Lisbeth Salander pasó la Nochebuena en la residencia Äppelviken de Upplands-Väsby. Como regalos llevaba eau de toilette de Dior y una tarta inglesa de Åhléns. Estaba tomando café mientras observaba a una mujer de cuarenta y seis años que, torpemente, intentaba deshacer el nudo del lazo del regalo. Salander albergaba una ternura especial en la mirada, pero nunca dejaba de sorprenderle que la extraña mujer que tenía enfrente fuera su madre. Por mucho que lo intentara no podía detectar un mínimo parecido ni en el físico ni en la personalidad.
Finalmente la madre desistió de su esfuerzo y se quedó mirando el paquete con aire algo desamparado. No era uno de sus mejores días. Lisbeth Salander le acercó las tijeras que habían estado sobre la mesa, completamente visibles, todo el tiempo, y de repente a la madre se le iluminó la cara como si se despertara en ese mismo momento.
– Pensarás que soy tonta.
– No, mamá. No eres tonta. Pero la vida es injusta.
– ¿Has visto a tu hermana?
– Hace mucho que no la veo.
– Nunca me visita.
– Ya lo sé, mamá. A mí tampoco.
– ¿Trabajas?
– Sí, mamá. Me las arreglo muy bien.
– ¿Dónde vives? Ni siquiera sé dónde vives.
– Vivo en tu vieja casa de Lundagatan. Llevo allí años. Me traspasaron el contrato de alquiler.
– A lo mejor este verano quizá pueda hacerte una visita.
– Claro que sí. Este verano.
Al final, la madre consiguió abrir el regalo y olió encantada el perfume.
– Gracias, Camilla -dijo la madre.
– Lisbeth. Soy Lisbeth. Camilla es mi hermana.
La madre se avergonzó. Lisbeth Salander le propuso ir a la sala del televisor.
Mikael Blomkvist aprovechó la hora del programa televisivo navideño del Pato Donald para visitar a su hija Pernilla en casa de su ex, Monica, y su nuevo marido, que vivían en un chalé de Sollentuna. Le llevaba unos regalos a Pernilla; Monica y él habían acordado comprarle a la niña un iPod, un mp3 no mucho más grande que una caja de cerillas donde cabía toda la extensísima colección de discos de Pernilla. Un regalo un poco caro.
El padre y la hija pasaron una hora juntos en la habitación de ella, en la planta de arriba. La madre de Pernilla y Mikael se divorciaron cuando la niña sólo tenía cinco años, de modo que tuvo un nuevo padre a la edad de siete. Mikael siguió manteniendo el contacto; Pernilla lo visitaba una vez al mes y veraneaba algunas semanas en la casita de Sandhamn. No es que Monica hubiera intentado impedir el contacto, o que Pernilla no se encontrara a gusto en compañía de su padre; muy al contrario, el tiempo que pasaban juntos era para ambos muy placentero. Simplemente Mikael había dejado que su hija decidiera la frecuencia con la que deseaba verle, sobre todo desde que Monica se había vuelto a casar. Durante una época, al inicio de la adolescencia de la niña, el contacto cesó casi por completo, pero desde hacía dos años Pernilla quería a ver a su padre más a menudo.
La hija había seguido el juicio con la firme convicción de que su padre tenía razón; era inocente, pero no lo podía probar. Ella le habló de un noviete que tenía en el instituto, en otra clase del mismo curso, y sorprendió a su padre al confesarle que se había hecho miembro de una iglesia local y que se consideraba creyente. Mikael se abstuvo de hacer comentario alguno al respecto.
Lo invitaron a quedarse a cenar, pero se disculpó porque ya había aceptado la invitación de su hermana para pasar la noche con ella y su familia en la urbanización yuppie de Stäket. Por la mañana también había sido invitado a celebrar la Navidad con Erika y su marido en Saltsjöbaden. Declinó la invitación con la certeza de que la comprensiva actitud de Greger Beckman hacia los triángulos amorosos tenía un límite, y no albergaba ningún deseo de averiguar dónde se encontraba ese límite. Erika objetó que, en realidad, era su marido el que había propuesto invitarle, y se metió con él por no atreverse a participar en un trío. Mikael se rió; Erika sabía que él era un heterosexual de lo más simplón y que la oferta no iba en serio, pero la decisión de no pasar la Nochebuena en compañía del marido de su amante era inamovible.
Así que llamó a la puerta de la casa de su hermana Annika Blomkvist -ahora Annika Giannini-, donde su marido, de origen italiano, dos niños y medio ejército de familiares del marido estaban a punto de cortar el típico jamón asado navideño. Durante la cena contestó a diferentes preguntas sobre el juicio y recibió una serie de consejos bienintencionados, pero completamente inútiles.
Sólo la hermana de Mikael se abstuvo de comentar la sentencia, a pesar de ser la única de todos los presentes que sabía de leyes. Annika se había sacado la carrera de derecho con la gorra. Hizo sus prácticas en el tribunal de primera instancia y luego trabajó como ayudante del fiscal durante algunos años hasta que, junto con un par de amigos, abrió su propio bufete en Kungsholmen. Se especializó en derecho familiar y, sin que Mikael se diera realmente cuenta de cómo ocurrió, su hermana pequeña empezó a aparecer en periódicos y tertulias de televisión, en calidad de célebre feminista y defensora de los derechos de la mujer. A menudo representaba a mujeres amenazadas o perseguidas por maridos y antiguos novios.
Cuando Mikael estaba ayudando a su hermana a preparar café, ella le puso una mano sobre el brazo y quiso saber cómo se encontraba. Le confesó que estaba hecho mierda.
– La próxima vez, contrata a un abogado de verdad.
– Este caso no lo habría ganado ni el mejor abogado del mundo.
– ¿Qué pasó en realidad?
– Ahora no, hermanita; otro día.
Antes de volver al salón con la tarta y el café, Annika lo abrazó y le dio un beso en la mejilla.
Sobre las siete de la tarde, Mikael se disculpó y preguntó si podía usar el teléfono de la cocina. Llamó a Dirch Frode; al otro lado de la línea percibió un murmullo de voces.
– Feliz Navidad -le dijo Frode-. ¿Se ha decidido?
– No tengo nada mejor que hacer y ha conseguido despertar mi curiosidad. Iré allí pasado mañana, si le parece bien.
– Estupendo. Si supiera la satisfacción que me da escuchar su respuesta… Perdóneme, pero tengo a mis hijos y nietos en casa y apenas consigo oír nada. ¿Le puedo llamar mañana para acordar la hora?
Antes de que terminara la noche Mikael Blomkvist ya se había arrepentido de su decisión, pero le parecía demasiado complicado volver a llamar para excusarse, así que la mañana del 26 de diciembre cogió un tren en dirección al norte. Tenía carné de conducir, pero nunca le había atraído la idea de comprarse un coche.
Frode estaba en lo cierto: no se trataba de un viaje muy largo. Una vez pasada Uppsala empezó ese rosario de perlas de pequeñas ciudades industriales que se extiende a lo largo de la costa de Norrland. Hedestad era una de las más pequeñas, a poco más de una hora al norte de Gävle.
La noche anterior había nevado copiosamente. Al apearse del tren el cielo estaba despejado y el aire era gélido. Mikael advirtió enseguida que no llevaba la ropa adecuada para protegerse de los rigores del invierno de Norrland. Dirch Frode, que ya conocía su aspecto, fue a buscarlo amablemente al andén y se apresuró a conducirlo al cálido interior de un Mercedes. En Hedestad las máquinas quitanieves funcionaban a pleno rendimiento, y Frode avanzaba con cuidado entre los montones de nieve acumulados en los márgenes de las calles. La nieve suponía un contraste exótico con Estocolmo, casi como si estuviera en otro mundo, y eso que sólo se hallaba a poco más de tres horas de la plaza de Sergel. Mikael miró de reojo al abogado: una cara de facciones angulosas, con escaso pelo blanco cortado a cepillo y gruesas gafas sobre una nariz prominente.