bolsillo y sanseacabó.

A Ángel le gustó que mosén Alberto le contestara de esta forma.

– Bien, ya veremos. Sin embargo, no puedo negar que realmente hay aquí mucho que hacer.

Los contertulios del café Nacional estaban a la escucha de lo que Ángel podía hablar y obrar. Y pronto se enteraron de que era un magnífico jugador de ajedrez, hasta el punto de ser capaz de jugar una partida a ciegas. "Bien -comentó Matías-, eso habrá que verlo. Por lo demás, yo también soy capaz de jugar a ciegas una partida de dominó".

CAPÍTULO II

PRONTO EL CAMARADA MONTARAZ adquirió fama de "intransigente" o de "fanático", condición que acertó a disimular en sus diálogos con Juan Antonio Dávila. Había sufrido mucho con la guerra, encerrado en el doble armario del almacén de muebles de su padre, y eso no se lo perdonaba a nadie. Cuando, en homenaje a Mateo, conoció a la familia Alvear, ésta le entró por los ojos, especialmente Ignacio y Pilar. "Contad conmigo", les dijo. Por supuesto, no comprendió que don Emilio Santos, habiendo sufrido en la checa mucho más que él, se mostrara tan ponderado en los comentarios. "Es mi talante -dijo don Emilio-. No lo puedo remediar".

Matías estaba sobre ascuas, entre otras razones porque el nuevo gobernador, en ausencia de Mateo, se había apoderado de la Jefatura Provincial de Falange. "Ya sé que es un decreto, y que en todas las provincias será así. Pero hubieran podido esperar a que mi yerno estuviera de vuelta". Cuando Matías decía "mi yerno", es que lo defendía. Cuando decía "Mateo" a secas, postura neutral. Cuando decía "Mateo Santos", eran dos flechas que sonaban como escupitajos.

El camarada Montaraz, después de acondicionar el Gobierno Civil a su gusto y al gusto de María Fernanda con los muebles y cachivaches que dejaron en Albacete, imitó a su predecesor y se dio un garbeo por la provincia, en un coche Studebaker conducido por Miguel Rosselló. Unas veces se llevó de asesor a mosén Alberto, otras a la Voz de Alerta, otras al profesor Civil. En los pueblos soltó discursos breves y escuetos, como en él era habitual -las gentes volvieron a levantar el brazo con decisión-, y cada vez al final del trayecto su comentario era el mismo: falta de higiene, asombrosa laboriosidad, paisaje bello, pero lenguaje catalán… Esto no le cabía en la mollera -tampoco a María Fernanda-, y se preguntaba si el consejo de Juan Antonio Dávila: "No ataques por ese flanco", era un chaqueteo o un hecho consumado, tan irreductible como los muros del Alcázar o como la leche materna. ' La Voz de Alerta' llegó a decirle: "Supongo que ni yo ni Carlota somos sospechosos; pues en casa hablamos catalán". El camarada Montaraz empezó a comprender que todo paralelismo entre Cataluña y el País Vasco había que ponerlo en cuarentena. El profesor Civil matizó: "Son dos conflictos distintos. No olvidará usted que los nacionales han matado en el País Vasco a catorce sacerdotes, por considerarlos gudaris y porque al parecer disparaban con ametralladora. Esto, en Cataluña, es inimaginable".

Visitó también, cómo no!, la cárcel, el manicomio y los urinarios públicos de la plaza de San Agustín. La cárcel le pareció horrible, con tanta promiscuidad y tal exceso de reclusos, algunos de los cuales no sabían por qué estaban detenidos. "Hay que fumigar esto!", barbotó. En cuanto al manicomio, constituyó para él un golpe duro. Ochocientos internos malolientes, masiñcados, tiritando de frío bajo el cielo plúmbeo de Gerona. El doctor Andújar, que amaba a los locos, le atajó con una frase: "No tenemos presupuesto". Al camarada Montaraz, sin saber por qué, le dieron más lástima las mujeres, algunas de las cuales llevaban un clavel rojo prendido en el pelo. "Hay que fumigar todo esto!", clamó otra vez. Y entonces llegó el asombro. Al despedirse, los locos, alineados en el patio, levantaron el brazo y algunos cantaron Cara al sol. Uno de ellos estaba siempre, todo el día, al lado de una radio con la oreja pegada, asegurando que oía Berlín y que Berlín estaba a punto de ganar la guerra. Tocante a los urinarios públicos -entró incluso en bares y restaurantes-, se encontró con lo de siempre: "Vivas" y "Mueras" en paredes y puertas y toda clase de dibujos obscenos.

A Miguel Rosselló iba diciéndole. "Toma nota de esto". "Y de lo otro". "Y de lo de más allá". Rosselló se dio cuenta de que era mucho más meticuloso que su antecesor, y que por las trazas se disponía a actuar con rapidez. Ahora bien, cómo se las arreglaría? Existía una especie de abulia asumida por la mismísima población. La obsesión de la gente no era la suciedad, tampoco los barrotes, tampoco la locura: eran las cartillas de racionamiento y las consignas. Por ejemplo, acababa de crearse la Delegación Gubernativa para la Represión de la Mendicidad. Cómo reprimir la mendicidad, si en las colas de Auxilio Social la gente se increpaba y había niños legañosos que recordaban estampas del viejo Egipto y de Abisinia?

Mosén Alberto, fiel a su talante, le habló de adecentar ciertas zonas del barrio antiguo, e incluso de construir un paseo Arqueológico que podía ser una de las maravillas de Europa, y, por fortuna, no sujeto a las bombas caídas del cielo. Esgrimió un argumento en el que había depositado muchas esperanzas: "Su hijo, Ángel, se quedó boquiabierto. Textualmente dijo: "Esto es el no va más." El camarada Montaraz movió la cabeza negativamente. "Con todos mis respetos, mosén Alberto, no estamos para monumentos góticos o románicos. Son prioritarias la comida y la disciplina".

* * *

Jaime, el librero, que había prosperado mucho, hasta el punto de trasladar su negocio a un espacioso local de la céntrica calle de José Antonio Primo de Rivera, rotulándolo " La Cultural " porque se escribía lo mismo en catalán que en castellano, estaba desesperado con el nuevo gobernador, que había actuado inquisitorialmente en todas las librerías de la ciudad. Al camarada Montaraz no le inquietaban los Baroja y Valle-Inclán, sino todo lo que oliera a marxismo. Veía marxismo por todas partes, convencido de que tal doctrina había impregnado a muchos intelectuales "sin que éstos se dieran cuenta". Hizo un auto de fe, una gran hoguera con toda la literatura que juzgó sospechosa al respecto. A Jaime le expolió media tienda. El camarada Montaraz sabía que Churchill le había escrito a Franco que "el comunismo no era ninguna amenaza" y de ahí que los aliados enviaran tanto material al Kremlin a través del Ártico. Eso le bastó para descalificar al premier, aun admitiendo que era un león luchando por su causa. Declaraba a Churchill y a Roosevelt "los miopes". Siempre que se refería a ellos les llamaba "los miopes". No le extrañaba que Franco hubiera dicho que si hacía falta, si los rusos abrían brecha en dirección a Berlín, estaba dispuesto a enviar un millón de soldados españoles. A Stalin le llamaba el "cíclope", ya que, según él, tenía un solo objetivo: el desgaste de las democracias.