Mikael subió a la borda y le tendió una mano, dispuesto a prestarle ayuda. El navegante hizo un último cambio de rumbo y entró deslizándose sin ningún problema, casi completamente parado, hasta la popa del Scampi. Hasta que el recién llegado no le dio la cuerda a Mikael no se reconocieron; una sonrisa de satisfacción se dibujó en sus rostros.
– ¡Hombre, Robban! -exclamó Mikael-. ¿Por qué no usas el motor? Así no les rascarías la pintura a todos los barcos del puerto.
– ¡Hola, Micke! Ya decía yo que me sonaba esa cara. No me importaría usarlo si arrancara. El condenado se me murió hace dos días en Rödlöga.
Se dieron la mano por encima de las bordas.
En el instituto de Kungsholmen, en los años setenta -hacía ya una eternidad-, Mikael Blomkvist y Robert Lindberg habían sido amigos, incluso íntimos amigos. Como pasa a menudo con los viejos compañeros de estudios, la amistad acabó después del día de la graduación. Cada uno tiró por su camino y durante los últimos veinte años apenas si se habían visto en media docena de ocasiones. En aquel momento, cuando se encontraron inesperadamente en el embarcadero de Arholma, habían pasado por lo menos siete u ocho años desde la última vez. Se observaron el uno al otro con curiosidad. Robert estaba bronceado, tenía el pelo enmarañado y una barba de dos semanas.
De repente, Mikael se sintió de mucho mejor humor. Cuando el informador y sus bobos acompañantes subieron hacia la tienda del pueblo, al otro lado de la isla, para celebrar la noche de Midsommar bailando en la explanada alrededor del mayo, él se quedó en la bañera del M-30, charlando con su viejo amigo de instituto en torno a unos arenques y unos chupitos de aguardiente.
En algún momento de la noche, tras abandonar la lucha contra los mosquitos de Arholma, tristemente célebres, y trasladarse a la cabina, la conversación, después de un considerable número de chupitos, se convirtió en un amistoso duelo verbal sobre la ética y la moral en el mundo de los negocios. Los dos habían elegido carreras profesionales que, de alguna manera, tenían que ver con la economía del país. Robert Lindberg pasó del instituto a la Escuela Superior de Economía de Estocolmo y, desde allí, dio el salto al sector bancario. Mikael Blomkvist se graduó en la Escuela Superior de Periodismo y llevaba gran parte de su vida profesional dedicándose a revelar y denunciar dudosas operaciones, precisamente en el ámbito de la banca y de los negocios. La conversación empezó a girar en torno a lo moralmente defendible en ciertos contratos blindados de los años noventa. Después de haber defendido valientemente algunos de los casos más llamativos, Lindberg dejó el vaso y, muy a su pesar, tuvo que reconocer que en el mundo de los negocios, seguramente también habría algún que otro corrupto cabrón. De pronto miró a Mikael seriamente.
– Tú que eres periodista de investigación y te ocupas de fraudes económicos, ¿por qué no escribes algo sobre Hans-Erik Wennesrström?
– Ignoraba que hubiera algo que decir sobre él.
– Busca. Tienes que buscar, joder. ¿Qué sabes del programa CADI?
– Pues que era una especie de programa de subvenciones que en los años noventa ayudó a la industria de los países del Este a levantarse. Se suspendió hace un par de años. No he escrito nada sobre eso.
– Las siglas significan Comité de Ayuda para el Desarrollo Industrial, un proyecto que tuvo apoyo gubernamental y fue dirigido por representantes de una decena de grandes empresas suecas. El CADI recibió garantías estatales que le permitieron poner en marcha una serie de proyectos acordados con los gobiernos de Polonia y de los Países Bálticos. El sindicato LO hizo su pequeña aportación como avalista para reforzar también el movimiento sindical obrero en el Este, siguiendo las pautas del modelo sueco. Formalmente se trataba de un proyecto de apoyo al desarrollo basado en los principios de ayuda como forma de incentivar el progreso, lo cual les daría a los regímenes del Este la oportunidad de sanear su economía. Sin embargo, en la práctica se trataba de que ciertas empresas suecas recibieran subvenciones estatales para entrar y establecerse como socios de empresas de países del Este. Aquel maldito ministro de los democristianos era un entusiasta partidario del CADI. Se abrió una fábrica papelera en Cracovia, se reformó una industria metalúrgica en Riga, una fábrica de cemento en Tallin… La dirección del CADI, compuesta por pesos pesados del mundo de la banca y de la industria suecas, repartió el dinero.
– ¿Te refieres al dinero de los contribuyentes?
– Alrededor del cincuenta por ciento provenía de subvenciones estatales, el resto lo pusieron los bancos y la industria. Pero no pienses que se trataba de una labor sin ánimo de lucro. Los bancos y las empresas contaban con sacar una buena tajada. Si no, el tema no les hubiese interesado una mierda.
– ¿De cuánto dinero estamos hablando?
– Espera, hombre; escúchame. El CADI estaba compuesto principalmente por compañías suecas de toda la vida que querían entrar en los mercados del Este, importantes sociedades como ABB, Skanska y similares. En otras palabras, nada de empresas especuladoras.
– ¿Me estás diciendo que Skanska no se dedica a especular? ¿No despidieron acaso al director ejecutivo de Skanska por dejar que uno de sus chavales especulara y perdiera quinientos millones buscando dinero rápido? ¿Y qué te parecen sus histéricos negocios inmobiliarios en Londres y Oslo?
– Sí, bueno; en todas las empresas del mundo hay idiotas, pero ya sabes a lo que me refiero. Por lo menos son empresas que producen algo concreto. La columna vertebral de la industria sueca y todo ese rollo…
– ¿Y qué pinta Wennesrström en esto?
– Wennesrström es la gran incógnita. A ver, es un tipo que surgió de la nada, que no tiene ningún pasado en la industria pesada y que realmente no pinta nada en esos círculos, pero ha amasado una colosal fortuna en la bolsa y la ha invertido en empresas ya consolidadas. Digamos que ha entrado por la puerta de atrás.
Mikael se sirvió un chupito de aguardiente Reimersholms y se acomodó en la cabina pensando en lo que sabía de Wennesrström, lo cual, en realidad, no era gran cosa. Había nacido en algún lugar de Norrland, donde fundó una empresa inversora en los años setenta. Ganó su buen dinero y se trasladó a Estocolmo, donde hizo una carrera meteórica durante los felices años ochenta. Creó el Grupo Wennesrström, que, al abrir oficinas en Londres y Nueva York, se rebautizó como Wennerstroem Group, de modo que la empresa empezó a aparecer en los mismos artículos de prensa que Beijer. Negociaba con acciones y opciones, y especulaba con la forma de ganar dinero rápido. No tardó en aparecer en la prensa del corazón como uno más de esos numerosos nuevos ricos propietarios de un ático en Strandvägen, una magnífica residencia veraniega en Varmdo y un yate de veintitrés metros de eslora que, en su caso, compró a una estrella retirada del tenis con problemas de solvencia. En realidad, no era más que un simple contable, pero la de los ochenta fue la década de los contables y de los especuladores inmobiliarios. Y Wennesrström no destacó más que otros; más bien al revés, siguió siendo una figura relativamente anónima entre Los Grandes Chicos. Carecía de las rimbombantes maneras de Stenbeck y no se prostituía en la prensa como Barnevik. Rechazaba los negocios inmobiliarios y, en su lugar, invertía masivamente en el antiguo bloque comunista. Cuando se desinfló la burbuja económica de los noventa y todos los altos cargos, uno tras otro, se vieron obligados a cobrar sus contratos blindados, la empresa de Wennesrström se las arregló sorprendentemente bien. Ni el más mínimo escándalo. «A Swedish success story», tituló el mismísimo Financial Times.