Cuando a Jaime le caía en el lote algún libro en latín, antiguo, con tapas de pergamino, se asesoraba con mosén Alberto. Una vez le cayó un incunable, impreso en Gerona!, y mosén Alberto se lo compró para el Museo Diocesano.
Jaime, debido a su profesión, debía recorrer también con frecuencia la provincia, comprando libros de masías vetustas venidas a menos. Fue testigo de cómo algunos jóvenes malvendían el Patrimonio de sus abuelos. Continuamente bajaban libreros de lance de Barcelona dispuestos a comprarle libros en catalán, que guardaba en la trastienda o en su piso, a resguardo de las gafas negras del camarada Montaraz. Jaime se había agenciado un coche renqueante para los traslados y a veces acompañaba a Matías, su ex compañero en Telégrafos, a pescar en el río, con Eloy. Ahora agradecía a Franco que le hubiera depurado. Fue su suerte, como si le hubiera tocado la lotería. En consonancia con su oficio de librero de lance se dejó crecer la cabellera para tener aire de artista, y llevaba lacito en el cuello, al igual que el pintor Cefe. Eran los dos únicos lacitos de la ciudad. Aunque parte de las ganancias se le iban con una pupila de la Andaluza, llamada Remedios, que en cuestión de la libido estaba más enterada que Freud.
Jaime era bajito y piernicorto, pero con gran fibra. Cuando llegaba algún telegrama para él, Matías se lo llevaba personalmente a la tienda, en manos. Dos de sus mejores clientes eran los hermanos Costa, que no regateaban nunca el precio. Organizó un servicio de abonos para leer novelas de aventuras, que tenían tantos partidarios como los tebeos. El autor preferido era Zane Grey. Su amante Remedios se las tragaba todas. Decía que la realidad podía enseñarle pocas cosas, y que en cambio en los libros con intriga y suspense encontraba aliciente. Remedios le tenía a su vez intrigado porque siempre le pedía una novela en la que la víctima fuera un químico de profesión. "El cadáver tiene que ser el de un químico". Nunca explicó el porqué. Tal vez alguno le jugó una marranada. Jaime contrató a un dependiente, un tal Facundo, que había sido de la CNT y que exhibía ojos de lince. Cuando no tenía nada que hacer miraba los grabados antiguos, como los de Gustavo Doré, y decía: "Voy a decirle a Cefe que eche una mirada a esto! Seguro que se largará con los pinceles a otra parte".
Llegaban a manos de Jaime revistas extranjeras, que venían con los inmigrantes fugitivos de Francia. En una de ella leyó que el casino de Niza iba a ser demolido, y que en los cincuenta años de su existencia se registraron diez mil suicidios de jugadores dentro del propio casino, y tres mil en el mar. El diez por ciento, mujeres. Facundo, siempre alegre, se encalabrinó. "Con lo hermosa que es la vida, hay que ver!".
El ex alférez Montero, Ricardo de nombre, tenía tratos con Jaime para comprarle libros que faltaban en la Biblioteca Municipal, de la que continuaba siendo el director. Estaba tan eufórico a raíz de su idilio con Gracia Andújar, la hija del doctor, que parecía haber superado para siempre sus depresiones anteriores, debidas a la cantidad de condenados a muerte a los que, en el cementerio de Gerona, había tenido que rematar con el tiro de gracia. Dicha euforia le llevó a leer también en la biblioteca, a escondidas, libros de aventuras, cuanto más ingenuas mejor. Se tragó todo Julio Verne y todo Walter Scott. Tales lecturas lo transportaban a mundos imaginarios, lo mismo que jugar al póquer en el casino, donde a veces coincidía con el capitán Sánchez Bravo, con quien nadie podía competir.
– Por qué no se lleva usted novelas de amor? -le preguntaba Jaime.
– El amor no es para leerlo. Es para practicarlo… -y al decir eso el muchacho se acordaba de las muchas veces que, destrozado, arrastrando los pies, había ido a casa de la Andaluza, pecando precisamente con la hermosa Remedios, mucho antes de que pudiera hacerlo Jaime.
Existía, posiblemente, una dificultad. Ricardo Montero tenía un tic que consistía en pestañear incesantemente, resaca de lo mucho que había sufrido. "Por qué haces eso?", le preguntaba Gracia Andújar. "Pues, no lo sé…", contestaba él. En cambio, el doctor Andújar lo sabía. Era una contraseña del sistema nervioso. El doctor estaba más que alarmado con el noviazgo de su hija. Experto en su profesión, hubiera podido jurar que Ricardo Montero había superado sus estados anímicos sólo provisionalmente. "Tendrá depresiones intermitentes, algunas muy graves -le decía a su mujer-. Lo que hizo lo marcó para siempre. Una vez le hablé del cementerio de Gerona, así de pasada, y el muchacho se quedó pálido como un cadáver".
En otras palabras, el doctor Andújar se propuso poner cuantos obstáculos tuviera a su alcance para que su hija no uniera su vida a aquel hombre enfermo, otra inerte víctima de la posguerra. Por descontado, debía obrar con mucho tino, para que Gracia Andújar no se enamorara todavía más. El doctor conocía la tesis de la unión de los contrarios. "Dejemos que pase el tiempo, y espérenlos la ocasión".
Era curioso que la postura, decisión incluso, del doctor, coincidiera en este asunto con la actitud de Marta, la gran amiga de Gracia Andújar. Pudiera decirse que Marta, últimamente, se había convertido en casamentera… No sólo influyó para que Chelo Rosselló se casara con Jorge de Batlle, sino que ahora andaba buscándole pareja a su hermano, José Luis, teniente jurídico militar, puesto que éste había roto sus relaciones con María Victoria, la cual se fue a Rusia donde, tal vez aupada por el frenesí de las batallas, se había comprometido con el capitán Arias. Diversas circunstancias iban en favor del proyecto de Marta, otras eran contrarias a él. Marta tenía a su favor que ella quería quedarse en Gerona, donde había volcado toda su alma en la Sección Femenina, con resultados tan satisfactorios que el camarada Montaraz le colocó una medalla en el pecho, al tiempo que le decía: "Tu labor ha sido ejemplar". A más de esto, en Gerona estaba enterrado su padre, el comandante Martínez de Soria. Circunstancias desfavorables eran su ruptura con Ignacio -ambos coincidían por las calles cada dos por tres-, y que su madre le dijera insistentemente, con su eterno tono de tristeza: "Qué hacemos aquí? Deberíamos tomar el portante e irnos todos a nuestra tierra natal, Valladolid".
Así las cosas, el árbitro de la cuestión era el propio José Luis, quien parecía mostrarse indiferente en medio de ambos proyectos, y que había encajado muy bien las calabazas que acababa de darle María Victoria. Marta razonaba para sí: "Si mi hermano se enamorase de una muchacha de Gerona, todo arreglado y mi madre no tendría más remedio que resignarse primero y alegrarse después, cuando brotaran a su lado un par de nietecitos".
Pero había algo más. Marta, en el interior de su cacumen, había colocado incluso un nombre preciso en su endiablado proyecto: precisamente Gracia Andújar. Ideal. Nunca creyó que lo suyo con Ricardo Montero terminara en el altar. Conocía bien al ex alférez. Era un hombre tarado, peligroso incluso para sí mismo, como les ocurría a tantos combatientes cuando tenían sobre su conciencia problemas de muerte. "Gracia Andújar ha nacido como las gacelas, para ser feliz, y no para tener en el hogar un consultorio psiquiátrico".