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»Harriet había vivido con sus padres en una casa al otro lado del camino, pero, como ya te he comentado, ni su padre Gottfried ni su madre Isabella le ofrecían estabilidad. Fui testigo de su sufrimiento y de las dificultades que tuvo para concentrarse en los estudios, así que, en 1964, cuando ella tenía catorce años, la dejé mudarse a mi casa. Creo que para Isabella supuso un gran alivio librarse de la responsabilidad de la niña. Le di a Harriet una habitación aquí arriba y pasó en esta casa sus dos últimos años. Por eso vino aquel día. Sabemos que se encontró en el patio con Harald Vanger, uno de mis hermanos mayores, y que intercambiaron unas palabras. Luego subió la escalera y se presentó aquí, en esta habitación, para saludarme. Me dijo que quería hablar conmigo sobre algo. En ese momento estaba con un par de familiares y no tenía tiempo para ella. Pero parecía tan ansiosa que le prometí que enseguida iría a su habitación. Ella asintió y salió por esa puerta. Fue la última vez que la vi. Unos minutos después se produjo el accidente del puente y el caos que originó dio al traste con todos los planes del día.

– ¿Y cómo murió?

– Espera; es más complicado de lo que parece y tengo que contarte toda la historia en orden cronológico. Al producirse la colisión, la gente dejó lo que estaba haciendo y acudió corriendo al lugar del accidente. Yo… bueno, digamos que yo lo dirigí todo y estuve completamente ocupado durante las siguientes horas. Sabemos que Harriet también bajó al puente justo después del choque porque varias personas la vieron, pero el riesgo de una explosión me obligó a ordenar que se alejaran todos los que no iban a participar en el intento de sacar a Aronsson del coche. Nos quedamos cinco personas en el lugar del accidente: mi hermano Harald y yo; un hombre llamado Magnus Nilsson, que trabajaba de bracero conmigo; un obrero de la serrería que se llamaba Sixten Nordlander y que tenía una casa cerca del puerto pesquero; y Jerker Aronsson, un chico de tan sólo dieciséis años. En realidad, iba a decirle que se fuera, pero era sobrino del Aronsson del coche y pasó en bicicleta de camino a la ciudad apenas unos minutos después del accidente.

»Sobre las 14.40 Harriet estuvo aquí, en la cocina. Se tomó un vaso de leche e intercambió unas palabras con la cocinera, una mujer llamada Astrid. Desde la ventana vieron todo el alboroto que había en el puente. A las 14.45 Harriet cruzó el patio. Entre otras personas, fue vista por su madre, Isabella, pero no hablaron. Unos minutos después se encontró con Otto Falk, el párroco de la iglesia de Hedeby. Por aquel entonces la casa rectoral estaba donde Martin Vanger tiene hoy su chalé, así que el pastor vivía en esta parte del puente. Cuando ocurrió el accidente, Falk, que había pillado un resfriado, estaba durmiendo; acababan de avisarlo y en ese momento se dirigía hacia el puente. Harriet lo detuvo en el camino y quiso hablar con él, pero él la despachó pronto y siguió apresuradamente. Otto Falk es la última persona que la vio con vida.

– Pero ¿cómo murió? -insistió Mikael.

– No lo sé -contestó Henrik Vanger con gesto atormentado-. Hasta las cinco de la tarde no conseguimos sacar a Aronsson del coche (sobrevivió, por cierto, a pesar de los daños sufridos), y a eso de las seis se consideró que el riesgo de incendio ya había pasado. La isla seguía aislada, pero las cosas empezaban a tranquilizarse. Hasta que no nos sentamos a la mesa para cenar, más tarde de lo previsto, sobre las ocho, no descubrimos que faltaba Harriet. Envié a una de sus primas a buscarla a su habitación, pero volvió sin haberla encontrado. No le di mucha importancia; pensé que estaría dando un paseo o que nadie la habría avisado de que íbamos a empezar a cenar. Durante la noche no tuve más remedio que dedicarme a discutir con la familia. Hasta la mañana siguiente, cuando Isabella se puso a buscarla, no nos dimos cuenta de que nadie sabía dónde estaba, ni la había visto la tarde anterior.

Hizo un gesto de resignación con los brazos.

– Desde ese día, Harriet Vanger continúa desaparecida sin haber dejado el menor rastro.

– ¿Desaparecida? -repitió Mikael.

– Durante todos estos años no hemos podido encontrar ni un fragmento microscópico de ella.

– Pero si desapareció, ¿cómo puedes saber que alguien la mató?

– Entiendo la objeción; pienso igual que tú. Cuando una persona desaparece sin dejar rastro, puede haber pasado una de estas cuatro cosas: que haya desaparecido voluntariamente y se mantenga escondida, que haya tenido un accidente y haya fallecido, que se haya suicidado, o que haya sido víctima de un crimen. He considerado todas esas posibilidades.

– Pero tú crees que alguien la mató. ¿Por qué?

– Porque es la única conclusión plausible -sentenció Henrik Vanger, alzando un dedo-. Al principio albergué la esperanza de que hubiera huido. Pero según pasaban los días, todos comprendimos que no era el caso. Quiero decir, ¿cómo podría una chica de dieciséis años, procedente de un ambiente bastante protegido, arreglárselas sola y permanecer oculta sin ser descubierta, por muy lista que fuera? ¿De dónde sacaría el dinero? Y aunque hubiera conseguido un trabajo en algún sitio, tendría que haberse dado de alta en Hacienda con un domicilio fiscal.

Levantó dos dedos.

– Mi siguiente idea fue, naturalmente, que le pasó algo, que sufrió algún accidente. ¿Me puedes hacer un favor? Acércate a la mesa y abre el cajón superior. Allí hay un mapa.

Mikael hizo lo que Henrik le pidió y desplegó el mapa encima de la mesa. La isla de Hedeby era una irregular extensión de tierra de unos tres kilómetros de largo y poco más de kilómetro y medio de ancho en sus extremos más distantes. Una gran parte de la superficie estaba poblada de bosque. Todas las edificaciones se hallaban en las inmediaciones del puente y alrededor del pequeño puerto deportivo; en el otro extremo de la isla había una granja, Östergården, de la que salió el pobre Aronsson con su coche.

– Recuerda que resultaba imposible abandonar la isla -subrayó Henrik Vanger-. Aquí, como en cualquier sitio, uno puede fallecer a causa de un accidente o ser alcanzado por un rayo, pero ese día no había tormenta. Se puede morir por la coz de un caballo o, incluso, cayéndose en un pozo o por las grietas de las rocas. Aquí habrá cientos de maneras fortuitas de morir y he pensado en la mayoría de ellas.

Levantó un tercer dedo.

– Hay una pega que también vale para la tercera posibilidad: que la chica, contra toda expectativa, se hubiese suicidado. Pero en alguna parte de esta limitada extensión de tierra tendría que estar el cuerpo. -Henrik Vanger dio un golpe con la mano en medio del mapa-. Los días que siguieron a su desaparición organizamos partidas de búsqueda de cabo a rabo de la isla. Rastreamos cada zanja, cada campo de cultivo, las grietas de cada roca, los hoyos abiertos de cada árbol caído. Inspeccionamos todos los edificios, las chimeneas, los pozos, los graneros y los áticos.

El viejo desvió la mirada de Mikael y la dirigió a la oscuridad exterior. Su voz adquirió un tono más bajo e íntimo.

– La seguí buscando durante el otoño, después de que las batidas se abandonaran y la gente se rindiera. Cuando mi trabajo me lo permitía, daba paseos de un lado a otro de la isla. Luego, el invierno nos sorprendió sin que hubiéramos hallado el menor rastro de ella. Continué durante la primavera hasta que me di cuenta de lo absurdo de mi búsqueda. Al llegar el verano contraté a tres hombres que conocían muy bien el bosque y que volvieron a acometer el rastreo con perros entrenados para descubrir cadáveres. Peinaron sistemáticamente cada metro cuadrado de la isla. A esas alturas ya había empezado a pensar que alguien la habría matado, de modo que los hombres se pusieron a buscar por los sitios donde podía estar enterrada. Trabajaron durante tres meses. No encontraron el más mínimo rastro de Harriet. Como si se la hubiera tragado la tierra.