– ¿Es su primera visita a Hedestad? -preguntó Frode.
Mikael asintió.
– Es una vieja ciudad industrial con puerto. No es muy grande, sólo tiene veinticuatro mil habitantes, pero la gente está a gusto aquí. Henrik vive en Hedeby, justo en la entrada sur de la ciudad.
– ¿Y usted también vive aquí?
– Pues sí. Nací en Escania, pero empecé a trabajar para Vanger nada más licenciarme, en 1962. Soy abogado de empresa, y con los años Henrik y yo nos hicimos amigos. En realidad, estoy retirado; Henrik es mi único cliente. También se ha jubilado, claro, de modo que apenas requiere ya mis servicios.
– Sólo cuando se trata de engatusar a periodistas de maltrecha reputación.
– No se subestime. No es usted el único que ha perdido un asalto contra Hans-Erik Wennerström.
Mikael miró de reojo a Frode, sin saber muy bien cómo interpretar lo que éste acababa de decir.
– Esta invitación ¿tiene algo que ver con Wennerström? -preguntó.
– No -contestó Frode-. Henrik Vanger no es precisamente muy amigo de Wennerström, por decirlo de alguna manera, y ha seguido el juicio con mucho interés, pero desea verle a usted a causa de un asunto completamente diferente.
– Que no me quiere comentar.
– Que a mí no me incumbe comentar. Lo hemos preparado todo para que usted pase la noche en casa de Henrik Vanger. Si no le apetece quedarse allí, podemos reservar una habitación en el Stora Hotellet, en la ciudad.
– Bueno, quizá vuelva a Estocolmo esta misma noche.
A la entrada de Hedeby todavía no habían pasado las máquinas quitanieves, razón por la cual Frode avanzaba con mucha dificultad, siguiendo las huellas que otros coches habían dejado en la carretera. Hedeby estaba constituido por un núcleo de viejas construcciones de madera, al estilo de los antiguos poblados industriales del golfo de Botnia. En las inmediaciones, había chalés más modernos y grandes. El viejo pueblo empezaba en el continente y continuaba, una vez pasado un puente, en una isla de accidentado relieve. En la parte continental, al lado del puente, se alzaba una pequeña iglesia blanca de piedra; justo enfrente un rótulo luminoso de los de antes rezaba
«Café de Susanne. Panadería y pastelería». Frode siguió todo recto unos cien metros y luego giró a la izquierda para ir a parar a un patio, limpio de nieve, delante de un edificio de piedra. La casa era demasiado pequeña para llamarla mansión, pero considerablemente más grande que las edificaciones de alrededor. No había ninguna duda de que aquello era el dominio del patriarca.
– Esta es la Casa Vanger -dijo Dirch Frode-. Solía haber mucha vida y movimiento aquí, pero hoy en día sólo está habitada por Henrik y un ama de llaves, así que hay cuartos de invitados de sobra.
Bajaron del coche.
– La tradición dicta que el que dirija las empresas del Grupo Vanger viva aquí, pero Martin Vanger quería algo más moderno. Por eso se construyó un chalé en aquella punta de la isla -dijo Frode, señalando hacia el norte.
Mikael recorrió los alrededores con la mirada y se preguntó qué loco impulso le habría llevado a aceptar la invitación del abogado Frode. Estaba decidido a volver a Estocolmo esa misma noche si era posible. Una escalera de piedra conducía a la entrada, cuya puerta se abrió justo cuando Mikael alcanzó el último peldaño; en seguida reconoció a Henrik Vanger.
En las fotos de Internet salía más joven, pero se le veía sorprendentemente vigoroso para tener ochenta y dos años, un cuerpo fibroso, cara de pocos amigos, la piel curtida, y un voluminoso pelo gris peinado hacia atrás que insinuaba unos genes nada propensos a la calvicie. Vestía pantalones oscuros bien planchados, camisa blanca y una desgastada chaqueta de punto marrón. Lucía un fino bigote y unas gafas de elegante montura metálica.
– Soy Henrik Vanger -saludó-. Gracias por aceptar mi invitación.
– Buenas tardes. Una invitación que me ha sorprendido.
– Entra; hace frío. He mandado que te preparen una habitación ¿Quieres asearte un poco? Cenaremos dentro de un rato. Te presento a Anna Nygren, la mujer que se ocupa de mí.
Mikael estrechó la mano de una mujer de baja estatura y de unos sesenta años. Ella le cogió el abrigo, se lo colgó en un armario y le ofreció unas zapatillas para protegerse de las corrientes de aire del suelo.
Mikael le dio las gracias y luego se dirigió a Henrik Vanger:
– No sé si me quedaré a cenar. Dependerá de qué vaya este juego.
Henrik Vanger intercambió una mirada con Dirch Frode. Existía entre los dos hombres una complicidad que Mikael no supo interpretar.
– Creo que aprovecharé la ocasión para despedirme -dijo Dirch Frode-. Debo regresar y amansar a mis nietos antes de que me tiren toda la casa abajo.
Acto seguido le comentó a Mikaeclass="underline"
– Vivo nada más pasar el puente a la derecha; el tercer chalé que hay a orillas del mar después de la pastelería. Son cinco minutos a pie. Si me necesita, no tiene más que llamarme.
Mikael metió la mano en el bolsillo y encendió una grabadora. «¿Paranoico, yo?» No tenía ni idea de lo que deseaba Henrik Vanger, pero después de todo ese jaleo con Wennerström quería una documentación exacta de cada una de las cosas raras que le pasaran, y esa repentina invitación a Hedestad pertenecía, sin duda, a esa categoría.
El viejo industrial se despidió de Dirch Frode dándole unas palmadas en el hombro, cerró la puerta y centró su interés en Mikael.
– En ese caso, quizá deba ir al grano. No se trata de ningún juego. Quiero hablar contigo, pero la conversación requiere su tiempo. Te ruego que me escuches hasta el final y que no tomes ninguna decisión hasta que haya acabado. Eres periodista y deseo contratarte para un trabajo de freelance. Anna ha servido el café arriba, en mi despacho.
Henrik Vanger empezó a subir las escaleras y Mikael lo siguió. Entraron en un despacho alargado, de unos cuarenta metros cuadrados aproximadamente, situado en una de las partes laterales de la casa. Una de las paredes longitudinales estaba presidida, de arriba abajo, por una librería de unos diez metros de largo, con una magnífica mezcla de literatura de ficción, biografías, libros de historia, de comercio e industria, y numerosas carpetas de tamaño DIN-A4. Los libros estaban colocados sin ningún tipo de orden aparente. Daba la impresión de ser una librería que se utilizaba, y Mikael sacó la conclusión de que Henrik Vanger era un gran lector. En la pared de enfrente había una mesa de roble de color oscuro, dispuesta de modo que el que se sentara allí podía contemplar toda la habitación. La pared de detrás de la mesa albergaba una numerosa colección de cuadros con flores prensadas dispuestos en meticulosas filas.
Desde la fachada lateral, Henrik Vanger tenía vistas al puente y a la iglesia. Junto a la ventana había un tresillo con una mesita, donde Anna había puesto el servicio de café, un termo, pastas y bollos.
Henrik Vanger hizo un gesto a modo de invitación que Mikael fingió no entender; en su lugar se paseó por la sala con curiosidad y examinó primero la librería y luego la pared con los cuadros. La mesa de trabajo, sobre la que había una pila de papeles, estaba perfectamente limpia y ordenada. En uno de los extremos, la fotografía enmarcada de una chica joven y morena, guapa pero de mirada traviesa. «Una joven señorita a punto de volverse peligrosa», pensó Mikael. Parecía una foto de primera comunión; casi había perdido el color y daba la impresión de llevar allí muchos años. De repente, Mikael advirtió que Henrik Vanger le estaba observando.
– ¿Te acuerdas de ella, Mikael?
– ¿Yo? -preguntó Mikael, levantando las cejas.
– Sí, tú la conoces. De hecho, ya has estado antes en esta habitación.