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– Lisbeth, entiendo perfectamente que no te interese un viejo de más de cincuenta años.

– No me interesa un viejo de más de cincuenta años que es mi jefe -dijo, levantando una mano-. Espera, déjame hablar. A veces eres idiota y un burócrata insoportable, aunque, al mismo tiempo, me pareces un hombre atractivo y… yo también puedo sentirme… Pero eres mi jefe; además, conozco a tu mujer y quiero conservar este trabajo. Lo más estúpido que podría hacer sería tener un rollo contigo.

Armanskij permaneció callado sin apenas atreverse a respirar.

– Soy consciente de lo que has hecho por mí y te estoy muy agradecida. Aprecio que hayas demostrado estar por encima de tus prejuicios y que me hayas dado una oportunidad. Pero ni te quiero como amante ni eres mi viejo.

Ella se calló. Al cabo de un rato Armanskij suspiró desamparado.

– ¿Y qué es lo que quieres de mí?

– Quiero seguir trabajando para ti. Si te parece bien, claro.

Él asintió con la cabeza y luego le contestó de la manera más sincera que pudo:

– Estoy encantado de que trabajes para mí. Pero también quiero que tengas algún tipo de amistad o de confianza conmigo.

Ella asintió en silencio.

– No eres alguien que incite a la amistad -le soltó Armanskij de repente. La notó un poco apesadumbrada pero, aun así, continuó implacablemente-. Ya he entendido que no quieres que nadie se meta en tu vida e intentaré no hacerlo. Pero ¿me dejas que te siga teniendo cariño?

Salander lo meditó durante un buen rato, Luego, a modo de respuesta, se levantó, bordeó la mesa y le dio un abrazo. Se quedó totalmente perplejo. Cuando ella lo soltó, cogió su mano y preguntó:

– ¿Podemos ser amigos?

Ella asintió con un solo movimiento de cabeza.

Fue la única vez que le mostró algo de ternura, y la única vez que lo tocó. Un momento que Armanskij recordaba con mucho cariño.

Cuatro años después Salander seguía sin revelarle a Armanskij prácticamente nada sobre su vida privada ni sobre su pasado. En una ocasión aplicó sus propios conocimientos en el arte de las «iper» para investigarla personalmente. Además, mantuvo una larga conversación con el abogado Holger Palmgren -quien no pareció sorprenderse al verlo- y lo que descubrió no contribuyó precisamente a aumentar su confianza en Lisbeth. Nunca jamás lo comentó con ella, ni le dio a entender que había estado husmeando en su vida privada. Más bien al contrario, ocultó su preocupación y aumentó su nivel de alerta.

Antes de que terminara aquella extraña noche, Salander y Armanskij llegaron a un acuerdo: en el futuro ella haría investigaciones como freelance y él le daría una pequeña retribución mensual fija, tanto si le encargaba algo como si no. Los verdaderos ingresos estarían en lo que facturara por cada uno de los encargos. Podría trabajar a su manera; a cambio, se comprometía a no hacer nunca nada que lo avergonzara a él o que pudiera involucrar a Milton Security en un escándalo.

Para Armanskij se trataba de una solución práctica que le favorecía a él, a la empresa y a la propia Salander. Redujo el incómodo departamento de IP a una sola persona: un colaborador ya mayor que hacía trabajos rutinarios decentes y se encargaba de comprobar la solvencia de los individuos investigados. Todas las tareas complicadas o dudosas se las dejó a Salander y a unos cuantos freelance que en la práctica -en caso de que hubiera, realmente líos- serían autónomos, de modo que Milton Security no tendría en realidad ninguna responsabilidad sobre ellos. Armanskij la contrataba a menudo, así que ella se sacaba un buen sueldo. Podría ganar mucho más, pero sólo trabajaba cuando le apetecía; y si eso no le gustaba, que la despidiera.

Armanskij la aceptaba tal y como era, pero no le permitía tratar personalmente con los clientes. Hacía escasas excepciones a la regla, y el asunto del día, desgraciadamente, pertenecía a esa categoría.

Aquel día Lisbeth Salander llevaba una camiseta negra con la cara de un ET con colmillos y el texto I am also an alien. Una falda negra, rota en el dobladillo, una desgastada chupa de cuero negra que le llegaba a la cintura, unas fuertes botas de la marca Doc Martens, y calcetines con rayas verdes y rojas hasta la rodilla. Se había maquillado en una escala cromática que dejaba adivinar un problema de daltonismo. En otras palabras, iba bastante más arreglada que de costumbre.

Armanskij suspiró y dirigió la mirada a la tercera persona presente en la habitación, un cliente con traje clásico y gafas gruesas. El abogado Dirch Frode tenía sesenta y ocho años y había insistido en conocer personalmente al autor del informe para poder hacerle unas preguntas. Armanskij había intentado impedir el encuentro con evasivas como, por ejemplo, que Salander estaba resfriada, de viaje u ocupadísima con otra misión. Frode contestaba despreocupadamente que no importaba, que no se trataba de un asunto urgente y que no le molestaba tener que esperar unos cuantos días. Armanskij se maldijo a sí mismo, pero al final no tuvo más remedio que reunirlos a los dos, y ahora el abogado Frode estaba observando a Lisbeth Salander con los ojos entornados y una manifiesta fascinación. Lisbeth Salander le devolvió la mirada airadamente, con una cara que no dejaba entrever sentimientos demasiado cálidos.

Armanskij volvió a suspirar, contemplando la carpeta que ella acababa de depositar encima de su mesa. En la portada se leía el nombre de carl mikael blomkvist, seguido de su número de identificación personal, pulcramente escrito con letras de imprenta. Pronunció el nombre en voz alta, de modo que el abogado despertó de su hechizo y buscó a Armanskij con la mirada.

– Bien, ¿qué es lo que me puede contar de Mikael Blomkvist? -preguntó.

– Ésta es la señorita Salander, la autora del informe. -Armanskij dudó un instante y luego continuó hablando con una sonrisa que, aunque intentaba ser de complicidad, le salió irremediablemente exculpatoria-. No se deje engañar por su juventud. Es, sin duda, nuestra mejor investigadora.

– Estoy convencido de que así es -contestó Frode con una voz seca que insinuaba todo lo contrario-. Cuénteme la conclusión a la que ha llegado.

Resultaba evidente que el abogado Frode no tenía ni idea de cómo tratar a Lisbeth Salander y que intentaba encontrar un terreno más familiar dirigiéndole la pregunta a Armanskij, como si ella no se encontrara en el despacho. Salander aprovechó la ocasión e hizo un gran globo con su chicle. Antes de que Armanskij pudiera contestar, miró a su jefe como si Frode no existiese.

– Pregúntale al cliente si quiere la versión corta o la larga.

Frode se dio cuenta enseguida de que había metido la pata. Se produjo un silencio incómodo y breve; finalmente se dirigió a Lisbeth Salander y, en un tono amablemente paternal, intentó remediar su error.

– Agradecería que la señorita me hiciera un resumen oral de sus conclusiones.

Salander parecía un depredador núbil y malvado que contemplaba la posibilidad de pegarle un bocado a Frode para ver si le servía de almuerzo. Había tanta hostilidad en su mirada que a Frode le recorrió un escalofrío por la espalda. De repente el rostro de la joven se relajó. Frode se preguntó si la expresión de esos ojos habría existido sólo en su imaginación. El inicio de su presentación sonó como el discurso de un ministro:

– Permítame que empiece por decir que este cometido no ha sido especialmente complicado, a excepción de la propia descripción de la tarea, ciertamente bastante imprecisa. Usted quería saber «todo lo que se pudiera averiguar» sobre él, pero sin especificar si buscaba algo en particular. Por esa razón, el informe se ha efectuado a modo de compendio, incluyendo los hechos más significativos de su vida. Contiene 193 páginas, pero más de 120 son, en realidad, copias de artículos escritos por la persona en cuestión, o recortes de prensa en los que ha aparecido. Blomkvist es una persona pública con pocos secretos y no mucho que ocultar.