Mikael estaba convencido de que no se trataba de amor; por lo menos, no de ese amor tradicional que te lleva a compartir una vivienda, la hipoteca, el árbol de Navidad y los niños. En alguna ocasión, durante los años ochenta, cuando no tenían una pareja a la que respetar, incluso hablaron de irse a vivir juntos. A él le habría gustado. Pero Erika siempre se echaba atrás en el último momento. Decía que no iba a funcionar y que en el caso de enamorarse pondrían en peligro su relación.
Estaban de acuerdo en que lo suyo era puro sexo o, tal vez, incluso una obsesión sexual. A menudo Mikael se preguntaba si habría en el mundo otra mujer capaz de despertarle tanto deseo como Erika. Simplemente, estaban bien juntos; no había que darle más vueltas. Mantenían una relación que resultaba tan adictiva como la heroína.
A veces se veían tan asiduamente que tenían la sensación de ser una pareja estable; otras veces podían transcurrir semanas, e incluso meses, entre encuentro y encuentro. Pero del mismo modo en que los alcohólicos recaen después de un período de abstinencia, ellos siempre acababan volviendo a por más.
Naturalmente, a la larga, no funcionaba. Una relación así estaba condenada al sufrimiento. Los dos habían dejado atrás, sin miramientos, promesas rotas y relaciones traicionadas; el matrimonio de Mikael fracasó porque no podía mantenerse alejado de Erika. Nunca le ocultó su relación con Erika a su mujer, Monica, pero ésta confiaba en que la historia se acabaría al casarse y nacer su hija; además, casi por las mismas fechas Erika se casó con Greger Beckman. Mikael también lo creía así, y durante los primeros años de matrimonio sólo vio a Erika por razones puramente profesionales. Luego fundaron Millennium. En tan sólo una semana todos los firmes propósitos se vinieron abajo y una noche acabaron haciendo el amor desenfrenadamente sobre la mesa de trabajo. Comenzó entonces un período tormentoso para Mikael, quien se debatía entre la voluntad de vivir con su familia y ver crecer a su hija, y su irremediable atracción por Erika, como si no pudiera controlar sus actos, cosa que, como era lógico, podría haber hecho si hubiera querido. Lisbeth Salander tenía razón: fue su constante infidelidad lo que provocó que Monica lo abandonara.
Por raro que parezca, Greger Beckman aceptaba completamente la relación. Erika siempre había sido sincera con su marido y cuando volvió a liarse con Mikael se lo contó de inmediato. Quizá fuera necesario tener alma de artista para aguantar una cosa así; una persona tan absorta en su propia obra creativa, o tal vez en su propia persona, que no sufriera cuando su esposa pasaba la noche con otro hombre. Incluso organizaban las vacaciones de modo que Erika pudiera irse una semana o dos con su amante a la casita de Sandhamn. Greger no le caía demasiado bien a Mikael. Nunca entendió el amor que Erika sentía por su marido, pero se alegraba de que éste aceptara que ella podía amar a dos hombres a la vez.
Además, sospechaba que Greger consideraba la relación extramatrimonial de su esposa como la salsa que daba sabor a su propio matrimonio. Pero nunca hablaron del tema.
Mikael no podía conciliar el sueño y a eso de las cuatro se rindió. Fue a la cocina y, una vez más, se puso a leer la sentencia de principio a fin. Volviendo la vista atrás, tenía la sensación de que aquel encuentro en Arholma estaba, en cierto modo, predestinado. Nunca le había quedado claro si Robert Lindberg sacó a la luz los trapicheos de Wennerström sólo para entretenerle con una jugosa historia entre brindis y brindis, o porque en realidad quería que fuera de dominio público.
Sin saber muy bien por qué, sospechaba que se trataba de lo primero, pero también podía ser que Robert, por razones personales o profesionales, quisiera hacerle daño a Wennerström y simplemente hubiera aprovechado la oportunidad de tener a un periodista a bordo comiendo de su mano. Robert estaba lo suficientemente sobrio como para ser capaz, en el momento clave de la historia, de lanzarle una mirada fija a Mikael y hacerle pronunciar las palabras mágicas que convertirían al amigo parlanchín en fuente anónima. Con eso ya le daba igual lo que contara; Mikael nunca revelaría la identidad de la fuente.
Una cosa estaba muy clara: si aquel encuentro en Arholma hubiese sido maquinado por un conspirador con el único objeto de captar la atención de Mikael, Robert no podría haberlo hecho mejor. Pero el encuentro fue fruto de la más pura casualidad.
Robert no era consciente de la magnitud del desprecio que sentía Mikael por tipos como Hans-Erik Wennerström. Después de muchos años estudiando el tema, Mikael estaba convencido de que no existía un solo director de banco o empresario célebre que no fuera también un sinvergüenza.
Mikael nunca había oído hablar de Lisbeth Salander y, afortunadamente para él, desconocía por completo el informe que ella había presentado a primera hora de esa misma mañana; pero si lo hubiese conocido, habría aprobado la afirmación de que su odio por esos impresentables empresarios no era una manifestación de radicalismo político de izquierdas. Mikael no carecía de interés por la política, pero contemplaba los «ismos» políticos con la mayor de las reservas. En las únicas elecciones parlamentarias en las que había votado, las de 1982, dio su apoyo a los socialdemócratas sin mucha convicción, simplemente porque, en su opinión, nada podía ser peor que otros tres años con Gösta Bohman como ministro de Economía y Thorbjörn Fälldin como primer ministro. O, tal vez, Ola Ullsten. De modo que, sin gran entusiasmo, votó por Olof Palme y, a cambio, se encontró con el asesinato de éste, el escándalo de la empresa armamentística Bofors y el caso Ebbe Carlsson.
El desprecio que Mikael sentía por los periodistas expertos en economía se debía, a su parecer, a algo tan simple como la moral. Según él, la ecuación era sencilla: un director de banco que, por pura incompetencia, pierde cientos de millones en disparatadas especulaciones no debe conservar su puesto de trabajo. Un empresario que se dedica a negocios con empresas tapadera debe ir al trullo. El dueño de una inmobiliaria que obliga a los jóvenes a pagar una pasta, en dinero negro, por un cuchitril con retrete en el patio debe ser denunciado y expuesto al escarnio público.
Mikael Blomkvist opinaba que el cometido del periodista económico era vigilar de cerca y desenmascarar a los tiburones financieros que provocaban crisis de intereses y que especulaban con los pequeños ahorros de la gente en chanchullos sin sentido de empresas puntocom. Tenía la convicción de que la verdadera misión del periodista consistía en controlar a los empresarios con el mismo empeño inmisericorde con el que los reporteros políticos vigilaban el más mínimo paso en falso de ministros y diputados. A un reportero político nunca se le pasada por la cabeza llevar a los altares al líder de un partido político, y Mikael era incapaz de comprender por qué tantos periodistas económicos de los medios de comunicación más importantes del país trataban a unos mediocres mocosos de las finanzas como si fuesen estrellas de rock.
Aquella actitud poco habitual entre los reporteros de economía le había llevado una y otra vez a sonados enfrentamientos con sus colegas de profesión, entre los cuales William Borg, en particular, se volvió un enemigo irreconciliable. Mikael les plantó cara a sus colegas y los criticó por traicionar su propia misión y bailar al son que tocaban esos mocosos. Bien era cierto que el papel de crítico social le había otorgado a Mikael cierto estatus y lo había convertido en un polémico invitado de las tertulias televisivas -era a él a quien llamaban para que diera su opinión cuando se pillaba a algún director ejecutivo cobrando un contrato blindado de mil millones-, pero también le había proporcionado un fiel grupo de enemigos acérrimos.