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Pasó tres horas dejándose conquistar por un joven italiano borracho con un apellido aristócrata que no se molestó en recordar. Compartieron dos botellas de champán, de las cuales ella consumió aproximadamente una copa.

A eso de las once, su ebrio admirador se inclinó hacia delante y le tocó el pecho descaradamente. Ella, satisfecha, le puso la mano en la mesa: no parecía haber notado que estaba manoseando látex blando. De vez en cuando eran lo suficientemente ruidosos como para provocar cierta irritación entre los demás clientes. Cuando Monica Sholes, poco antes de la medianoche, advirtió que un vigilante empezaba a lanzarles serias miradas, ayudó a su amigo italiano a subir a su habitación.

Mientras él visitaba el baño, ella le sirvió una última copa de tinto. Sacó un papelito, lo desdobló y le echó en el vino una pastilla machacada de Rohypnol. Tan sólo un minuto después de haber brindado, él se desplomó como un miserable saco encima de la cama. Ella le aflojó el nudo de la corbata, le quitó los zapatos y lo tapó con el edredón. Antes de abandonar la habitación lavó las copas en el baño y las secó.

A la mañana siguiente, a las seis, Monica Sholes desayunó en su habitación. Dejó una generosa propina y se fue del Zimmertal antes de las siete. Previamente dedicó cinco minutos a limpiar las huellas dactilares de las manivelas de las puertas, de los armarios, del váter, del auricular del teléfono y de otros objetos de la habitación que había tocado.

Irene Nesser se fue del Matterhorn a las ocho y media, poco después de que la recepción la despertara. Cogió un taxi y dejó las maletas en una consigna de la estación de tren. Luego dedicó unas horas a visitar nueve bancos privados donde ingresó una parte de las obligaciones de las islas Caimán. A las tres de la tarde ya había convertido un diez por ciento en dinero que ingresó en una treintena de cuentas numeradas. Reunió el resto de las obligaciones y las depositó en la caja fuerte de un banco.

Irene Nesser tendría que hacer algunas visitas más a Zurich, pero eso no le urgía.

A las cuatro y media de la tarde, Irene Nesser cogió un taxi hasta el aeropuerto. Una vez allí se metió en los servicios, cortó en pedazos el pasaporte y la tarjeta de crédito de Monica Sholes y los echó por el retrete. Las tijeras las tiró en una papelera. Después del 11 de septiembre de 2001 no resultaba muy apropiado ir llamando la atención con objetos puntiagudos en el equipaje.

Irene Nesser cogió el vuelo GD 890 de Lufthansa hasta Oslo y luego el autobús a la estación central de la capital, en cuyos lavabos entró para ordenar la ropa. Colocó todos los efectos personales de Monica Sholes -la peluca de corte a lo paje y la ropa de marca- en tres bolsas de plástico que depositó en distintos cubos de basura y en papeleras de la estación de tren. La maleta Samsonite, vacía, la dejó en la taquilla de una consigna que no cerró. La cadena de oro y los pendientes, objetos de diseño que podrían ser rastreados, desaparecieron por un sumidero.

Tras un momento de angustiosa duda, Irene Nesser decidió conservar el pecho postizo de látex.

Luego, viendo que iba muy mal de tiempo, entró en MacDonald's y se zampó a toda prisa una hamburguesa a modo de cena. Mientras comía, transfirió el contenido del exclusivo maletín de cuero a su bolsa de viaje. Al marcharse dejó el maletín vacío debajo de la mesa. Pidió un caffe latte para llevar en un quiosco y se fue corriendo a coger el tren nocturno para Estocolmo. Llegó justo antes de que cerraran las puertas. Tenía reservado un compartimento de coche-cama individual.

Tras echarle el cerrojo a la puerta, sintió cómo, por primera vez en cuarenta y ocho horas, el nivel de adrenalina descendía a su nivel normal. Abrió la ventana y desafió la prohibición de fumar encendiendo un cigarrillo; mientras el tren salía de Oslo, permaneció junto a la ventana fumando y tomándose el café a pequeños sorbos.

Repasó mentalmente su lista para asegurarse de que no había descuidado ningún detalle. Luego frunció el ceño y rebuscó en los bolsillos de la chaqueta. Sacó el bolígrafo del hotel Zimmertal, lo examinó un momento y, acto seguido, lo tiró por la ventana.

Quince minutos más tarde se metió bajo las sábanas y se durmió casi en el acto.

EPÍLOGO. Informe anual Jueves, 27 de noviembre – Martes, 30 de diciembre

El número temático de Millennium sobre Hans-Erik Wennerström comprendía no menos de cuarenta y seis páginas y estalló como una auténtica bomba de relojería la última semana de noviembre. El texto principal lo firmaban, conjuntamente, Mikael Blomkvist y Erika Berger. Durante las primeras horas, los medios de comunicación no supieron cómo manejar el scoop; el año anterior, un texto similar provocó que Mikael Blomkvist fuera condenado a prisión por difamación y que, aparentemente, se le despidiera de la revista Millennium. Por lo tanto, su credibilidad se consideraba relativamente baja. Ahora, Millennium volvía con una historia que, escrita por el mismo periodista, contenía afirmaciones mucho más graves que el texto por el que había sido condenado. Parte del contenido resultaba tan absurdo que desafiaba al sentido común. Los medios de comunicación suecos aguardaban desconfiados.

Pero, por la tarde, «la de TV4» abrió las noticias con un resumen de once minutos sobre los principales puntos de la acusación de Blomkvist. Un par de días antes, Erika Berger había almorzado con ella y le había adelantado en exclusiva la información.

El contundente enfoque realizado por TV4 eclipsó las noticias de los canales públicos, que no se subieron al tren hasta la emisión del telediario de las nueve. Entonces, también la agencia TT emitió un primer comunicado con un prudente titular: «Periodista condenado acusa de serios delitos a financiero». El texto era un breve refrito del reportaje televisivo, pero el mero hecho de que la agencia TT sacara el tema desencadenó una febril actividad en el conservador periódico matutino y en una docena de grandes periódicos provinciales, al cambiar apresuradamente la primera página antes de que la imprenta se pusiera en marcha. Hasta ese momento, los periódicos habían decidido ignorar, aunque a medias, las afirmaciones de Millennium. Anteriormente, esa misma tarde, el periódico matutino liberal había comentado el scoop de Millennium en un editorial, escrito por el redactor jefe en persona. Luego, cuando el telediario de TV4 comenzó, éste ya se había marchado a una cena durante la cual despachó las insistentes llamadas de su secretario de redacción -que opinaba que «podría haber algo» en las afirmaciones de Blomkvist- con unas palabras que más tarde se convertirían en clásicas: «Chorradas; nuestros reporteros de economía lo habrían descubierto hace mucho tiempo». Por consiguiente, el editorial del liberal redactor jefe constituía la única voz mediática del país que destrozaba completamente el reportaje de Millennium. El redactor jefe empleó expresiones como «persecución personal» y «periodismo basura delictivo», al tiempo que exigía «medidas legales para esas personas que lanzaban acusaciones contra honrados ciudadanos». El redactor jefe no haría ninguna aportación más al debate que se generó a continuación.

Esa noche la redacción de Millennium estaba al completo. Según los planes, sólo iban a quedarse Erika Berger y la recién incorporada secretaria de redacción, Malin Eriksson, para atender posibles llamadas. Sin embargo, a las diez de la noche todos los colaboradores permanecían en sus puestos; además, les acompañaban no menos de cuatro antiguos colaboradores, así como media docena de periodistas freelance habituales. A medianoche, Christer Malm descorchó una botella de champán, pues un viejo conocido le había enviado un ejemplar anticipado de uno de los periódicos vespertinos, que dedicaba dieciséis páginas al caso Wennerström bajo el título de «La mafia de las finanzas». Al día siguiente, cuando salieron todos los diarios, se puso en marcha una persecución mediática de unas proporciones raramente vistas con anterioridad.